Los
enigmas del mal//ENRIQUE
MAZA
REVISTA PROCESO 2043, 26 de diciembre de 2015.
A
fuer de citarlas, las parábolas dan vida a historias verídicas. La Biblia está
llena de ellas y traspasan la historia misma para perderse en la teodicea,
donde a las bondades del Creador se suman los enigmas, en particular el del
mal, con su génesis y sus manifestaciones. Don Enrique Maza incursionó en ese
delicado tema de los mitos fundacionales en su libro El diablo. Orígenes de un
mito, Océano, 1999, del cual Proceso ofrece un fragmento a sus lectores.
1
El diablo
Cuenta
el Evangelio de Marcos que Jesús fue a la sinagoga de Cafarnaún y se puso a
enseñar. Estaba ahí un hombre poseído por un espíritu impuro, que se puso a
gritar:
–¿Quién
te mete a ti en esto, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres
tú: el consagrado por Dios.
Jesús
le respondió:
–Cállate
la boca y sal de este hombre.
El
espíritu inmundo se retorció y salió del hombre dando de alaridos.
Las
parábolas bíblicas son relatos inventados y, sin embargo, son verdaderos. Nunca
han sucedido y, sin embargo, suceden todos los días. La parábola del hijo
prodigo nunca sucedió, pero pasa con frecuencia en la vida real que un hijo
descarriado vuelva al amor de su padre. Las parábolas no refieren hechos
históricos, pero cuentan historias verdaderas.
El
género parabólico es muy común en la Biblia. Los escritores bíblicos no tenían
mentalidad de historiadores modernos occidentales. Eran hombres de una época
primitiva –sabios y profundos– y eran orientales. Muchos vivieron siglos antes
de Cristo. Se alejan de nosotros de 20 a 30 siglos posiblemente. Su estilo no
era histórico. Aun los libros llamados históricos, en los que narra la Biblia
la historia –o historias– de Israel, como los libros de Josué, de Samuel, de
los Reyes, de las Crónicas, de Esdras y Nehemías, de los Macabeos, no se fijan
tanto en la historia, ni le dan importancia en sí, destacan más bien los
fundamentos de la identidad del pueblo de Israel y cómo se ha mantenido o
recuperado o confirmado; destacan la teología de la historia, es decir, las
relaciones de Dios con Israel y de Israel con Dios, las vueltas y revueltas de
esas relaciones, el amor gratuito de Dios a los hombres, la historia de la
fidelidad de Dios y de la infidelidad humana, la historia de la salvación.
La
misma historia le sirve a la Biblia como trampolín para una reflexión sobre el
mal y el pecado, sobre el sufrimiento y la muerte, sobre el misterio de Dios y
del hombre, sobre la condición humana y sobre el sentido del hombre en el
mundo. Por eso, su estilo es fundamentalmente sapiencial, y se expresa en
poesías, en proverbios, en reflexiones de sabiduría, en confrontaciones
proféticas o en narraciones acomodadas a sus fines didácticos, más o menos
fundamentadas en la realidad. Así son los libros de Job, de Judit, de Esther,
de Ruth, de Tobías. No narran hechos históricos, sino historias verdaderas que
enseñan una lección y que hacen reflexionar.
Así
es el relato de la creación y del pecado humano en el libro del Génesis. Las
cosas no pasaron así. Nunca hubo un paraíso terrenal, nunca existió un estado
de inocencia y de dicha imperturbable, nunca hubo una vida sin sufrimiento,
nunca habló una serpiente ni les ofreció a los hombres una manzana. Pero es un
relato verdadero. Adán y Eva no son personajes históricos, sino simplemente el
hombre –en su doble expresión de varón y mujer–, el que simboliza a todos los
seres humanos. El hombre tal como es, tal como siempre ha sido y como siempre
será. Es el hombre débil que se enfrenta al mal en que está y que lo rodea, y
al mal que hace.
La
alegoría trata de lo penoso y de lo caduco de la vida humana, de la angustia de
la muerte y de la libertad y de cómo se han enfrentado los diversos hombres a
esa angustia, para resolverla o para agudizarla. El relato sólo nos quiere
enseñar que Dios creó al hombre libre y que es el hombre el que tiene que
decidir si quiere hacer el bien o el mal, ser fiel a Dios o separarse de él. El
hombre efímero y el hombre libre, con su angustia de muerte y con su angustia
de mal.
