Acuerdos
Iglesia-Estado/Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid.
ABC
| 20 de diciembre de 2013
Los
acuerdos entre los Estados y la Iglesia católica son un instrumento jurídico
que apareció en el siglo XII. Durante más de un milenio, la Iglesia no sólo
pudo vivir sin concordatos, sino que en ese tiempo creció, llevó el Evangelio a
todos los pueblos de Europa y puso las bases de la civilización cristiana. En
principio, la Iglesia, para cumplir su misión, no necesita de modo ineludible
que los Estados se avengan a establecer con ella sistemas jurídicos como los
concordatarios. Pero la historia ha avanzado por estos caminos con resultados
favorables no sólo para la propia Iglesia, sino sobre todo para los ciudadanos
y para las sociedades en las que la Iglesia vive y trabaja.
En
los últimos decenios son muchos los Estados de África, América, Asia y de la
parte de Europa de antigua influencia soviética los que han firmado por primera
vez acuerdos con la Santa Sede. En este momento, quedan muy pocos estados que
no hayan entrado en algún tipo de relación concordataria, como se puede ver en
los cuatro volúmenes de «Concordatos vigentes», publicados entre 1981 y 2004
por Corral, Carvajal y Petschen, y completados por la obra sistemática del
profesor Carlos Corral, «Derecho Internacional Concordatario», de 2009.
Una
denuncia unilateral de acuerdos internacionales, como la que el primer partido
de la oposición pretende que España realice «de inmediato» con los acuerdos
Iglesia-Estado de 1979, no forma parte de los usos ni de la letra del derecho
internacional, como muy bien ha puesto de relieve el profesor Rafael Navarro
Valls en días pasados. Lo habitual y lo legal sería más bien la introducción de
conversaciones para llegar a los consensos oportunos, en el supuesto de que
fueran necesarias nuevas soluciones para nuevos problemas.
Pero
más llamativa, si cabe, es la óptica en la que se hace la descripción de las
supuestas nuevas soluciones para resolver los supuestos nuevos problemas que
harían necesaria una denuncia unilateral de los acuerdos, tan urgente como
inhabitual.
Los
redactores de la propuesta rupturista parten del supuesto acrítico de que la
democracia carece de presupuesto alguno que no sea la voluntad del Estado
expresada por los legisladores. Según ellos, democracia sólo la habría donde
ningún sujeto social –al menos, no la Iglesia– pueda resultar de algún modo
molesto para quienes legislan, es decir, pueda discrepar abiertamente de lo que
se legisla o se pretende legislar. En este sentido, la Iglesia católica estaría
planteando un grave problema a la democracia española, puesto que se ha
atrevido a manifestar las razones por las que cree que determinadas leyes no
pueden ser calificadas de justas o de plenamente acordes con los derechos
fundamentales de las personas.
Es
posible que quienes han redactado la propuesta de denuncia de los acuerdos no
se sientan reflejados en lo que acabo de escribir; porque ellos sólo hablan de
la Iglesia, no de otros actores sociales. Pero entonces deberían responder a la
pregunta de por qué se ha de negar a la Iglesia lo que se les reconocería a
asociaciones, sindicatos, etc., es decir, por qué la Iglesia sería un problema
cuando expresa sus juicios sobre el bien común y los medios para conseguirlo,
mientras que otros actores sociales no lo serían.
La
Iglesia, ciertamente, es un actor social con unas características muy
particulares. Ella misma no desea ser confundida con ninguna asociación
política, ni sindical ni de ningún otro orden. La Iglesia, como presencia
institucional del Evangelio de Jesucristo, no se identifica con ninguna
posición política ni social. Ella es la casa que el Padre Dios abre para todos
sus hijos, sin discriminación alguna, para que puedan encontrar los medios
adecuados que los ayuden a encontrarse con Él, a ir al Cielo y a vivir como
hermanos en este mundo. Justo por eso, tiene tanto arraigo en el alma de
nuestro pueblo, en nuestra historia y en nuestra cultura. Pero la identidad
propia de la Iglesia, no da pie para que, en el orden de la convivencia en
libertad, haya que quitarle la palabra pública que ella tiene la obligación de
pronunciar cuando se trata de la salvación y de los derechos fundamentales de
las personas.
