Contradicciones
de la Iglesia*/ENRIQUE
MAZA
La
realidad de la Iglesia Católica sigue siendo de importancia suprema para la
mayoría de los mexicanos, al menos nominalmente. En la verdad de las cosas,
quizá no lo sea para tantos. Socialmente, sin embargo, como fuerza que influye
hondamente todavía en los procesos históricos, culturales y sociales del país,
por los condicionamientos profundos que ha creado y que mantiene, la Iglesia
sigue teniendo importancia. Borrarla prejuiciadamente de la correlación de
fuerzas en este país, sería, por lo menos, ingenuo. De ahí la necesidad de
analizar lo que en ella pasa.
En
las últimas semanas, el Vaticano ha hecho tres afirmaciones de especial
interés. Dos de ellas, a propósito de su negativa a la ordenación de las
mujeres. La otra, en su anuncio del nuevo Código de Derecho Canónico o cuerpo
de leyes centrales de la Iglesia.
Una
de las razones para negar la ordenación femenina fue no sólo que Jesucristo es
hombre, sino que lo sigue siendo. Esta es la primera afirmación importante, al
margen del sinsentido de la razón en lo que se refiere al sacerdocio femenino.
Lo notable de la afirmación vaticana es su contradicción por la doctrina
tradicional de la Iglesia sobre la resurrección, a pesar de los esfuerzos que
hace el documento por evadir el problema en que se mete. No importa ahora lo
que cada quien piense sobre la resurrección misma, ni si está o no de acuerdo
con esa doctrina. Lo que importa es que un documento del Vaticano contradice la
doctrina que la Iglesia tiene como revelada y tradicional, y lo hace en nombre
de la Tradición que dice defender y en la que se apoya.
La
doctrina de la resurrección –no importa en este momento lo que cada quien
piense de ella– expresa la fe en la restauración integral de la persona, a
través de una transformación del cuerpo en algo espiritual, incorruptible,
inmortal, por la que ya no habrá ni hombre ni mujer, ni judío ni griego, ni amo
ni esclavo. Es decir, expresa la fe en la plenitud total de una humanidad
nueva, en la que las diferencias de sexos, de clases, de razas, de religiones o
de lo que sea, serán absolutamente inexistentes. Sin embargo, el documento
vaticano atribuye a la masculinidad resucitada de Jesucristo un papel no sólo
determinante, sino aun discriminante, en contradicción con la doctrina. Lo
importante es esa contradicción doctrinal en el documento.
La
segunda afirmación, en el anuncio del nuevo Código, al menos como nos ha
llegado –aunque no parece haber razón para dudarlo– es que, en la Iglesia, “no
hay lugar para una objeción de conciencia fuera de la obediencia”. Aparte del
hecho de que la objeción de conciencia es siempre fuera y en contra de la
obediencia, la doctrina de la Iglesia, en un documento del Concilio Vaticano
II, firmado por Paulo VI, dice así: “Todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de
cualquier potestad humana, y esto de tal manera que en materia religiosa ni se
obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme
a ella”. Aquí, el Papa afirma la primacía de la conciencia sobre “cualquier
potestad humana” y, por tanto, de la objeción de conciencia, y en su nuevo
discurso la niega. Otra vez, la contradicción doctrinal.
La
tercera afirmación del Vaticano es aún más seria en el documento de la ordenación
femenina, aunque su bien cuidada fraseología quiere evitar el problema otra
vez. Por más que se le den vueltas a la frase, lo que viene a decir, en
resumen, es esto: Las estructuras de la Iglesia son de origen sobrenatural y,
por tanto, las ciencias humanas poco o nada tienen que aportar a su realidad de
fe. Esta afirmación no parece concordar con la sacramentalidad de la Iglesia.
Otra vez independientemente de lo que cada uno piense sobre ella, la doctrina
oficial tradicional afirma que la Iglesia es sacramento de lo sobrenatural.
Sacramento
es un signo visible, tangible, natural, material, histórico, social, cultural.
