Cisnes
de verdad y de mentira/Sergio Ramírez es escritor.
El
País |27 de diciembre de 2015..
En
la poesía de Rubén Darío hay dos mundos que se distancian, aunque aparezcan no
pocas veces juntos en la forma: uno insondable, de misterios siempre por
descifrar, donde la correspondencia de los significados se vuelve infinita: la
sinestesia, ese juego verbal profundo donde el sol es sonoro y los sonidos son
áureos; la búsqueda constante de lo diverso, que es la clave de la unidad de
los significados pitagóricos, los números como signos del universo “que nos
dicen al Dios que no se nombra”.
De
allí su fascinación por la mitología, cuyos personajes híbridos, más allá de
poblar su imaginería verbal, entran en sus poemas como criaturas apasionadas,
contradictorias y feroces. La pasión es la causa de su deformidad, o de su
anormalidad, y más que una envoltura carnal tienen una presencia espiritual, la
única capaz de ser testigo o partícipe de la epifanía. Y los saca del friso de
mármol para expresar a través de ellos sus propias incertidumbres
existenciales, como en El coloquio de los centauros.
El
otro de sus dos mundos es musical, fácil al oído y a la memoria, bendecido por
la rima. Como bien dice Stendhal, la memoria necesita de la rima. Y como son
poemas que cuentan historias, los aprendimos a recitar en nuestra infancia: La
sonatina, Los motivos del lobo. Es una poesía que viste ropas brillantes, igual
que el rey de Margarita.
Esos
brillantes ropajes son verbales, y provienen de la literatura francesa del
siglo XIX. La innovación consistió en darle una nueva música, atrevida, briosa
y resonante al idioma y, por tanto, una nueva estructura verbal. “El modernismo
fue una escuela poética; también fue una escuela de baile, un campo de
entrenamiento físico, un circo y una mascarada”, como señala Octavio Paz.
Pero
el músico ya estaba desde antes en Rubén, dueño de un espléndido oído, hasta
que, como los verdaderos músicos, dio con su propia clave creadora. Supo
escuchar las novedades del verso simbolista francés, pero también las cadencias
de la poesía popular, desde los himnos religiosos de su infancia a los
endecasílabos olvidados de la gaita gallega. Fue una aventura verbal, y la
entrada en territorios antes proscritos.
Un
músico de nacimiento, que no en balde cargaba con su piano Pleyel, huésped
forzado, con no poca frecuencia, de las casas de empeño, y que terminó
vendiendo cuando, nombrado embajador de Nicaragua ante la Corte de Madrid en
1907, no pudo sostener la legación en la calle de Serrano, porque su Gobierno
le atrasaba los sueldos, o no se los pagaba.
En
su novela autobiográfica El oro de Mallorca se disfraza de un compositor
latinoamericano, Benjamín Itaspes, “un temperamento erótico atizado por la más
exuberante de las imaginaciones, y su sensibilidad mórbida de artista, su
pasión musical, que le exacerbaba y le poseía como un divino demonio
interior…”.
Esa
poesía fue una puesta en escena cuyas bambalinas y decorados se come de manera
implacable la polilla, y lo mismo sus numerosos figurantes: faunos, ninfas,
centauros, cisnes y pavorreales, hadas madrinas y princesas encantadas: “Veréis
en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o
imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó
nacer…”, dice.
Semejante
parafernalia identificó al modernismo, decorados, efectos de color, novedades
que se acercaban peligrosamente a la cursilería, y aún podemos asomarnos con
curiosidad a ese museo de cera. Pero sin aquel ejercicio lúdico nunca habría
existido la ruptura que trajo la modernidad que desentumió a la lengua
española. Algunos de quienes lo acompañaron en aquella aventura colorida
perecieron junto con ese modernismo decorativo, porque se atuvieron a las
calidades exteriores y no a la esencia verdaderamente moderna que había dentro
de la envoltura modernista, donde se hallan los temas que han alimentado
siempre a la literatura, nacidos de la exploración sin subterfugios de la
condición humana, empezando por el amor y la muerte, esa dualidad tan
perturbadora para Rubén: Eros y Thanatos. El primero de sus dos mundos.
El
cisne que conduce la barca de Lohengrin es un cisne de utilería, pero los de
Rubén, además de su simbólica majestad erótica, su cuello entre los muslos de
Leda, con ese mismo cuello no dejan de abrir interrogantes acerca del sentido
de la vida. Y en el poema Los cisnes de Cantos de vida y esperanza, se dejan
interrogar por el poeta en tiempos de incertidumbre:
¿Seremos
entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos
millones de hombres hablaremos inglés?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario