20 ene 2014

¿Una estatua para Stalin?


¿Una estatua para Stalin?/Peter Singer, Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne, is one of the world’s most prominent ethicists. He is the author of Practical Ethics, Animal Liberation: A New Ethics for Our Treatment of Animals, and One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason)
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project Syndicate | 9 de enero de 2014;
Hitler y Stalin fueron dictadores despiadados que cometieron asesinatos en una inmensa escala, pero, si bien es imposible imaginar una estatua de Hitler en Berlín o en cualquier otro sitio de Alemania, se han vuelto a instalar estatuas de Stalin  en ciudades de Georgia (su lugar de nacimiento) y se va erigir otra en Moscú con motivo de una conmemoración de todos los dirigentes soviéticos.
La diferencia de actitud se extiende allende las fronteras de los países en que esos hombres gobernaron. En los Estados Unidos, hay un  busto de Stalin en el monumento nacional al Día D en Virginia. En Nueva York, cené recientemente en un restaurante ruso en el que se exhibía simbología soviética: camareras con uniformes soviéticos y un cuadro de dirigentes soviéticos en el que Stalin ocupaba una posición destacada. Nueva York tiene también su Bar KGB. Que yo sepa, no hay un restaurante con simbología del nazismo en Nueva York, como tampoco hay un Bar Gestapo ni un Bar SS
Así, pues, ¿por qué es relativamente más aceptable Stalin que Hitler?

En una conferencia de prensa celebrada el mes pasado, el Presidente de Rusia, Vladimir Putin, intentó dar una justificación. Cuando se le preguntó por la estatua de Stalin que se iba a erigir en Moscú, señaló a Oliver Cromwell, el dirigente del bando parlamentario en la guerra civil inglesa del siglo XVII, y preguntó: “¿Cuál es la diferencia real entre Cromwell y Stalin?” Después respondió a su propia pregunta: “Ninguna”, y a continuación calificó a Cromwell de “tipo astuto” que “desempeñó un papel ambiguo en la historia de Gran Bretaña”. (Delante de la Cámara de los Comunes de Londres se encuentra una estatua de Cromwrell.)
La de “ambigua” es una calificación bastante apropiada para la moralidad de las acciones de Cromwell. Si bien promovió el gobierno parlamentario en Inglaterra, puso fin a la guerra civil y permitió cierto grado de tolerancia religiosa, también apoyó el juicio y la ejecución de Carlos I y conquistó brutalmente a Irlanda como reacción ante una supuesta amenaza de católicos irlandeses y monárquicos ingleses.
Pero, a diferencia de Cromwell, Stalin fue responsable de las muertes de gran número de civiles, fuera de guerra o campaña militar alguna. Según Timothy Snyder, autor de Bloodlands, entre dos y tres millones de personas murieron en los campos de trabajos forzosos del Gulag y tal vez un millón fueron fusilados durante el Gran Terror del final del decenio de 1930. Otros cinco millones murieron de hambre en la hambruna de 1930-1933, de los cuales 3,3 millones eran ucranianos que murieron a consecuencia de una política relacionada deliberadamente con su nacionalidad o condición social de campesinos relativamente prósperos, llamados kulaks.
El cálculo del número total de víctimas de Stalin hecho por Snyder no tiene en cuenta a quienes lograron sobrevivir a los trabajos forzados o el exilio interior en condiciones durísimas. Si se los incluyera, se añadirían nada menos que 25 millones al número de quienes sufrieron terriblemente a consecuencia de la tiranía de Stalin. El número total de muertes que Snyder atribuye a Stalin es menor que la comúnmente citada de 20 millones, calculada antes de que los historiadores tuvieran acceso a los archivos soviéticos. No obstante, es un total horrendo… similar en magnitud a los asesinatos de los nazis (que se produjeron durante un período más corto).
Además, los archivos soviéticos muestran que no se puede decir que los asesinatos de los nazis fueran peores porque se eligiese a las víctimas en función de su raza o su condición étnica. También Stalin seleccionó a algunas de sus víctimas por esas razones: no sólo a ucranianos, sino también a personas pertenecientes a minorías étnicas relacionadas con países fronterizos de la Unión Soviética. Las persecuciones de Stalin también pusieron la mira desproporcionadamente en gran número de judíos.
No hubo cámaras de gas ni se puede afirmar que la motivación de los asesinatos de Stalin fuera el genocidio, sino la intimidación y la supresión de la oposición real o imaginaria a su gobierno, lo que en modo alguno excusa la magnitud de los asesinatos y encarcelamientos que hubo.
Si hay alguna “ambigüedad” en la ejecutoria de Stalin, puede deberse a que el comunismo toca la fibra sensible de algunos de nuestros impulsos más nobles: la aspiración a la igualdad para todos y el fin de la pobreza. No se puede encontrar semejante aspiración universal en el nazismo, que, ni siquiera en apariencia, estaba interesado en el bien para todos, sino sólo en el bien para un supuesto grupo racial y estuvo claramente motivado por el odio y el desprecio a otros grupos étnicos.
Pero el comunismo en la época de Stalin era lo opuesto al igualitarismo, porque dio un poder absoluto a unos pocos y denegó todos los derechos a la mayoría. Quienes defienden la reputación de Stalin le atribuyen el mérito de haber sacado a millones de personas de la pobreza, pero se podría haberlo hecho sin asesinar ni encarcelar a otros millones más.
Otros sostienen la grandeza de Stalin basándose en su papel al rechazar la invasión nazi y en última instancia derrotar a Hitler. Sin embargo, la purga que hizo Stalin de los dirigentes militares durante el Gran Terror debilitó gravísimamente el Ejército Rojo, su firma del Pacto nazi-soviético de no agresión en 1939 preparó el terreno para el comienzo de la segunda guerra mundial y su ceguera ante la amenaza nazi en 1941 dejó a la Unión Soviética sin preparación para resistir el ataque de Hitler.
Es cierto que Stalin condujo a su país a la victoria en la guerra y a una posición de potencia mundial que no había tenido antes y que dejó de tener más adelante. En cambio, Hitler dejó su país destrozado, ocupado y dividido.
Las personas se identifican con su país y admiran a quienes lo dirigen en su momento de mayor poderío. Ésa puede ser la razón por la que los moscovitas están más dispuestos a aceptar una estatua de Stalin que los berlineses una de Hitler.
Pero ésa sólo puede ser una parte de la razón para el diferente tratamiento que se concede a esos asesinos de masas. Aun así, sigo perplejo ante el restaurante con simbología soviética y el Bar KGB de Nueva York.

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