El
Rey en los toros: la estética de la política/Juan Andrés Muñoz Arnau, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de La Rioja.
ABC
| 7 de junio de 2014
Los
medios de comunicación han recogido la noticia de la asistencia del Rey a Las
Ventas para presenciar la corrida de la Beneficencia. Mientras el Príncipe
Heredero acudía a Leyre, el Rey se iba a los toros. Las presencias en uno y
otro lugar son maneras distintas de expresar la estética de la política. El Rey
escogió la fiesta. Es normal. De alguna manera su presencia en los toros era
una posibilidad de encontrarse con la adhesión a su persona y con el refrendo
popular de una decisión que, desde el punto de vista jurídico o político,
pudiera presentarse problemática. Frente a las manifestaciones, también
democráticas, de los que en la calle se han manifestado a favor de l a república
, los toros han propiciado una manifestación de apoyo a la Corona.
Frente
a la desorganización y polimorfismo de las manifestaciones callejeras –algunas
veces algaradas–, los toros han proporcionado siempre, sin renunciar a su
espíritu popular, democrático, la perfección de la geometría –el ruedo– y el
imperio de las formas. Todo en la corrida está regulado y todos los veredictos
democráticamente expresados son admisibles. De la bronca al aplauso. De la
unanimidad en el premio a la división de opiniones. Y todo ello espontáneo. Por
otra parte, la decisión de quien preside la corrida no es más que la
constatación empírica de pañuelos que flamean o de gritos que desaprueban,
todos legítimos. Es llamativo que l a decisión presidencial que hace efectivo
el juicio del público se exprese en los toros a través de un medio inofensivo,
un pañuelo –la pura suavidad– que además es blanco. Es todo un símbolo. ¿O no
es acaso el agitar los pañuelos un símbolo de las despedidas? Y las despedidas
¿cómo no hacerlas suaves, ligeras, generosas?
Posiblemente,
antes de que se inventaran en las democracias más arraigadas los «votos
particulares» o disidentes en los tribunales, las adhesiones incondicionales o
los rechazos más sonados a los políticos, todo eso estaba presente ya en el
mundo de los toros. También la existencia misma de los partidos políticos, que
en los toros se manifiesta en la adhesión, muchas veces irracional, a uno u
otro maestro.
Si
el pasado miércoles yo hubiera sido el Rey de España habría pedido que me
prepararan un coche de caballos para recorrer, hasta Palacio, las calles de
Madrid, las mismas que en otro tiempo transitaron al volver de los toros los
Reyes o las Infantas de España. Y al llegar a Palacio, por toda consolación,
hubiera acudido a los libros, escritos todos por españoles: a Séneca, a
Quevedo, a Jorge Manrique, para reflexionar, aunque fuera un momento tan solo,
sobre la caducidad de las cosas, sobre el carácter incierto y precario del
poder, sobre las limitaciones humanas que en ocasiones deberían ser motivo de
arrepentimiento. Y eso, aunque resonaran en los oídos, todavía con fuerza
–cosas vanas–, los aplausos generosos, cumplidos, de una muchedumbre reunida en
una tarde de fiesta: en los toros.
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