Una
democracia verdadera no niega la palabra a nadie que desee tomarla en la plaza
pública, con tal de que respete el orden y los procedimientos legítimos en el
diálogo social. Pero ¿acaso no los respeta la Iglesia católica?
Sorprendentemente, esto es lo que llegan a afirmar también los redactores de la
petición de ruptura de los acuerdos. Dicen que «el ejercicio de la legítima
actividad normativa del Estado (…) se ha visto obstaculizado por posiciones de
la Iglesia que llegan a negar la legitimidad del Estado para dictar sus propias
leyes». Pero esto es simple y llanamente falso. La Iglesia no ha negado nunca al
Estado tal legitimidad. Por el contrario, sus representantes han dicho muchas
veces que la reconocen y que desean colaborar en la construcción de la paz y
del bien común. Sería bueno releer las Instrucciones de la Asamblea Plenaria de
la Conferencia Episcopal tituladas «La Verdad os hará libres» (1990), «Moral y
sociedad democrática» (1996) y «Orientaciones morales ante la situación actual
de España» (2006). En la segunda de ellas se lee expresamente: «Las
instituciones del Estado democrático, a través de las cuales se expresa la
soberanía popular, son las únicas legitimadas para establecer las normas
jurídicas de la convivencia social» (24).
La
Iglesia no le disputa al Estado en modo alguno la legitimidad de legislar y de
gobernar. Eso sí, sostiene con otras muchas instancias que las leyes, para ser
justas, además de una legitimidad de origen, deben estar dotadas también de una
legitimidad objetiva, es decir, han de ser acordes con el bien y con la
justicia. ¿O es que todas leyes dadas por instancias de indudable legitimidad
democrática son ya también justas por ese mismo hecho? Hay quien dice que sí.
Pero tal pretensión degrada la democracia al nivel del voluntarismo
positivista, que se halla a un paso del totalitarismo.
La
Iglesia reclama voz en la plaza pública para sí misma y para todos los actores
sociales que respeten el orden democrático. ¿Quién ha dicho que el lugar de la
Iglesia se halle sólo «en la conciencia de las personas»? ¿De qué fuentes toman
tal presupuesto los redactores de la propuesta de denuncia? No, ciertamente, de
las que inspiraron la construcción de una democracia avanzada en la Europa
posterior a los desastres de los totalitarismos del siglo XX.
Los
acuerdos de 1979 son plenamente conformes con la Constitución de 1978, como ha
reconocido en diversas ocasiones el Tribunal Constitucional. Por última vez, en
la sentencia publicada justamente el 5 de diciembre pasado, en vísperas del
trigésimo quinto aniversario de la Carta Magna. No implican, por tanto,
violación alguna de la libertad religiosa de todos los españoles ni privilegio
injusto de la Iglesia católica que pusiera en cuestión el principio de equidad.
Naturalmente,
como toda obra humana, los acuerdos están condicionados por su tiempo y son, en
principio, susceptibles de revisión y de mejoras. Lo que no parece justificado
por la realidad de la sociedad y de la Iglesia en España es pretender romperlos
de manera unilateral para sustituirlos por una legislación no pactada, como
parecen pretender quienes proponen tal ruptura. No hay que temer el concurso
público de todos, incluida la Iglesia, en la construcción de una sociedad más
justa y más libre. Precisamente en nuestros días, de honda crisis moral y
económica, son necesarias todas las manos para el trabajo. La Iglesia no rehúye
la tarea, como muestran día tras día los católicos comprometidos no sólo en el
trabajo pastoral y en el voluntariado social específicamente eclesiales, sino
también en el arduo y gris trabajo de tantos laicos en la vida política,
empresarial y profesional de todo tipo. La realidad de la Iglesia católica
merece, por parte del Estado, un reconocimiento jurídico adecuado, sin
privilegios, pero también sin silencios ni pretericiones. Es la misma
democracia la que lo exige. Está en juego el pleno reconocimiento de los
derechos fundamentales de todos.
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