Nansen,
hacedor de paz/
Antonio Hernández-Gil, miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
ABC
| 4 de abril de 2016
Fridtjof
Nansen nació en Noruega el 10 de octubre de 1861. De joven fue un gran
deportista, ganando varias veces el campeonato nacional de esquí de travesía.
También estudió zoología e hizo su tesis doctoral sobre el sistema nervioso
central de los vertebrados. En 1888 lideró el equipo que cruzó Groenlandia por
primera vez y en 1893 inició una expedición al Polo Norte en la que alcanzó los
86º 14’, récord de latitud, siguiendo una idea arriesgada: había leído a Henrik
Mohn, un meteorólogo noruego que proponía la existencia de una corriente
oceánica de este a oeste, e imaginó un barco resistente al hielo que, cuando
quedara encallado, aprovechando la corriente, llegara lentamente al Polo Norte.
Así construyó el Fram, una goleta de escaso calado, recubierta de madera y con
un aislamiento interior que debía permitir la vida a bordo durante cinco años,
además de una biblioteca de 600 volúmenes y un molino de viento generador de
energía.
El Fram salió de Noruega en dirección este y encalló al norte de las
islas de Nueva Siberia. Aun sin alcanzar el Polo Norte, no sólo resistió la
prueba sino que, años después, Amundsen lo utilizó en su expedición al Polo
Sur. Nansen realizó diversos experimentos científicos durante la navegación y
observó que, en el Ártico, los icebergs no se desplazan en la dirección del
viento, al ser empujado el hielo por las capas de agua que hay inmediatamente
debajo y que se mueven algo más despacio, entre 20 y 40 grados hacia la derecha
del viento (en el hemisferio norte) a causa de la rotación de la tierra que
genera, según las latitudes, la fuerza de Coriolis. Nansen facilitó sus datos
al oceanógrafo sueco Vagn Walfrid Ekman, quien resolvió las ecuaciones que
demuestran la variación de la velocidad del agua, en magnitud y dirección, a
distintas profundidades, según la llamada espiral de Ekman, un modelo teórico
que no fue observado en el océano hasta 1986.
Eran
buenos años para la ciencia, aunque los avances científicos no siempre llevaran
de la mano avances sociales. En Estados Unidos, paradigma del «progreso», los
creacionistas combatían a los darwinistas, el Ku Klux Klan campaba a sus
anchas, la Ley Seca imponía valores protestantes sobre una cultura urbana
esencialmente diversa, el Tribunal Supremo justificaba la esterilización de
mujeres «débiles mentales» por razones eugenésicas y el Congreso promulgaba en
1924 la National Origins Act, una ley antiinmigración que habría hecho las
delicias de Donald Trump. Decía Kenneth Roberts en el Saturday Evening Post del
28 de abril de 1923: «si América no se protege de la gente extraña y mestiza
del sur y el este de Europa, tendremos una cosecha de ciudadanos americanos
empequeñecidos y mestizos a su vez». Nada nuevo bajo el sol.
En
ese complejo escenario, Nansen unió a su arrojo y avidez de conocimientos un
humanismo ejemplar. Personaje público por su dimensión científica, adquirió
protagonismo en el proceso de emancipación noruega respecto de Suecia. En 1906
fue nombrado ministro de la Noruega recién soberana con el objetivo de negociar
en Londres un Tratado de Integridad que protegiese internacionalmente su
posición y, al declararse la Primera Guerra Mundial, fue designado presidente
de la Unión de Defensa Noruega para mantener la neutralidad de su país, junto a
Suecia y Dinamarca. Nansen compatibilizó sus exploraciones con las
responsabilidades públicas hasta que al término de la guerra, con la creación
de la Liga de las Naciones para apuntalar las nuevas relaciones
internacionales, dedicó a la Liga todas sus excepcionales energías.
Así, en
1920, a petición de la Liga, Nansen comenzó a organizar la repatriación de casi
medio millón de prisioneros de guerra a treinta países diferentes. Antes de
finalizar esta tarea, aceptó en 1921 el cargo de Alto Comisionado de la Liga
para los Refugiados con el objetivo de atender a los dos millones de rusos
desplazados por secuelas de la Revolución.