El
Génesis también es un relato fundacional, es decir, cuenta los orígenes y la
fundación de Israel. Aquí me refiero sólo a uno de sus aspectos humanos. Dios
ordena a Abraham que le sacrifique a su hijo en el que le había prometido una
gran descendencia que, finalmente, sería el pueblo de Israel. Abraham, a pesar
de la contradicción entre la promesa y el mandato, obedece, prepara la leña
para el sacrificio y se dispone a matar a su hijo, cuando un ángel se le
aparece y le detiene la mano que ya se levanta con el cuchillo sobre la cabeza
de Isaac. No es un hecho histórico, nunca pasó, pero es una historia verdadera,
porque refleja una situación en la que muchos hombres, sobre todo los
creyentes, frecuentemente se encuentran o se pueden encontrar. Es decir, esa
situación en la que uno no sabe si creerle a Dios o no creerle, si fiarse de él
o no fiarse de él y hasta dónde fiarse de él, porque se muestra contradictorio,
cruel, ininteligible, o el hombre le atribuye la crueldad y la contradicción,
porque le resulta un enigma incomprensible. Esa situación humana es real ante
Dios. Y la Biblia quiere enseñar, con la alegoría de Abraham, hasta dónde hay
que fiarse de Dios. Lo mismo pasa –otro ejemplo– con las 10 plagas de Egipto,
antes de que los israelitas escaparan de la esclavitud. Las 10 plagas no son
hechos históricos, no pasaron. Pero son una historia verdadera, la historia de
las dificultades que pueblos y hombres encuentran para conseguir su liberación.
La enseñanza es: cuesta mucho trabajo a pueblos y a hombres conquistar su
libertad contra los opresores.
El
hombre ha tratado de solucionar de muchas maneras el enigma del mal, como ha
tratado de darle forma al mundo invisible que escapa a su comprensión y a su
inteligencia. Finalmente, nuestra percepción imaginativa de lo que es invisible
se relaciona con el modo como respondemos a la gente que nos rodea, a las
relaciones humanas, a los acontecimientos de la historia y del mundo, a la
naturaleza, a las influencias culturales, a las concepciones religiosas, a las
realidades y a los misterioso que nos atormentan, a las contradicciones que no
podemos resolver, como la contradicción hiriente y misteriosa entre el bien y
el mal, y como el origen mismo del mal. Todo esto humano es lo que aplicamos y
es la forma que damos a Dios y todo el mundo invisible o sobrenatural que no
comprendemos.
Unos
quisieron y quieren atribuir a Dios el origen del mal, y se separan de él,
porque lo vuelven malvado al hacerlo el autor del mal. Otros no se atreven a
tanto y buscan a otros seres que hagan el mal, para no atribuírselo a Dios,
sean dioses intermedios, inferiores, llamados demiurgos o de cualquier otro
modo, que originan el mal, o sean seres espirituales, demonios, Ángeles caídos,
que inspiran, sugieren y aun hacen el mal en los hombres y a los hombres.
Nadie
conoce a Dios en este mundo. La realidad es que no sabemos nada de Dios. Para
nosotros es siempre el gran silencio y el gran misterio de la vida humana, el
incomprensible, el inalcanzable. Simplemente no está a nuestro alcance
intelectual y cognoscitivo. Pero el hombre intenta, a veces en maravillosas
excursiones intelectuales, penetrar ese misterio y decir algo de Dios. La
filosofía, la teología, las ciencias de las religiones lo intentan. Todos los
pueblos del mundo y de la historia tienen su palabra sobre Dios. También los
ateos la tienen, porque finalmente son ateos de lo que no conocen.
Muchos
estamos convencidos y decimos que Dios no puede crear a otro dios. Bastaría que
fuera creado para que no fuera Dios. Dios es el increado, el que siempre ha
existido y nunca empezó a existir; el que siempre existirá y nunca dejará de
existir. Un dios creado, empezaría a existir en el momento que lo crearan. Ya
no sería Dios, sino un absurdo, y Dios no hace ni puede hacer absurdos.
Por
tanto, Dios sólo puede crear a seres limitados que, en su misma limitación y
por su misma limitación, llevan en sí la imperfección, el vacío, la añoranza de
lo que carecen, la necesidad de escoger sólo entre cosas que nunca llenan.
