20 años de zapatismo/Marco Estrada Saavedra es profesor de Sociología de El Colegio de México y autor, entre otros libros, de La comunidad armada rebelde y el EZLN.
El
País |11 de marzo de 2014
La
madrugada del 1 de enero de 1994, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN) se levantó en armas y demandó “trabajo, tierra, techo, alimentación,
salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz”. Su
objetivo, formar una república socialista en México; para ello, conformó una
amplísima base social indígena, con la que tomaría cinco cabeceras municipales.
El Gobierno federal envió entonces al Ejército a sofocar la rebelión. Los
combates entre ambos durarían 11 días. A partir del 12 de ese mismo mes el
Gobierno mexicano y el EZLN iniciaron acercamientos para solucionar el
conflicto a través del diálogo.
Derrotado
y contenido en el terreno de las armas, el EZLN modificó su estrategia, dando
un giro hacia el indianismo y el multiculturalismo. En esta nueva constelación
política, los zapatistas combinaron la negociación política con la movilización
contestataria en búsqueda del reconocimiento por parte del Estado como un actor
político legítimo. Al mismo tiempo, replantearon su lucha por el socialismo.
Con este fin, se crearon, primero, 38 Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas
(MAREZ) a finales de 1994 y, después, cinco Juntas de Buen Gobierno (JBG) en
agosto de 2003. La concepción general detrás de la constitución de estas estructuras
políticas ha consistido, hasta la fecha, en crear territorios autónomos en los
que los zapatistas puedan definir su vida social, política, económica y
cultural sin la intervención de las instituciones y los agentes del Estado
mexicano.
No
obstante, hablar de “territorio zapatista” resulta una hipérbole: en las áreas
geográficas en las que los rebeldes tienen presencia, la mayoría de las
poblaciones no pertenecen al EZLN, otras están divididas políticamente y cada
vez menos son completamente zapatistas. Sin embargo, los efectos de este
recurso retórico no han sido despreciables. El principal es que el Gobierno
mexicano ha evitado reactivar el conflicto armado. También, contribuyó a
fomentar la solidaridad de grupos prozapatistas nacionales e internacionales,
que se traduce —aunque cada vez menos— en apoyos simbólicos, financieros,
humanos, técnicos y políticos a favor de las bases civiles del zapatismo.
Por
otra parte, el cese de las hostilidades directas entre la guerrilla y el
Ejército y la interrupción del diálogo entre los zapatistas y el Gobierno
federal (septiembre de 1996) tras la firma de los Acuerdos de San Andrés
Larráinzar (febrero de 1996), tuvieron importantes consecuencias en la
composición del zapatismo. Con el asesinato de 45 indígenas en la población de
Acteal, el 22 de diciembre de 1997, el diálogo entre la comandancia rebelde y
el Gobierno federal se reactivaría solo tras el desplazamiento del Partido
Revolucionario Institucional de la presidencia de la república. Sin embargo, la
esperanza de solucionar el conflicto de manera definitiva se esfumó cuando los
insurrectos cuestionaron la aprobación “unilateral” de la reforma
constitucional sobre derechos y cultura indígenas en 2001.
Desde
entonces y hasta la fecha, no ha habido un encuentro oficial entre las partes.
En los hechos, la “política de la resistencia” del EZLN se tradujo en la
prohibición a sus bases de apoyo de todo trato con autoridades de cualquier
nivel de Gobierno. De tal suerte, los zapatistas han enfrentado su precaria situación
económica únicamente con sus propios medios y las generosas, pero siempre
insuficientes aportaciones provenientes de la solidaridad foránea. Asimismo, la
reorganización interna del zapatismo en resistencia implicó mayor cooperación y
sacrificio para las bases de apoyo para mantener el proyecto autonómico, así
como un creciente autoritarismo de la comandancia y sus autoridades militares y
políticas para conservar la unidad y disciplina del movimiento.