Nansen
trató de extender el auxilio a los 30 millones de rusos que sufrían los efectos
de una hambruna en la región del Volga y, aunque no obtuvo el respaldo de la
Liga, que no quería reconocer al régimen bolchevique con esta ayuda, hizo
cuanto pudo con financiación privada y denunció lo injusto de una situación
donde el grano excedentario se quemaba en los países transatlánticos mientras
millones de rusos, al alcance de los barcos europeos que podían abastecerlos,
morían de hambre. Tras la guerra entre Grecia y Turquía, viajó en 1922 a
Constantinopla para negociar la reubicación de refugiados, diseñando un sistema
de intercambio de población por el que medio millón de turcos volvería a Turquía,
con una compensación económica, mientras que se ayudaba a la Grecia vencida y
depauperada con préstamos que le permitirían acoger de vuelta a sus griegos de
origen. Nansen dirigió también la asistencia a 40.000 armenios establecidos en
Siria así como a los búlgaros provenientes de Tracia. En noviembre de 1922
recibía el premio Nobel de la Paz «por su trabajo para la repatriación de
prisioneros de guerra, su trabajo para los refugiados rusos, su trabajo para
socorrer a los millones de rusos víctimas de la hambruna, y finalmente su
actual trabajo para los refugiados en Asia Menor y Tracia».
Para
esos trabajos admirables Nansen ideó un documento personal que preconstituía
una prueba de la identidad y nacionalidad de los refugiados a fin de facilitar
su desplazamiento entre fronteras y la tramitación de las peticiones de asilo
conforme a las normas internacionales: el «pasaporte Nansen», para el que logró
el refrendo del tratado firmado en Ginebra el 5 de julio de 1922. A su muerte
en 1930, la Oficina Internacional Nansen para los Refugiados, en el seno de la
Liga de las Naciones, pasó a gestionar estos pasaportes, de los que se calcula
que fueron expedidos aproximadamente 450.000, reconocidos por 52 Estados. En
1938 la Oficina Nansen recibió el Premio Nobel de la Paz. Hoy ya no se expiden
los pasaportes Nansen. Cuesta admitir que la comunidad internacional no
disponga de medios para materializar alguna idea equivalente, adecuada a las
complejidades de esta época y capaz de prevenir las peticiones masivas de asilo
paliando desplazamientos penosos y devoluciones indiscriminadas. Desde 2013
Brasil expide visas a refugiados sirios para ordenar su viaje en avión desde
Siria o países limítrofes, habiendo emitido ya unas 8.000 y dado asilo efectivo
a más de 2.000 sirios que viven en Brasil.
Es
sólo un ejemplo de que hay alternativas históricas al horror que hemos visto en
Idomeni o Calais. Como el reciente lanzamiento por Suiza y Noruega de la
Iniciativa Nansen, para definir e implementar aquellos procesos que facilitarían
la movilidad transfronteriza a causa de los desastres naturales y el cambio
climático; un proyecto explícitamente basado en el legado de Nansen (que
seguramente habría desdeñado su circunscripción a causas naturales) y en un
principio universal ingenuamente recogido en la Constitución suiza: «La
fortaleza de un pueblo se mide por el bienestar de sus miembros más débiles».
Es imposible no estar de acuerdo. El problema está en identificar cuál es ese
«pueblo» y quiénes sus «miembros». Si los suizos pensaban en Suiza, nada impide
que, desde el humanismo cristiano o el cosmopolitismo kantiano de raíz estoica,
algunos creamos que ese pueblo es la sociedad global, tan extensa como la
Tierra, que todo hombre, toda mujer, todo niño, tiene que ser tratado como un
ciudadano igual, y que la miseria de cualquiera de ellos es la nuestra.
He
compartido estas ideas con mi hija de dieciséis años y he obtenido, bien a su
pesar, una respuesta desencantada: «no te canses, Europa no quiere facilitar
trámites a los refugiados; no quiere refugiados». No me cansaré; pero
necesitamos mucha ayuda de la sociedad civil, muchas manos esforzadas como las
de Nansen, para construir el mundo ancho y justo que nuestros diminutos
gobernantes ignoran.
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