Y
después de Obama, ¿qué?/Ernesto Hernández Busto es ensayista cubano.
El
Español | 24 de marzo de 2016.
Las
expectativas por una visita que ha sido calificada de “histórica” antes incluso
de que tuviera lugar obligan a interpretar el ceremonial de manera simbólica:
Raúl Castro no fue a recibir a Obama y su familia al aeropuerto, pero se le vio
contento y relajado cuando acudió a despedirlos.
Ha
pasado ya la prueba más difícil –esa amenaza tan bien captada en una foto de
Reuters donde se ve el Air Force One contra un cielo nublado a punto de aterrizar
en La Habana- y queda ahora la sensación de resaca tras los tres días de una
visita en la que el presidente norteamericano intentó (no siempre con éxito
pero tampoco sin ganancias parciales) traspasar las fronteras de una realidad
editada e inevitablemente deformada por 57 años de propaganda oficial
antinorteamericana.
Es
evidente que, a estas alturas de su mandato, Obama quiere dejar una huella
histórica en su cuestionada política exterior. Cuba ha sido la oportunidad
perfecta, y sus asesores, en especial el omnipresente Ben Rhodes, no paran de
repetir aquello que el presidente quiere escuchar: que la nueva doctrina podrá
conjurar el fracaso de cinco décadas de políticas agresivas y fallidas. Para
llegar a esta conclusión, han tenido que adelantarse al futuro, pero también
que ejercer como hábiles traductores, no sólo de las intenciones de EEUU sino,
a veces, de las impresentables doctrinas de sus anfitriones sobre temas como
democracia, derechos humanos y “soberanía”.
A
diferencia de otros visitantes complicados, como los papas Juan Pablo II y
Francisco, o el ex presidente James Carter, que tuvieron pocas oportunidades de
cuestionar el discurso oficial ante una audiencia amplia, Obama desplegó una
agenda muy bien diseñada, con la intención de conectar directamente con el
pueblo cubano. No programó un encuentro con Fidel Castro, que habría sido un
espaldarazo simbólico al castrismo y una ofensa para el exilio cubano. Dejó
claro que se reuniría con los disidentes. Pidió que su discurso oficial fuera
televisado en vivo para toda la isla. Su participación en el programa
humorístico más visto de la TV cubana, y sus múltiples guiños lingüísticos -no
siempre felices- en el argot local apuntaban al cubano de a pie.
Por
los testimonios independientes que pudimos ver, no hay dudas de que el
presidente correspondió a la curiosidad de los cubanos y logró ganarse sus
simpatías. En su paseo bajo la lluvia por la Habana Vieja o la comida en una
paladar elegante, el recibimiento y la obamanía de los habaneros logró desbordar
por momentos el acartonado protocolo oficial y los cordones sanitarios de la
propaganda oficial, que había advertido contra un exceso de efusividad.
Horas
antes de su visita, el Gobierno de Raúl Castro había dejado claro que seguiría
reprimiendo: por 45º domingo consecutivo, las Damas de Blanco y los activistas
del Foro por los Derechos y Libertades fueron detenidos con violencia; también
esta vez se repitió la rutina de la represión y la vigilancia (golpes, progroms
de dudosos simpatizantes espontáneos coreando consignas progubernamentales e
insultando a los disidentes, teléfonos móviles desconectados por la única
compañía telefónica del gobierno, medios censurados, gente detenida al salir de
su casa, periodistas independientes amenazados, traslados a las estaciones de
policía y liberación pocas horas después, etcétera).
Cuando
el avión presidencial tocó la pista del Aeropuerto Internacional José Martí, y
@POTUS envió un tuit que decía “Que bolá, Cuba” ya las agencias de noticias
mostraban imágenes de una aparatosa represión contra un puñado de cubanos que
insisten valerosamente en hablarle a una
nación de sordos.
Al
mismo tiempo, un grupo de compañías (cruceros Carnival, AirB&B, ahora con
permiso para abrir su base de datos cubana al público europeo, Western Union,
Booking, la cadena de hoteles Starwood…) se apresuraban a anunciar sus nuevos
planes de negocio en la isla. ¿Podrán estas inversiones -vinculadas sobre todo
al creciente turismo y obligadas aún a negociar a través de intermediarios
estatales o a pactar con las poderosas compañías militares que controlan la
industria turística- mejorar la vida del cubano común y corriente? Es posible.
¿Acabarán por “empoderar”, -como no se cansan de repetir el presidente Obama y
sus asesores- a la sociedad civil cubana en su conjunto? Es más que dudoso.
Tras
la surrealista coreografía que tanto ha impactado a los corresponsales
extranjeros (esa foto oficial de la delegación norteamericana en la Plaza de la
Revolución, con un gigantesco Che Guevara como telón de fondo, cuestiona cinco
décadas de Guerra Fría), Obama dejó escrito en el libro de visitantes al
Monumento José Martí la siguiente frase. “Su pasión por las libertades civiles,
por la libertad y la autodeterminación vive todavía hoy en el pueblo cubano”.