Aun
cuando el EZLN no buscaba la democracia —al menos no la liberal y
representativa—, habría que reconocer que su aparición pública aceleró el
proceso de apertura democrática en el país. Este logro inesperado se
expresaría, primero, en las elecciones federales intermedias de 1997, cuando el
congreso federal se conformó sin ninguna mayoría parlamentaria, y, tres años
más tarde, cuando los ciudadanos votaron a favor del candidato presidencial del
PAN, Vicente Fox.
Sin
embargo, el EZLN no supo cómo aprovechar estos cambios, por lo que pronto se
convirtió en un actor político irrelevante a nivel nacional. Su último intento,
hasta ahora, de deschiapanizar (geográfica y étnicamente) el conflicto tuvo
lugar, en 2005, con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona y la puesta en
marcha, en enero de 2006, de “La Otra Campaña”, que pretendía, sobre todo,
formar alianzas con todos los grupos de izquierda no partidista,
anticapitalistas y antineoliberales para formular un “programa de lucha
nacional”. Pero esta última nunca interesó realmente y pasó sin pena ni gloria
en el contexto de la violenta represión de los pobladores de San Salvador
Atenco, las elecciones presidenciales de 2006, las movilizaciones de López
Obrador en contra de un supuesto fraude electoral y, finalmente, del sangriento
sometimiento de la APPO en Oaxaca.
¿Quiénes
continúan hoy día en el zapatismo? Primero, un segmento de los iniciadores del
movimiento, que adquirió prestigio y posiciones sólidas de autoridad locales en
los ámbitos civil, político o militar. En segundo lugar, se hallan los
indígenas que carecen de alternativas viables para abandonarlo y reconstruir
sus vidas individuales y colectivas más allá de la resistencia. Y, por último,
está la generación joven que nació y creció durante el conflicto. Esta ha sido
educada en las escuelas zapatistas y se caracteriza por un inconmovible
compromiso con el EZLN. En el interior de este sector se encuentran también las
mujeres jóvenes en una situación personal paradójica. Crecieron en las filas
del zapatismo y asumieron el discurso de la independencia femenina; sin
embargo, la inercia de la tradición en sus poblados contraviene esta
expectativa y las orilla a escoger entre continuar su militancia activa o
casarse y formar una familia bajo el imperio de la costumbre patriarcal.
A
modo de cierre, hay que señalar que, por un lado, no deja de ser sobresaliente
el esfuerzo del zapatismo en la organización territorial de su autonomía. Uno
se pregunta qué podrían alcanzar con mayores y mejores recursos y más
oportunidades para las iniciativas locales en las comunidades rebeldes. En este
sentido, no tienen parangón en el país, pues realmente han operado en las
márgenes del régimen. Los entusiastas han querido ver en todo esto una forma de
hacer política alternativa a la occidental, pero esto poco tiene que ver con lo
que sucede efectivamente. La organización local e (inter) regional de la
autonomía zapatista refleja, de manera fiel, el orden estatal que disputan. El
lenguaje, los símbolos, las prácticas, las actividades y las funciones de los
MAREZ y las JBG dan cuenta del dominio que sigue ejerciendo la comandancia del
EZLN sobre el zapatismo político y civil.
Y,
por el otro lado, en toda esta historia de conflicto, exclusión y marginación,
el Estado mexicano tiene su parte importante de responsabilidad. Las millonarias
inversiones en programas y políticas públicas de toda índole en Chiapas, en
general, pero en la zona de conflicto en particular, pudieron haber tenido un
efecto de desarrollo a largo plazo para superar la pobreza e integrar realmente
a los indígenas, en términos de igualdad y sin discriminaciones, a la sociedad
mexicana. Pero no sucedió así. Se gastó mucho dinero para neutralizar la
influencia del zapatismo y no poco se perdió en la corrupción.
Finalmente,
la bajísima productividad del campo ejidal en México se ha multiplicado. El
mercado laboral no agrícola en Chiapas no ofrece alternativas a esta población.
La economía no crece ni genera empleos. En esta situación, la migración ha sido
la opción para muchos hombres y mujeres jóvenes, tanto zapatistas como de otro
signo político —opción cada vez más difícil de ejercer con el gradual cierre de
la frontera norteamericana—. Y a todo ello se suma la presencia del tráfico de
drogas y de personas en esta región del país.
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