El
Caballero de la Palabra/Gustavo Martín Garzo, escritor.
El
País | 23 de abril de 2014;
In
memoriam Gabriel García Márquez
Uno
de los pasajes que prefiero de Don Quijote de la Mancha es el que tiene lugar
en Sierra Morena. Don Quijote se pone en él a dar saltos y hacer todo tipo de
disparates por las peñas, imitando a esos caballeros, como Amadís y Orlando,
que enloquecidos por los celos dieron en las mayores locuras. Sancho le
pregunta por la razón de tal proceder dado que él no tiene motivo alguno para
sentirse desdeñado por su dama Dulcinea o para pensar que esta haya podido
“hacer alguna niñería con moro o cristiano”. A lo que Don Quijote le responde:
“Ahí está el punto y esa es la fineza de mi negocio, que volverse loco un
caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar
sin ocasión”.
Ese
“desatinar sin ocasión” guarda la clave del libro de Cervantes. El diccionario
de la RAE define desatino como “locura, despropósito o error”. Pero en
Cervantes tiene una significación muy distinta. Como los gestos absurdos del
maestro zen, las locuras de Don Quijote tienen el poder de suspender por un
momento el principio de realidad. Su función es abrir una grieta, y, más allá
de la lógica, llevarnos a la comprensión profunda e inmediata de una verdad
nueva. Por eso entre los dos modelos que le salen al paso en Sierra Morena, el
de Amadís y el de Orlando, Don Quijote elige sin dudarlo el ejemplo del
primero. Orlando, trastornado por la traición de Angélica, revienta el curso de
los torrentes, asola los bosques, aniquila el ganado; mientras que Amadís no
hace “locuras de daño sino de lloros y sentimientos”. Ese es el camino de don
Quijote, para quien la aventura no supone nunca una quiebra de lo real, sino su
exaltación. De ahí que sea indisociable de la alegría, que supone concebir las
cosas no en función de verdadero o falso sino de epifanía. El desatino es una
condición de lo paradisíaco ya que hace del mundo el lugar de la posibilidad.
Pero
también nos entrega su cuerpo. Pierde lanzas, escudos, yelmos, trozos de
armadura, sale maltrecho y herido infinidad de veces. Pocos personajes en la
historia de la literatura han ido dejando tras de sí un rastro semejante, hasta
el punto de que casi podemos decir que no hay aventura en la que se embarque en
que no deje a sus espaldas algo de sí mismo. Es decir, no habla por hablar.
Cuando le toca hacerlo, paga una prenda. Y esa es la ironía, que el caballero
que comete un desatino tras otro sea también el que termina dando cuenta con
sus palabras y sus actos de todo lo que indecible, noble y hermoso hay en
nosotros.
La
ironía, para Cervantes, es la capacidad de aceptar las contradicciones de la
vida; de aceptar, en suma, que nada es de una sola manera. Por eso Don Quijote,
su personaje, no se cansa de pedir. Pide a los sucios venteros que sean
corteses anfitriones, a las pobres criadas que sean misteriosas y dulces, a los
campos áridos y pelados de La Mancha que regresen al tiempo de la Edad de Oro y
a una bacinilla de barbero que se transforme en un yelmo de oro. Su fuerza
surge siempre de creer el mundo mucho mejor de lo que es, como si solo
ignorando la verdadera naturaleza de las cosas estuviéramos en condiciones de
conseguir que se mudaran en lo que debieron ser.
Los
personajes de Cervantes toleran la contradicción, de un modo que, por ejemplo,
los más graves y apesadumbrados personajes de La Biblia no saben hacerlo. No
tengo ninguna duda de que si Don Quijote se hubiera encontrado en una de sus
andanzas con Abraham y su hijo dirigiéndose al monte Moriah la habría
emprendido a mandobles con el primero y puesto fin al sin sentido de aquel
sacrificio; o de haber andado por Egipto, en las noches de las plagas que lo
destruyeron, se habría enfrentado a los ángeles vengativos que mataron a los
primogénitos. Se habría enfrentado a esos ángeles y puesto en fuga a Abraham,
ya que Don Quijote amaba la justicia y creía que esta no era nada sin el amor,
y que de la misma forma que un padre no podía llevar engañado a su hijo al altar
del sacrificio, ningún pueblo, por muy oprimido que estuviera, podía pretender
conquistar su libertad con la muerte de los hijos de sus enemigos, que una
libertad que se conquistaba a ese precio no podía merecer la pena. Y hasta
habría resultado bien gracioso ver a Don Quijote detrás de Abraham con su
espada, como si fuese el mismísimo sabio Frestón, o persiguiendo a los ángeles
entre un remolino de plumas, que por encima de todo Cervantes escribió su libro
para entretenernos, hacernos reír y llegar a conmovernos, porque lo que en él
predomina es el amor a la libertad y a los sueños.
Algo
que Cervantes deja bien claro en el pasaje, tan hermosamente comentado por Luis
Landero, en que Don Quijote confunde la bacía de un barbero con un yelmo.
Sancho le discute lo que afirma y, ante la negativa de Don Quijote a dar su
brazo a torcer, llegan al acuerdo que tal vez no sea yelmo ni bacía, sino
baciyelmo; es decir, un objeto que no pertenece enteramente ni al orden de lo
real ni al orden de lo imaginario. Ese nuevo orden, esa realidad intermedia, a
igual camino del mundo de los sueños que del de la realidad, es el mundo de la
literatura. Darío Villanueva lo recuerda al referirse a la teoría cervantina de
lo peregrino, como clave y fundamento de la novela moderna desde El Quijote.
“Por boca del canónigo toledano”, nos recuerda Villanueva, “Cervantes pedía,
más como lector que como autor, que anduviesen juntas, en las ficciones, la
admiración y la alegría, sin que por ello se dejase de armonizar la maravilla
de las fábulas con el entendimiento de los discretos lectores, para lo que los
novelistas deberían esforzarse en facilitar los imposibles, allanar las
grandezas y suspender los ánimos”.
“Facilitar
los imposibles, allanar las grandezas, suspender los ánimos”, ¿hay mejor
definición de lo que debe ser el arte de novelar? Todos los que nos dedicamos a
escribir ficciones hay momentos en que nos preguntamos por qué dedicamos
nuestro tiempo y nuestras energías a algo que bien mirado no sabemos bien a
quién aprovecha ni si acaso puede ser bueno esto de pasarse la vida en compañía
de seres y hechos que solo existen en nuestra imaginación. Y en este punto Don
Quijote siempre nos echa una mano. Él nos enseña que hay dos tipos de
mentirosos: el que se disfraza para amordazar la verdad y el que lo hace para
seguirla por donde esta quiera llevarle. Los enmascarados de las películas,
libros y tebeos que amábamos de niños pertenecían al segundo tipo. Ellos
fingían ser otros, pero gracias a esa nueva identidad se rebelaban contra la
injusticia, llevaban la alegría a los tristes y ponían freno a los abusos de
los poderosos. Don Quijote, el Caballero de la Palabra, es uno de esos
enmascarados cuyos desatinos tiene el poder de dar alas a la verdad.
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