40
años de un magnicidio/José Joaquín Iriarte es periodista y escritor.
Publicado en El
Mundo | 20 de diciembre de 2013
Además
de un magnicidio fue un error. Las acciones terroristas no suelen alcanzar sus
pretendidos objetivos políticos y siempre se vuelven contra los autores. Hasta
el tiranicidio (liquidar al tirano), doctrina del siglo XVI, quedó desfasada en
tiempos remotos. El último caso de darle muerte a un dictador por ejecución en
la horca fue el de Sadam Husein en 2006. ¿Sirvió de algo?
Sobre
al atentado que costó la vida a Luis Carrero Blanco, del que hoy se cumplen 40
años, se puede afirmar que no sólo se cometió un crimen sino una gran
equivocación. No era, como se le consideraba, el delfín de Franco. En aquellas
fechas, no había más delfín que el Príncipe de España a quien el general Franco
había designado sucesor, a título de Rey, cuatro años antes.
Las
incógnitas acerca de algunos extremos del atentado siguen hoy día sin
despejarse (el sumario se archivó sin aportar todos los datos), aunque no
adquieren las dimensiones de los enigmas de los más sonoros magnicidios de la
Historia. Quedan flecos de la investigación que se prestan a enhebrar algunas
suspicacias.
A
las diez de la mañana del 20 de noviembre de 1973, pasaba yo por la calle
Serrano de Madrid, camino del periódico Abc, donde me había citado con José
Luis Pécker para hacer un reportaje radiofónico en la redacción del diario
monárquico. A la altura de la embajada de Estados Unidos me sorprendió la
estampa de un despliegue policial inusitado, lo que asocié a la presencia en
España del Secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger (no reparé que
Kissinger había abandonado Madrid la noche anterior). En el periódico apareció
de pronto una persona que, con gesto demudado, informó a los presentes de que
se había producido una explosión de gas en la calle de Claudio Coello. Después,
la radio aportó el rumor (infundado) de que había muerto, como consecuencia del
accidente, la mujer de Carrero Blanco. Poco a poco se supo la verdad de lo
sucedido: una carga explosiva había elevado a las alturas el Dodge Dart del
presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco. El coche fue a parar al
tejado del convento de los padres jesuitas y habían muerto, además del
presidente del Gobierno, el conductor y el escolta. La noticia impactó en la
opinión pública por tratarse de un acontecimiento de grueso calibre e inesperado.
Una noticia es más relevante cuando se produce de manera imprevista.
Carrero
había asistido esa mañana a la misa de las nueve en la iglesia de los padres
jesuitas. Salió por una puerta lateral. Se subió al automóvil y, al emprender
la marcha, un potente explosivo colocado en un túnel que se había horadado en
Claudio Coello puso fin a la vida del almirante. A la misma misa había asistido
el hasta hacía unos meses ministro de Asuntos Exteriores, Gregorio López Bravo,
que permanecía en el templo cuando se escuchó la explosión. El más brillante de
los llamados tecnócratas creyó que se trataba de un terremoto e instó a los
fieles que quedaban en la iglesia a resguardarse pegados a los muros porque, en
su opinión, era el lugar más seguro si se trataba de un movimiento sísmico.
Carrero
era presidente del Gobierno desde hacía unos pocos meses. Hasta entonces, y
desde 1939, el general Franco ostentaba conjuntamente la jefatura del Estado y
la presidencia del Gobierno. En el imaginario político se veía equivocadamente
al almirante como al sucesor del dictador. Craso error. Si el atentado no se
hubiera producido (acéptenme el futurible), por no formar parte de los planes
de ETA o por un fallo en la ejecución del mismo, la Historia se hubiera escrito
de manera diferente. Muerto Franco, el Rey habría prescindido de Carrero
Blanco. No le interesaba lo más mínimo a Don Juan Carlos mantener a su lado a
un ortodoxo del régimen. Carrero, juancarlista reconocido, lo habría entendido
o acatado fielmente. En el boceto de la España democrática, el almirante
tendría motivos para suponer que él no podía seguir al frente del Gobierno.
Cosa diferente a lo que ocurrió con Arias Navarro, nada devoto del monarca, al
que le complicó con su resistencia a abandonar la Presidencia del Gobierno.
Carrero no habría entorpecido los deseos del Rey que estaban claros: marcar
distancias con el franquismo y crear las bases que permitieran pasar «de la ley
a la ley», para lo que encontró buenos apoyos en los conversos Fernández
Miranda y Adolfo Suárez. Carrero, franquista y juancarlista, como queda dicho,
en el caso más que probable de que hubiera perdido la confianza regia, se
habría ido a su casa, a su piso en la calle de los Hermanos Bécquer (el único
jefe de Gobierno que no vivió en un palacio sino en una vivienda de alquiler,
propiedad del arquitecto Diego Méndez).
Muerto
Carrero, y a la hora de sucederle, se produjo la paradoja de que se eligiera
nuevo presidente del Gobierno a quien en el momento del atentado ocupaba la
cartera de ministro de la Gobernación, Arias Navarro, es decir, el responsable
del orden público.
Carrero,
con sus pobladas cejas y su hosca mirada, no era tan ogro como lo pintaron. A
su acción criminal, ETA dio la clave de Operación Ogro, título que sirvió para
una película que se rodó años después.
No
era Carrero el álter ego de Franco y aunque lo fuera no iba a significar nada
en el cambio de un régimen totalitario por otro de carácter democrático, que ya
se esbozaba en el Palacio de la Zarzuela para cuando se cumplieran las «previsiones
sucesorias».
De
manera que, además de un magnicidio, fue un error. ETA buscó un golpe de efecto
que estremeciera a la sociedad y fuera algo así como una rúbrica de su lucha
contra el franquismo. La izquierda picó y vio en ETA una organización antifranquista
a la que de algún modo había que ponerle buena cara. Bastó poco tiempo para que
se viera que los etarras tenían propósitos más ambiciosos que derribar el
franquismo. La democracia tampoco les sentó bien toda vez que en los años 80 y,
con el estreno reciente de la Constitución de 1978, se sucedieran los años de
plomo de la organización terrorista.
ETA
no buscó la diana precisa. La diana era el Rey (lo intentó mucho después en
circunstancias distintas). El Rey ha sido en estos 40 años el gran superviviente,
que no vaciló en jurar los principios del 18 de julio, ser la obra cumbre de
Franco y, a los dos días de subir al trono, «el Rey de todos los españoles».
Cuando le convino, coqueteó con la izquierda (se arrimó «al PSOE que más
calienta»). Tras el final estrepitoso de UCD, vino Felipe González, que ganó
las elecciones de 1982 por mayoría absoluta. Eran los tiempos de luna de miel
de la monarquía, en los que don Juan Carlos -todo hay que decirlo- hizo un
papel impagable, sobre todo en su cometido de representante de la nueva España
en sus visitas de Estado a países extranjeros.
Entre
las especulaciones que se hicieron acerca de la muerte de Carrero Blanco a
manos de ETA, no faltó la de una conspiración, no sólo una acción de los
terroristas vascos. Circuló la hipótesis de la colaboración de la CIA, una
participación -sigo el hilo de las especulaciones- más por omisión que por
comisión, sin intervención directa de la inteligencia americana. La implicación
se circunscribiría a, conocido el plan etarra, laissez faire, laissez passer
[dejar hacer, dejar pasar]. La palabra complot, sin embargo, me parece
demasiado espectacular para un atentado que, con la perspectiva del tiempo, fue
un rotundo fracaso.
El
magnicidio que hoy recordamos no consiguió más que las lágrimas de la familia
Carrero. Mataron un símbolo inexacto más que a un régimen. A los solemnes
funerales que se celebraron por el alma de Luis Carrero Blanco asistió el
octogenario general Franco, quien se acercó a la viuda de Carrero para darle el
pésame. El Generalísimo, al que le quedaban menos de dos años de vida, le dijo
lloriqueando a la viuda de Carrero: «No hay mal que por bien no venga». La
frase no cabe interpretarla crípticamente ni como una muestra de sutileza.
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