Seúl Corea, a 14 de agosto de 2014
Señora
Presidenta,
Excelentísimos
Miembros del Gobierno y Autoridades Civiles, Ilustres miembros del Cuerpo
Diplomático,
Queridos
amigos:
Es
una gran alegría para mí venir a Corea, la “tierra de la mañana tranquila”,
y descubrir no sólo la belleza natural del País, sino sobre todo de su gente
así como su riqueza histórica y cultural. Este legado nacional ha sufrido
durante años la violencia, la persecución y la guerra. Pero, a pesar de estas
pruebas, el calor del día y la oscuridad de la noche siempre han dejado paso a
la tranquilidad de la mañana, es decir, a una esperanza firme de justicia, paz
y unidad. La esperanza es un gran don. No nos podemos desanimar en el empeño
por conseguir estas metas, que son un bien, no sólo para el pueblo coreano,
sino para toda la región y para el mundo entero.
Agradezco
a la Presidenta, Señora Park Geun-hye, su cordial recibimiento. Mi saludo se
dirige a ella y a los distinguidos miembros del Gobierno. Quiero dar las
gracias también a los miembros del Cuerpo Diplomático y a todos los
presentes, que han colaborado activamente en la preparación de mi visita.
Muchas gracias por su acogida, que me ha hecho sentir en casa desde el primer
momento.
Durante esta visita, además,
proclamaré beatos a algunos coreanos que murieron mártires de la fe
cristiana: Pablo Yun Ji-chung y sus 123 compañeros. Estas dos celebraciones se
complementan una a otra. La cultura coreana ha sabido entender muy bien la
dignidad y la sabiduría de los ancianos y reconocer su puesto en la sociedad.
Nosotros, los católicos, honramos a nuestros mayores que sufrieron el martirio
a causa de la fe, porque estuvieron dispuestos a dar su vida por la verdad en
que creían y que guiaba sus vidas. Ellos nos enseñan a vivir totalmente para
Dios y haciendo el bien a los demás.
Un
pueblo grande y sabio no se limita sólo a conservar sus antiguas tradiciones,
sino que valora también a sus jóvenes, intentando transmitirles el legado del
pasado aplicándolo a los retos del presente. Siempre que los jóvenes se
reúnen, como en esta ocasión, es una preciosa oportunidad para escuchar sus
anhelos y preocupaciones. Además, esto nos hace reflexionar sobre el modo
adecuado de transmitir nuestros valores a la siguiente generación y sobre el
tipo de mundo y sociedad que estamos construyendo para ellos. En este sentido,
considero particularmente importante en este momento reflexionar sobre la
necesidad de transmitir a nuestros jóvenes el don de la paz.
Esta
llamada tiene una resonancia especial aquí en Corea, una tierra que ha sufrido
durante tanto tiempo la ausencia de paz. Por mi parte, sólo puedo expresar mi
reconocimiento por los esfuerzos hechos a favor de la reconciliación y la
estabilidad en la península coreana, y animar estos esfuerzos, porque son el
único camino seguro para una paz estable. La búsqueda de la paz por parte de
Corea es una causa que nos preocupa especialmente, porque afecta a la
estabilidad de toda la región y de todo el mundo, cansado de las guerras.
La
búsqueda de la paz representa también un reto para cada uno de nosotros y en
particular para quienes entre ustedes tienen la responsabilidad de defender el
bien común de la familia humana mediante el trabajo paciente de la diplomacia.
Se trata del reto permanente de derribar los muros de la desconfianza y del
odio promoviendo una cultura de reconciliación y de solidaridad. La
diplomacia, como arte de lo posible, está basada en la firme y constante
convicción de que la paz se puede alcanzar mediante la escucha atenta y el
diálogo, más que con recriminaciones recíprocas, críticas inútiles y
demostraciones de fuerza.
La
paz no consiste simplemente en la ausencia de guerra, sino que es “obra de la
justicia” (cf. Is 32,17). Y la justicia, como virtud, requiere la disciplina de
la paciencia; no se trata de olvidar las injusticias del pasado, sino de superarlas
mediante el perdón, la tolerancia y la colaboración. Requiere además la
voluntad de fijar y alcanzar metas ventajosas para todos, poner las bases para
el respeto mutuo, para el entendimiento y la reconciliación. Me gustaría que
todos nosotros podamos dedicarnos en estos días a la construcción de la paz,
a la oración por la paz y a reforzar nuestra determinación de conseguirla.
Queridos
amigos, sus esfuerzos como representantes políticos y ciudadanos están
dirigidos en último término a construir un mundo mejor, más pacífico, más
justo y próspero, para nuestros hijos. La experiencia nos enseña que en un
mundo cada vez más globalizado, nuestra comprensión del bien común, del
progreso y del desarrollo debe ser no sólo de carácter económico sino
también humano. Como la mayor parte de los países desarrollados, Corea
afronta importantes problemas sociales, divisiones políticas, inequidades
económicas y está preocupada por la protección responsable del medio
ambiente. Es importante escuchar la voz de cada miembro de la sociedad y
promover un espíritu de abierta comunicación, de diálogo y cooperación. Es
asimismo importante prestar una atención especial a los pobres, a los más
vulnerables y a los que no tienen voz, no sólo atendiendo a sus necesidades
inmediatas, sino también promoviendo su crecimiento humano y espiritual. Estoy
convencido de que la democracia coreana seguirá fortaleciéndose y que esta
nación se pondrá a la cabeza en la globalización de la solidaridad, tan
necesaria hoy: esa solidaridad que busca el desarrollo integral de todos los
miembros de la familia humana.
En
su segunda visita a Corea, hace ya 25 años, san Juan Pablo II manifestó su
convicción de que «el futuro de Corea dependerá de que haya entre sus gentes
muchos hombres y mujeres sabios, virtuosos y profundamente espirituales» (8
octubre 1989). Haciéndome eco de estas palabras, les aseguro el constante
deseo de la comunidad católica coreana de participar plenamente en la vida del
país. La Iglesia desea contribuir a la educación de los jóvenes, al
crecimiento del espíritu de solidaridad con los pobres y los desfavorecidos y a
la formación de nuevas generaciones de ciudadanos dispuestos a ofrecer la
sabiduría y la visión heredada de sus antepasados y nacida de su fe, para
afrontar las grandes cuestiones políticas y sociales de la nación.
Señora
Presidenta, Señoras y Señores, les agradezco de nuevo su bienvenida y su
acogida.
El Señor los bendiga a ustedes y al querido pueblo coreano. De manera
especial, bendiga a los ancianos y a los jóvenes que, preservando la memoria e
infundiéndonos ánimo, son nuestro tesoro más grande y nuestra esperanza para
el futuro.
Fuente: (Zenit.org)
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