La
Razón |25 de marzo de 2016
El
pasado viernes 18 de marzo Bélgica se las prometía muy felices con la detención
del yihadista Salah Abde-slam, de 26 años, considerado como uno de los cerebros
de los atentados en París del pasado 13 de noviembre que costaron la vida a 130
personas. La operación se produjo en la multiétnica Bruselas, en el barrio de
Molenbeek, próximo a la Grand Place, a la Estación Central y a la zona
designada como europea, donde residen las organizaciones principales de la UE y
que alberga un considerable número de población musulmana. Su dilatada y
criticada captura no se planteó como un triunfo de los belgas, sino como el fin
de una pesadilla europea.
Para
su detención, como para la lucha antiterrorista, los estados utilizan servicios
de Inteligencia -los secretos mejor guardados- siempre con reservas nacionales,
porque la Unión no constituye una auténtica piña, sino que en ella conviven los
poderosos e intransferibles intereses de cada uno de los países. Pero el martes
22, los atentados producidos en el aeropuerto Zavatem de Bruselas y en la
estación de metro de Maelbeek, próxima a las organizaciones europeas de la
ciudad, vino a poner las cosas en su sitio. El peligro de ISIS es mucho más
real, simple y efectivo que la compleja unidad de los países europeos. Los
terroristas actuaron en el corazón mismo de la democracia a la que el Estado
Islámico ha declarado una lucha sin tregua sirviéndose de la población
musulmana residente (una minoría de individuos fanatizados y no integrados en
el país, pese a que constituyen una segunda y hasta una tercera generación).
Por
otro lado, sabe convencer a unos miles de europeos (incluyendo rusos y belgas)
para que participen en una guerra sobre el terreno que controlan en Siria e
Irak, un territorio que soporta bombardeos de Francia, Egipto o EE UU, entre
otros países. Pero el mayor número de víctimas del terrorismo yihadista sigue
siendo musulmán. No es de extrañar, aunque resulte poco justificable, que la
representante europea de Asuntos Exteriores, Federica Mogherini, llorara al dar
la noticia en Jordania de unos atentados que no iban dirigidos solo contra
Bélgica, sino contra los principios que nos identifican como europeos y que
vamos abandonando. Los principales partidos políticos españoles reaccionaron
con unanimidad, pero el presidente en funciones no creyó oportuno modificar sus
actividades ya programadas y el resto de formaciones siguieron desgranando la
margarita de posibles acuerdos para formar gobierno, en el limbo posterior a
las vacaciones o a las elecciones de junio. No cabe duda de que, como ya nos
advirtiera Fraga Iribarne, España es diferente. Hemos sufrido ya ataques de
ISIS, nos mantenemos en una alerta cuatro, sobre cinco, y practicamos a lo
largo de este año un buen número de detenciones preventivas. La Policía, los
servicios de Inteligencia y los jueces resultan eficaces, aunque los ojos del
terrorismo islámico rememoren todavía el Al Andalus y hasta las lágrimas de
Boabdil. Esta Europa, en la que dominan los mercaderes, se ha cerrado sobre sí
misma regresando a las fronteras. Francia, tras los atentados de París, de los
que los belgas deben entenderse como simple prolongación inacabada, califica la
lucha antiterrorista de guerra, pero en ella el enemigo se alberga en casa.
Hemos podido contemplar con repugnancia las escenas en las que los migrantes
han soportado frente a las alambradas, tras el cierre de la frontera macedonia,
unas pésimas circunstancias climáticas.
Tras
los atentados de Bruselas, quienes intentaban superar la frontera proclamaban
que ellos también se encontraban allí huyendo del mismo terror que invadió las
calles de Bruselas. Pero para evitar que se incrementaran tales migraciones los
líderes europeos, al límite y hasta contraviniendo cláusulas internacionales de
acogida, acordaron traspasar su responsabilidades a Turquía, entendido como
país seguro. Tan sólo Alemania ha recibido alrededor de un millón de
refugiados, pero Angela Merkel observó con sensatez que era una oportunidad
para equilibrar una población que tiende al envejecimiento. Al acoger a los
refugiados, preferentemente sirios, pretendía inyectar juventud a un mercado laboral
envejecido. Sirvió para incrementar los votos ultraderechistas y perder
popularidad. Poco tiene que ver el terrorismo con la migración, porque los
terroristas proceden de un ahora rabioso, de una integración plena de
dificultades e interrogantes que convendría revisar. Con el nuevo tratado con
Turquía, por cada migrante irregular que ésta acepte de vuelta, la UE admitirá
a un sirio que se encuentre allí. El tratado resulta tan complejo como lleno de
dificultades. Europa, por otra parte, se ha acostumbrado ya a no cumplir lo
acordado: de aquellos 160.000 refugiados que los países, tras arduas
negociaciones, se comprometieron a acoger, tan sólo 1.000 han sido aceptados.
El origen de migrantes y terrorismo se halla en territorios en conflicto,
bárbaras guerras civiles y religiosas, que contribuimos a desatar y que no nos
atrevemos o sabemos detener. Quizá convenga a algunos, de momento, mantener
estos focos de inestabilidad donde se mezclan facciones encontradas del islam e
intereses económicos y geopo-líticos. Pero del pecado nace la penitencia en
forma de un terrorismo peculiar, como todos, de muy difícil control. EE UU con
las guerras de castigo en Irak y Afganistán y Europa, con las ficticias
primaveras árabes, destaparon el nido de víboras. Descreídos, los europeos
atravesamos el Vía Crucis: queda la esperanza de la Resurrección (unidad,
dignidad, solidaridad, generosidad y comprensión de la inevitable convivencia).
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