El
sufrimiento de una ciudad/Alberto Ruiz-Gallardón, ex alcalde de Madrid y actual ministro de Justicia.
El
Mundo |11 de marzo de 2014
El
sufrir pasa; el haber sufrido no pasa jamás». Las palabras de León Bloy,
escritor francés semiolvidado, parecen describir la dolorosa enseñanza de aquel
11 de marzo de 2004. Porque la intensidad del dolor ya no es la misma, pero la
huella de aquella experiencia traumática es difícil de disimular.
El
sufrimiento se presentó primero en forma de conmoción. No de parálisis, porque
la reacción de los servicios de emergencia y de la ciudadanía en su conjunto
fue inmediata, pero sí de sorpresa ante un crimen tan desproporcionado como
incomprensible. La cotidianidad más arraigada de Madrid, la que nace del
trasiego de las estaciones con su flujo incesante de estudiantes y
trabajadores, había sido cercenada en un instante, y eso era difícil de
asimilar.
Ver
a esas personas entrar en el tren, ir a clase, fichar en la oficina, comprar el
periódico por el camino mientras se sacuden el sueño de primera hora… son cosas
que están al alcance de la razón. Los hierros retorcidos, los gritos de los
agonizantes, el no saber qué ha pasado… conforman sin embargo un cuadro tan
absurdo e incoherente que lo más natural es el estado de shock, incluso aunque
uno se sobreponga a él. Por unos segundos los sentidos se niegan a funcionar y
la única actitud lógica es la incredulidad.
La
imagen durísima de aquel viajero sentado y cubierto por una manta, junto a su
maletín intacto, un maletín en el que se resumía su quehacer habitual, su cita
diaria con el trabajo, el discurrir de los días que da forma a la arquitectura
vital de la inmensa mayoría, un maletín que parecía esperar en vano a que su
dueño volviera a cogerlo en cualquier momento, encierra un enigma que todavía
ahora, mirando esa fotografía, no encuentra explicación.
Doy
fe de que eso fue al principio el 11 de marzo, aunque no hace falta haber
estado en los andenes para haber sentido ese asombro ante un golpe tan
mortífero que parecía casi irreal. Por eso, decir hoy que fue el mayor ataque a
la población civil ocurrido en suelo europeo desde la Segunda Guerra Mundial no
logra expresar todo el horror que vivimos. Añadir que Madrid se incorporó ese
día a la nómina maldita de las ciudades martirizadas por el terrorismo
yihadista, integrada hasta entonces por Nairobi, Dar es Salaam y Nueva York, y
a la que un año después se sumaría Londres, tampoco es suficiente.
Enseguida
llegó la reacción. Unánime, inmediata, desbordante. Y sobre todo, como en
tantas otras situaciones de la historia de Madrid, espontánea. Planificada sólo
por lo que se refiere a los protocolos de los servicios de emergencia, a la
profesionalidad que se hizo solidaridad en miles de ciudadanos de los más
variados cuerpos, instituciones y sectores. Una espontaneidad en la que
afloraba el desinterés de toda una sociedad, su valentía, su templanza, la
rapidez de reflejos, la sabiduría para discernir lo esencial, un sentido
instintivo de la decencia, un apego rabioso a la vida en medio de la muerte,
una resistencia cerrada ante el intento de ser sometidos mediante la ignominia.
Una indignación creativa contra la depravación y la violencia que en medio del
caos introducía un principio de orden y luchaba por abrirle camino a la
esperanza. Un muro de civilización frente a la barbarie.
Pasaron
las horas y los días, en el paisaje bélico de Atocha, El Pozo y Santa Eugenia,
en la morgue del pabellón Seis de Ifema, en los funerales por doquier, en los
hospitales repletos, en los altares callejeros, en los homenajes y gestos de
afecto del mundo entero, en la despedida en Barajas de féretros que partían al
extranjero pero que sentíamos como propios, en la calma tensa de algunos
barrios donde la convivencia pasó la prueba… y el alambique de la respuesta
colectiva fue separando lentamente los elementos de los que se componía el
sufrimiento de Madrid. De un lado, la dignidad de esa reacción, el sabernos
vulnerables como individuos pero consistentes como sociedad, el descubrimiento
de unos vínculos más intensos y estrechos de lo que el agresor hubiera
supuesto. De otro, el dolor puro, en su quintaesencia más amarga: la de haber
perdido un hijo, una esposa, un amigo, de cualquier edad, nacionalidad y
confesión, en una cuenta inacabable que ascendió hasta los 192 nombres.
Los
medios de comunicación se poblaron de historias hasta entonces anónimas, que
nos pusieron ante una responsabilidad abrumadora: tomar el relevo de quienes
habían sido asesinados. Entender para qué habían vivido, cuáles habían sido sus
ilusiones, asumirlas como propias, seguir adelante, por ellos y por nosotros.
Por eso al día siguiente los ciudadanos de Madrid, como los de Alcalá de
Henares, y los de tantos otros municipios en toda España, se subieron a un
tren.
Esa
lección de unidad y determinación sigue ahí, y ninguna polémica posterior puede
desfigurarla. Diez años después, cuando las sirenas de las ambulancias son un
eco tan lejano como el gran silencio de los días posteriores, sólo podemos
recordar que Madrid estuvo a la altura. Y preguntarnos cuánto de ese coraje y
esa generosidad hemos sido capaces de incorporar a nuestra vida, pública y
privada, para hacernos dignos de la entereza y la entrega de esos hombres y
mujeres. Nadie que haya vivido el 11 de marzo de 2004 en Madrid debería olvidar
que fue uno de ellos.
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