De ahí que las estructuras de la Iglesia –como es históricamente constatable–
sean, por necesidad estricta de existencia, materiales. Pero al afirmar que las
estructuras son sobrenaturales, se niega que la Iglesia sea sacramento de lo
sobrenatural, signo visible de lo sobrenatural, para convertir a la Iglesia y a
sus estructuras materiales en lo sobrenatural. Se contradice una doctrina con
la otra. La Iglesia no es signo, símbolo, de lo sobrenatural, sino que la
Iglesia es lo sobrenatural. Por tercera vez, la contradicción doctrinal.
Lo
sobrenatural es lo no tangible, lo no constatable, lo no evaluable. Hacer de
las estructuras sociales de la Iglesia lo no constatable, lo que se hace, en
realidad, es sustraer esas estructuras a todo juicio y evaluación humanas. No
pueden caer bajo lo bueno y lo malo. No se podrá decir si la estructura
episcopal o las relaciones de poder y autoridad dentro de la Iglesia funcionan
o no, funcionan bien o funcionan mal.
Están
fuera de lo evaluable. Así, la autoridad puede funcionar como quiera, fuera de
todo juicio humano, de toda crítica, de toda oposición, más allá del bien y del
mal. Las ciencias humanas no pueden decir nada, la objeción de conciencia no
vale. Las inferencias de todo esto pueden llegar a lo ridículo, ya que la
autoridad de la Iglesia, por ser estructura social, es sobrenatural; por ser
sobrenatural, no es símbolo de la autoridad de Dios, sino que es la autoridad
misma de Dios; y, por ser autoridad de Dios –ya que, según la filosofía de la
Iglesia, los atributos de Dios son idénticos a su esencia– es Dios mismo. La
autoridad de la Iglesia es Dios. Dios es la autoridad de la Iglesia.
Pero
sabemos que la fundación de la Iglesia establece criterios perfectamente
materiales, sensibles, constatables de evaluación histórica. Ama a tu hermano,
lava los pies a tu hermano, muere por tu hermano, establece la justicia, todos
los hombres son iguales en la fraternidad, mandar es servir, vende lo que
tienes y dalo a los pobres. Estos son los criterios de evaluación –establecidos
por el fundador mismo– para la actuación histórica de la Iglesia y para el
funcionamiento de sus estructuras sociales, nacidas históricamente del
crecimiento de la Iglesia como fenómeno masivo, y no de orígenes
sobrenaturales. Y, con estos criterios, la Iglesia sabe que tiene perdida la
batalla. No le queda sino sustraerse al juicio humano, declarándose intocable,
sobrenatural, en vez de signo de lo sobrenatural.
En
Medellín, la Iglesia latinoamericana quiso dar un paso significativo hacia el
verdadero espíritu de su fundación. Hoy da marcha atrás, significativa,
importantemente, y no lo hace siquiera con elegancia. En lo que todo esto
repercute, por necesidad, es un desprestigio de la autoridad, que no es ya
causa de un cisma, es causa de una desintegración, tanto de su membresía como
de sus estructuras mismas, que hoy se le esfuman en las manos. La única
solución que ve e impone es un reforzamiento, cada vez más sacralizado, de la
autoridad, y del autoritarismo, con lo que está entrando –o se está entrampando
más– en un círculo vicioso, del que no podrá salir si no es a través de un
cambio radical de esas estructuras que hoy defiende. La situación actual de
crisis en la Iglesia es dramática, pero es crisis de estructuras, y sólo
tocando las estructuras podrá haber solución.
Tan
dramática es la crisis, tan desesperada la situación de los que quieren que
todo permanezca igual –quién sabe por qué intereses–, tan patética su falta de
conexión con la realidad, que se tiene que recurrir a este tipo de documentos
para tratar de mantener las cosas. La ola crítica que despertó el documento es
la respuesta de la realidad. Uno podrá estar en desacuerdo con la crítica, pero
no puede negar los hechos. Y los hechos son de pensarse.
*Artículo
publicado en la edición 16 de Proceso (21/02/1977)
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