Bonito,
pero falso. Tras cinco décadas de propaganda y promesas incumplidas, hoy la
inmensa mayoría de los cubanos, sobre todos las nuevas generaciones, está
atrapada entre el apoliticismo, el miedo, la lucha por la supervivencia y el
deseo de emigrar. Una reciente columna de un periodista cubano, publicada en
una recién inaugurada web de periodismo independiente, explica en detalle la
manera minuciosa en que el Estado castrista ha terminado por alejar de la
nación cubana todos esos ideales martianos que Obama cita y elogia.
No
hubo mejor escenario de estas contradicciones que la improvisada conferencia de
prensa en que un locuaz Obama y un nervioso y antipático Raúl Castro se
enfrentaron a la prensa extranjera. La conferencia había sido cancelada, pero
Obama, al parecer, consiguió convencer a su anfitrión de que salieran juntos a
responder “una o dos cuestiones”. Algunos opinan que fue una trampa. Pero
hubiera sido raro para el protocolo que no salieran ambos a calmar las
expectativas de los corresponsales locales (los adocenados periodistas
oficiales cubanos) y extranjeros.
El
espectáculo que siguió, y que toda Cuba pudo seguir por televisión, fue uno de
los grandes momentos de esta visita. La habitual torpeza de Raúl Castro ante la
prensa no complaciente demostró a propios y ajenos lo lejos que está Cuba de
tener como presidente a un verdadero estadista, y los años luz que la separan
de un gobierno realmente democrático. El ridículo de ver a un enfurecido Raúl
Castro negar la existencia de presos políticos en la isla (con los mismos
argumentos que Videla negaba la existencia de “desaparecidos” en la Argentina
de 1979) fue una experiencia didáctica y no por divertida menos preocupante.
Como
comentaba alguien en Twitter, lo que evidencia una dictadura no es sólo que
haya presos políticos, o que el general presidente dispense un trato
intimidatorio a los periodistas que no le hacen la corte, sino que pida
públicamente que le den los nombres para “liberarlos ya”. Sobre la lista, el
campeón de ajedrez Kasparov hizo un chiste memorable (también en Twitter):
“¿Lista? ¡El país completo es un prisionero político!”.
Tras
un saludable e interesante encuentro con jóvenes cuentapropistas (algunos
reales, otros viejos cuadros del régimen reciclados como empresarios), Obama
tuvo su otro gran momento cubano: un discurso en el Gran Tetro de La Habana
donde defendió las virtudes de la democracia norteamericana y alabó al exilio
cubano.
Lejos
de los grandes momentos de John F. Kennedy (“Ich bin ein Berliner“) o de Ronald
Reagan en Berlín (“Mr. Gorbachev, tear down this Wall!”) su estilo conciliador
dejó claro, sin embargo, que el gobierno cubano “no debe temer a EEUU ni a las
voces diferentes del pueblo”.
Sin
embargo, detrás de esta retórica soft power y la confianza en que el turismo
creciente y la nueva dinámica económica lograrán facilitar una transición
política, hay un problema conceptual: esa política ahora criticada tenía una
razón de ser (expropiaciones, fusilamientos, financiación de guerrillas a
través de todo el continente, presos políticos, campos de concentración/trabajo
forzado, discriminación violenta contra homosexuales y disidentes, y un
larguísimo etcétera que por desgracia, como recordaba el académico Pablo de
Cuba, no ha perdido la menor actualidad).
De
ahí que los escasísimos aplausos que se oyeron en el Gran Teatro de La Habana
luego de un discurso más que civilizado, que jugó muy bien con las referencias
culturales que unen a las dos naciones y tocó de forma incisiva el tema del
futuro de los jóvenes cubanos, sean la mejor respuesta a quienes dicen que
valió la pena hacer concesiones a una dictadura o a quienes ya han calificado
de épica y trascendental esta incursión en territorio comanche.
El
equipo de Tampa derrotó a los cubanos en el partido amistoso de béisbol. Se
fueron Obama y su sonrisa, y todo en la isla volvió a la gris normalidad.
Ahora, como me decía un amigo, será difícil explicarle a los cubanos que Obama
no es su presidente; que todas esas esperanzas que habían depositado en él -y
que antes depositaron en Chávez, y antes aún en la Unión Soviética-, deben
enfrentarse a la dura realidad de un régimen que busca cómo perpetuarse aunque
para ello tenga que despojarse, como en tantas ocasiones anteriores, de una
ideología repetida durante años. Lo que siempre ha importado, tanto a Fidel
como a Raúl Castro, es el poder, no las palabras que lo envuelven.
Por
lo pronto, la propaganda oficial ha vuelto a desplegar su maquinaria para
opacar el mensaje democrático de Obama. El discurso del “miedo al Imperio”
goza, por lo visto, de excelente salud. Un joven que protestó “en directo” y
gritó “¡Abajo los Castro!” ante unas cámaras de TV norteamericanas fue
arrestado de inmediato ante los ojos atónitos del comentarista deportivo. Y la
nueva orientación del Partido es repetir, de todas las maneras y en todos los
canales posibles, que los cambios que Cuba necesita se hicieron “hace 57 años”.
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