Dios
creó al hombre y le dio el don de la vida por amor, pero tuvo que hacerlo
necesariamente limitado, imperfecto, semilleno, semivacío, libre ante sus
opciones, porque no quería que fuera un robot incapaz de hacer sino aquello
para lo que está programado. Dios no quiso hacer computadoras, quiso hacer seres
humanos libres, dotados de inteligencia, de amor, de voluntad, de libertad, de
imaginación, de creatividad, de decisión ante los caminos que les ofrece la
vida.
El
hombre se encuentra siempre frente a una elección que decidirá su destino. Es
el drama del paraíso. Dios les promete a los hombres una vida que no les
pertenece por naturaleza. Quiere darles, para llevar el amor a sus
consecuencias últimas, el don gratuito de una vida perfecta, sin vacío, sin
añoranza, sin sufrimiento, sin limitación. Pero, dado que los hizo libres y que
respeta su libertad, les dará ese don si lo merecen y si lo ganan, tiene pleno
derecho de hacerlo así.
Dios
le hace saber al hombre la razón por la cual lo creó, la razón de su vida y los
caminos por los que debe andar, para que se cumpla el fin que tuvo al crearlo.
Como ser inteligente que es, Dios no crea al azar, sino por un fin y con un
objetivo. Como crea por amor, su fin es el amor y la felicidad, pero quiere que
el hombre se gane esa felicidad y merezca ese amor, y le marca el camino, para
que lo siga o no, porque no le dio una libertad ilusoria, sino real, verdadera,
que le respeta en serio.
El
hombre puede y debe decidir seguir ese camino o no seguirlo. Es la decisión
entre el bien y el mal.
Ahí
están, en el interior del hombre, la raíz y el origen del mal. El mal se
origina en la decisión del hombre, nace dentro del hombre, proviene de su
entraña y de su libertad. Cuando el hombre no quiere hacerse responsable del
mal que hace y del mal que causa, empieza a inventar otros responsables, para
no tener que mirarse en el espejo de sí mismo. En la inmediatez, hace
responsables a sus padres que no lo educaron bien, que le causaron traumas, que
fueron de este modo o del otro modo; o culpa a sus maestros, a las malas
influencias, a las malas compañías. Siempre a otros, quienesquiera que sean.
Pero no puede quedarse en la inmediatez. El mal debe tener un origen
definitivo, total.
Primero
Dios. El hombre quiere achacarle a Dios la autoría del mal que él mismo hace.
Pero eso resulta absurdo, contradictorio, una solución que no soluciona, sino
que empeora y complica más el asunto y hace de Dios un monstruo, a imagen de
las pesadillas del hombre. O borra a Dios del horizonte. El razonamiento dice
así: si Dios existe, Dios es bueno; si Dios es bueno, Dios no puede permitir el
mal en el mundo; es así que el mundo está lleno de mal, luego Dios no es bueno;
es así que Dios no es bueno, luego Dios no existe. En síntesis, si el mal
existe, Dios no existe. Si Dios no existe, no importa hacer el mal y no tiene
caso hacer el bien. Buenos y malos –si es que hay buenos y malos, si es que hay
bien y mal –acaban igual, en la muerte y en la nada. Igual que los perros y las
babosas y las cucarachas. La sinrazón es total. El mundo y la vida pierden el
sentido. Estaríamos vacíos, instalados en el vacío, destinados al vacío.
Ante
la insensatez de hacer a Dios el origen del mal, pero terco en no asumir su
propia responsabilidad por el mal que hace, el hombre decide atribuírselo a
dioses inferiores, a seres intermedios, a mensajeros de Dios o a seres
superiores caídos. Y empiezan la angelología y la demonología a desarrollar un
teatro fantasmagórico para darle forma al mal y para explicar el drama interno
del hombre entre el bien y el mal, entre la limitación y el ansia de infinito,
entre el sufrimiento y la felicidad, entre la libertad y la obligación, entre
la vida y la muerte.
Son
las dos opciones fundamentales que definen al hombre y su mundo de relaciones
humanas: amor y desamor. Unos optan por el amor, otros optan por el desamor en
sus diferentes formas. El drama está ahí y el hombre busca a los demonios para
echarles la culpa y hacerlos el origen de su mal. Quiere su libertad y la
reclama, pero no quiere responder por ella ni enfrentar sus consecuencias.
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