El
costo ético del arte muy cotizado/Peter Singer, Professor of Bioethics at Princeton University and Laureate Professor at the University of Melbourne, is the author of Animal Liberation, Practical Ethics, One World, The Ethics of What We Eat (with Jim Mason), The Life You Can Save, and the forthcoming The Point of View of the Universe (with Katarzyna de Lazari-Radek). In 2013, he was named the world’s third “most influential contemporary thinker” by the Gottlieb Duttweiler Institute.
Traducido del inglés por Carlos Manzano
Project
Syndicate | 6 de junio de 2014;
El
mes pasado en Nueva York, Christie’s vendió arte contemporáneo y de la
posguerra por valor de 745 millones de dólares, la mayor cantidad jamás
alcanzada en una sola subasta. Entre las obras más cotizadas figuraban pinturas
de Barnett Newman, Francis Bacon, Mark Rothko y Andy Warhol, cada una de las
cuales se vendió por más de 60 millones de dólares. Según el New York Times,
los coleccionistas asiáticos desempeñaron un papel importante en el aumento de
los precios.
No
cabe duda de que algunos compradores consideran sus adquisiciones una
inversión, como los valores bursátiles, la propiedad inmobiliaria o los
lingotes de oro. En ese caso, que el precio que pagaron fuera excesivo o módico
dependerá de lo que el mercado esté dispuesto a pagar por la obra en una fecha
futura.
Pero,
si el beneficio no es el motivo, ¿por qué habría de querer alguien pagar
decenas de millones de dólares por obras como ésas? No son bellas ni demuestran
una gran destreza artística. Ni siquiera son inhabituales dentro de las obras
de esos artistas. Haga el lector una búsqueda de imágenes de Newman” y verá
muchas pinturas con barras verticales de colores, por lo general separadas por
una línea fina. Al parecer, una vez que Newman tenía una idea, le gustaba
realizarla con todas sus variaciones. El mes pasado, alguien compró una de esas
variaciones por 84 millones de dólares. Una imagen pequeña de Marilyn Monroe
obra de Andy Warhol –también hay muchas de ésas– se vendió por 41 millones de
dólares.
Hace
diez años, el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York pagó 45 millones de
dólares por una pequeña Madonna y el niño de Duccio. Posteriormente, en The
Life You Can Save, escribí que había cosas mejores que habrían podido hacer con
su dinero los donantes que financiaron la compra. No he cambiado de opinión al
respecto, pero la ejecución de la Madonna del Metropolitan es hermosa y tiene
700 años de antigüedad. Duccio es una figura importante que trabajó durante un
decisivo período de transición en la historia del arte occidental y pocas de sus
pinturas han sobrevivido. Nada de eso es aplicable a Newman o a Warhol.
Sin
embargo, tal vez la importancia del arte de la posguerra radique en su
capacidad para poner en entredicho nuestras ideas. Jeff Koons, uno de los
artistas cuya obra estuvo en venta en Christie’s, expresó firmemente esa
opinión. En una entrevista de 1987 con un grupo de críticos de arte, Koons se
refirió a la obra vendida el mes pasado llamándola “la obra de ‘Jim Beam’ ”.
Koons había exhibido esa obra –un enorme tren de juguete de acero inoxidable
lleno de bourbon– en una exposición titulada “Lujo y degradación”, que, según el New York Times, era una crítica de
“la superficialidad, el exceso y los peligros del lujo en el presuntuoso
decenio de 1980.”
En
la entrevista, Koons dijo que la obra de Jim Beam “recurría a las metáforas del
lujo para definir la estructura de clases”. Entonces la crítica Helena Kontova
le preguntó cómo se relacionaba su “intención sociopolítica” con la política
del entonces Presidente Ronald Reagan. Koons respondió: “Con el reaganismo, la
movilidad social está desplomándose y, en lugar de una estructura compuesta de
niveles de renta baja, media y alta, nos hemos quedado sólo con la baja y la
alta… Mi obra se opone a esa tendencia”.
¡El
arte como crítica del lujo y del exceso! ¡El arte como oposición al abismo en
aumento entre los ricos y los pobres! Qué noble y valiente resulta eso, pero la
mayor potencia del mercado del arte es su capacidad para cooptar cualquier
exigencia que una obra de arte exprese y convertirla en otro bien de consumo
para los más ricos. Cuando Christie’s sacó a subasta la obra de Koons, se
vendió el tren de juguete lleno de bourbon por 33 millones de dólares.
Si
los artistas, los críticos de arte y los compradores de obras de arte tuvieran
el menor interés en reducir el abismo en aumento entre los ricos y los pobres,
pasarían algún tiempo en países en desarrollo y con artistas indígenas, donde
el gasto de unos miles de dólares en la compra de obras podría significar un
cambio en el bienestar de aldeas enteras.
Nada
de lo que he dicho aquí va encaminado a negar la importancia de la creación
artística. El dibujo, la pintura y la escultura, como el canto y la
interpretación de un instrumento musical, son formas importantes de
autoexpresión y nuestras vidas serían más pobres sin ellos. En todas las
culturas y en toda clase de situaciones, las personas producen arte, aun cuando
no puedan satisfacer sus necesidades físicas básicas.
Pero
no necesitamos compradores de obras artísticas que paguen millones de dólares
para alentar a las personas a hacerlo. En realidad, no sería difícil sostener
que unos precios por las nubes ejercen una influencia corruptora en la
expresión artística.
En
cuanto a la razón por la que los compradores pagan esas sumas extravagantes,
supongo que piensan que poseer obras originales de artistas muy conocidos
realzará su categoría. En ese caso, puede constituir un medio para provocar un
cambio: una nueva definición de la categoría conforme a pautas más éticas.
En
un mundo más ético, gastar decenas de millones de dólares en obras de arte
sería bajar de categoría, no realzarla. Semejante comportamiento haría que la
gente se hiciera esta pregunta: “En un mundo en el que más de seis millones de
niños mueren todos los años por falta de agua potable o de mosquiteras o porque
no han sido inmunizados contra el sarampión, ¿no podrían hacer algo mejor con
su dinero?”
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