¿Una
estatua para Stalin?/ Peter Singer, Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne, is one of the world’s most prominent ethicists. He is the author of Practical Ethics, Animal Liberation: A New Ethics for Our Treatment of Animals, and One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason).
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project
Syndicate | 9 de enero de 2014;
Hitler
y Stalin fueron dictadores despiadados que cometieron asesinatos en una inmensa
escala, pero, si bien es imposible imaginar una estatua de Hitler en Berlín o
en cualquier otro sitio de Alemania, se han vuelto a instalar estatuas de
Stalin en ciudades de Georgia (su lugar
de nacimiento) y se va erigir otra en Moscú con motivo de una conmemoración de
todos los dirigentes soviéticos.
La
diferencia de actitud se extiende allende las fronteras de los países en que
esos hombres gobernaron. En los Estados Unidos, hay un busto de Stalin en el monumento nacional al
Día D en Virginia. En Nueva York, cené recientemente en un restaurante ruso en
el que se exhibía simbología soviética: camareras con uniformes soviéticos y un
cuadro de dirigentes soviéticos en el que Stalin ocupaba una posición
destacada. Nueva York tiene también su Bar KGB. Que yo sepa, no hay un
restaurante con simbología del nazismo en Nueva York, como tampoco hay un Bar
Gestapo ni un Bar SS
Así,
pues, ¿por qué es relativamente más aceptable Stalin que Hitler?
En
una conferencia de prensa celebrada el mes pasado, el Presidente de Rusia,
Vladimir Putin, intentó dar una justificación. Cuando se le preguntó por la
estatua de Stalin que se iba a erigir en Moscú, señaló a Oliver Cromwell, el
dirigente del bando parlamentario en la guerra civil inglesa del siglo XVII, y
preguntó: “¿Cuál es la diferencia real entre Cromwell y Stalin?” Después
respondió a su propia pregunta: “Ninguna”, y a continuación calificó a Cromwell
de “tipo astuto” que “desempeñó un papel ambiguo en la historia de Gran
Bretaña”. (Delante de la Cámara de los Comunes de Londres se encuentra una
estatua de Cromwrell.)
La
de “ambigua” es una calificación bastante apropiada para la moralidad de las
acciones de Cromwell. Si bien promovió el gobierno parlamentario en Inglaterra,
puso fin a la guerra civil y permitió cierto grado de tolerancia religiosa,
también apoyó el juicio y la ejecución de Carlos I y conquistó brutalmente a
Irlanda como reacción ante una supuesta amenaza de católicos irlandeses y
monárquicos ingleses.
Pero,
a diferencia de Cromwell, Stalin fue responsable de las muertes de gran número
de civiles, fuera de guerra o campaña militar alguna. Según Timothy Snyder,
autor de Bloodlands, entre dos y tres millones de personas murieron en los
campos de trabajos forzosos del Gulag y tal vez un millón fueron fusilados
durante el Gran Terror del final del decenio de 1930. Otros cinco millones
murieron de hambre en la hambruna de 1930-1933, de los cuales 3,3 millones eran
ucranianos que murieron a consecuencia de una política relacionada
deliberadamente con su nacionalidad o condición social de campesinos
relativamente prósperos, llamados kulaks.
El
cálculo del número total de víctimas de Stalin hecho por Snyder no tiene en
cuenta a quienes lograron sobrevivir a los trabajos forzados o el exilio
interior en condiciones durísimas. Si se los incluyera, se añadirían nada menos
que 25 millones al número de quienes sufrieron terriblemente a consecuencia de
la tiranía de Stalin. El número total de muertes que Snyder atribuye a Stalin
es menor que la comúnmente citada de 20 millones, calculada antes de que los
historiadores tuvieran acceso a los archivos soviéticos. No obstante, es un
total horrendo… similar en magnitud a los asesinatos de los nazis (que se
produjeron durante un período más corto).
Además,
los archivos soviéticos muestran que no se puede decir que los asesinatos de
los nazis fueran peores porque se eligiese a las víctimas en función de su raza
o su condición étnica. También Stalin seleccionó a algunas de sus víctimas por
esas razones: no sólo a ucranianos, sino también a personas pertenecientes a
minorías étnicas relacionadas con países fronterizos de la Unión Soviética. Las
persecuciones de Stalin también pusieron la mira desproporcionadamente en gran
número de judíos.
No
hubo cámaras de gas ni se puede afirmar que la motivación de los asesinatos de
Stalin fuera el genocidio, sino la intimidación y la supresión de la oposición
real o imaginaria a su gobierno, lo que en modo alguno excusa la magnitud de
los asesinatos y encarcelamientos que hubo.
Si
hay alguna “ambigüedad” en la ejecutoria de Stalin, puede deberse a que el
comunismo toca la fibra sensible de algunos de nuestros impulsos más nobles: la
aspiración a la igualdad para todos y el fin de la pobreza. No se puede
encontrar semejante aspiración universal en el nazismo, que, ni siquiera en
apariencia, estaba interesado en el bien para todos, sino sólo en el bien para
un supuesto grupo racial y estuvo claramente motivado por el odio y el
desprecio a otros grupos étnicos.
Pero
el comunismo en la época de Stalin era lo opuesto al igualitarismo, porque dio
un poder absoluto a unos pocos y denegó todos los derechos a la mayoría.
Quienes defienden la reputación de Stalin le atribuyen el mérito de haber
sacado a millones de personas de la pobreza, pero se podría haberlo hecho sin
asesinar ni encarcelar a otros millones más.
Otros
sostienen la grandeza de Stalin basándose en su papel al rechazar la invasión
nazi y en última instancia derrotar a Hitler. Sin embargo, la purga que hizo
Stalin de los dirigentes militares durante el Gran Terror debilitó
gravísimamente el Ejército Rojo, su firma del Pacto nazi-soviético de no
agresión en 1939 preparó el terreno para el comienzo de la segunda guerra
mundial y su ceguera ante la amenaza nazi en 1941 dejó a la Unión Soviética sin
preparación para resistir el ataque de Hitler.
Es
cierto que Stalin condujo a su país a la victoria en la guerra y a una posición
de potencia mundial que no había tenido antes y que dejó de tener más adelante.
En cambio, Hitler dejó su país destrozado, ocupado y dividido.
Las
personas se identifican con su país y admiran a quienes lo dirigen en su
momento de mayor poderío. Ésa puede ser la razón por la que los moscovitas
están más dispuestos a aceptar una estatua de Stalin que los berlineses una de
Hitler.
Pero
ésa sólo puede ser una parte de la razón para el diferente tratamiento que se
concede a esos asesinos de masas. Aun así, sigo perplejo ante el restaurante
con simbología soviética y el Bar KGB de Nueva York.
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