Consensos,
rupturas/Jorge Edwards es escritor.
El
País | 22 de mayo de 2014
La
gran política está obligada a cuidar el lenguaje, pero la política menor,
politiquera, no puede respetarlo demasiado. Si lo respetara tanto, dejaría de
ser lo que es. Montaigne decía que cuando discutía con un adversario, tenía
tendencia a comprender algunos de sus argumentos. Incluso, a veces, a sentirse
de acuerdo con él en forma por lo menos parcial. Esto, naturalmente, sirve
mucho para mantener la paz interna, pero no para intervenir en la refriega
cotidiana. Discutir para acercarse a una verdad, para salir de una posición
rígida y dar un paso adelante, es una cosa. Hacer agitación, perorar, tratar de
ganar votos por medio de palabras, de discursos, es otra.
En
el Chile de hoy se escuchan voces desdeñosas, críticas, de la antigua política
de los consensos, de los acuerdos. Algunos celebran que el término
“concertación”, que nombraba a la coalición de centro-izquierda y aludía a la
idea de aunar voluntades diferentes, dispersas, haya sido reemplazado por el de
“nueva mayoría”, que parece referirse a una máquina inexpugnable, indiscutible,
arrolladora, menos respetuosa de las minorías.
Pasó,
por lo visto, la época de la transición, la de la prudencia conversada,
concertada, y entramos en otro periodo de polarización, de combate, de cambios,
con la ilusión implícita de que los cambios serán necesariamente para mejor,
para terminar de una vez por todas con las injusticias pasadas. Y es injusto,
naturalmente, que una enorme empresa industrial pague una patente de 7.000
pesos anuales, inferior a la que paga una modesta librería literaria del barrio
de Providencia. Salvo que juzguemos por las apariencias y que los pagos reales
sean otros, pero detener el juicio, desmenuzar, dudar, no son costumbres
políticas.
Si
uno se aficiona a esos procedimientos mentales, mejor es no entrar en
parlamentos o ministerios. La polémica consiste en servirse de las palabras, en
aprovecharse de ellas, en estrujarlas, no en examinarlas y tratarlas con tanto
respeto. Porque los cambios tan mentados, tan idolatrados en viejos tiempos, no
son necesariamente para mejor. Hasta he leído que se le reprocha a la
democraciacristiana de mi país su tendencia —¿culpable, pecaminosa?— a
introducir reservas, disquisiciones, matices. Como si no bastara con la
flamante mayoría nueva para acabar con esos preciosismos, con esas reticencias
sutilmente hipócritas, solapadamente traidoras.
En
buenas cuentas, el tiempo de las transiciones, tiempo de diálogos, de
reencuentros, de fanatismos desmontados por la experiencia, fue importante.
Habría sido conveniente cambiarle el nombre para que no resultara,
precisamente, demasiado transitorio. Felipe González, hace pocos días, mencionó
en forma discreta la posibilidad, la posible conveniencia, de un acuerdo de
Gobierno entre las fuerzas del PP y las del PSOE aquí en España, y la reacción
de la gente de su propio partido fue áspera, molesta, poco menos que
descalificatoria. Pues bien, desde mi mesa de trabajo, sin prejuicio alguno,
con la mayor calma, me sentí más bien sorprendido. Se puede estar en
desacuerdo, pensé, pero por qué de una manera apasionada, a primera vista
intransigente.
Lo
que sucedía, claro está, es que Felipe, sin proponérselo, proyectó una imagen
de hombre de otra época, como el recién fallecido Adolfo Suárez. Y, sin
embargo, los funerales de Adolfo Suárez, ocurridos en los días de mi llegada a
Madrid (después de tantas llegadas anteriores), enviaron un mensaje desde algo
que se podría llamar la “España profunda” y que iba en el sentido inequívoco de
los acuerdos, de los consensos, del diálogo entre personas diferentes, entre
adversarios, si quieren ustedes, pero nunca entre enemigos.
Después
se produjo un hecho absurdo, de una desaforada barbarie. Una mujer política de
carácter, de personalidad, de trayectoria conservadora coherente, interesante, fue
asesinada por la espalda y rematada en el suelo, a pleno día, en un acto de
venganza delirante. Hubo una especie de tregua, dos o tres días de
estupefacción, de silencio, pero tengo la impresión de que la guerrilla de
lenguaje se va a reanudar, la de algo que se podría definir como imperativo
descalificatorio.
Con
mis nostalgias del consenso, de la transición, de la paz interna, me digo ahora
que dos visitas importantes a Chile, en algún sentido educativas, fueron,
precisamente, las de Felipe González y Adolfo Suárez. En esos días, a veces,
pensaba que España tenía la ventaja histórica, negra, trágica, de haber tocado
fondo en su conflicto, y que nosotros, para bien y para mal, no habíamos
llegado hasta esos terribles extremos. Ahora tengo que darle otra vuelta al
mismo tema. Un profesor alemán de filosofía del viejo Instituto Pedagógico de
Santiago, escapado del nazismo, nos enseñaba que la capacidad de aprender de la
experiencia histórica no era una virtud universal, igualmente repartida y
difundida. Algunos países, y algunas personas, aprendían la lección sólo a
medias, en forma insuficiente, y algunos eran simplemente incapaces de
aprenderla.
La
cuestión, como se puede apreciar, es delicada, archidelicada. ¿Qué hemos
aprendido, y qué aprenderemos en definitiva, y quiénes? Espero que la pregunta
no pase a formar parte de la lista, larga y oscura, siempre inquietante, de las
preguntas sin respuesta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario