¿Democracia
intolerante o liberalismo no democrático?/ Yascha Mounk is a lecturer in political theory at Harvard University, a fellow at New America, and the author of Stranger in my Own Country: A Jewish Family in Modern Germany.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen.
Project
Syndicate, 10 de junio de 2016
¿Cómo
llegamos a esto? En unos cuantos meses, el que Donald Trump llegue la
Presidencia de Estados Unidos ha pasado de ser una especulación ridícula a una
posibilidad terrorífica. ¿Cómo un hombre con tan poca experiencia política y un
desprecio tan evidente por los hechos podría acercarse tanto a ocupar la Casa
Blanca?
En
un ensayo muy debatido, Andrew Sullivan argumentó hace poco que cabe culpar el
ascenso de Trump a un “exceso de democracia”. Según él, el antiintelectualismo
de la extrema derecha y el antielitismo de la extrema izquierda han empujado a
los costados al establishment político. Al mismo tiempo, la Internet ha servido
de amplificador de la influencia de los enfadados y los ignorantes. Hoy en
política no importan la sustancia ni la ideología, sino la disposición a dar
voz a las quejas más desagradables de la gente, habilidad en la que Trump sin
duda destaca.
En
una incisiva respuesta, Michael Lind argumenta que Sullivan ve el asunto al
revés: el verdadero culpable es “la falta de democracia”, señalando que a Trump
le ha ido mejor entre los votantes que creen que “la gente como yo no tiene
paño que cortar”.
Y
existe una razón por la que cada vez más votantes se sienten así. Hoy los
tecnócratas toman algunas de las decisiones políticas más importantes. Incluso
en aquellas áreas donde todavía los representantes electos toman las
decisiones, raramente reflejan las preferencias de los ciudadanos.
A
primera vista, las explicaciones que ofrecen Sullivan y Lind parecen mutuamente
contradictorias, pero debemos reconocer que son complementarias si queremos
entender la creciente crisis de la democracia liberal, que además ha reforzado
a los populistas de extrema derecha en toda Europa.
Dos
componentes centrales definen a los sistemas políticos de América del Norte y
Europa Occidental. Son liberales porque apuntan a garantizar los derechos de
las personas individuales, incluidos los de las minorías marginadas. Y son
democráticos porque se supone que sus instituciones traducen las opiniones del
pueblo en cuanto a políticas públicas.
Sin
embargo, en las últimas décadas, a medida que se han estancado los estándares
de vida de los ciudadanos comunes y corrientes y aumenta la rabia contra la institucionalidad
política, estos dos componentes fundamentales de la política occidental han
entrado en conflicto. Como resultado, la democracia liberal se está bifurcando,
dando origen a dos nuevas formas: la “democracia intolerante”, o democracia sin
derechos, y el “liberalismo no democrático”, o derechos sin democracia.
En
cada vez más países hay grandes áreas políticas que han quedado al margen de la
competencia democrática. Los bancos centrales toman las decisiones
macroeconómicas. Las políticas comerciales se consagran en acuerdos
internacionales a los que se llega mediante negociaciones secretas realizadas
dentro de instituciones lejanas. Muchas controversias sobre problemas sociales
se deciden en tribunales constitucionales. En los escasos ámbitos, como el
tributario, en que los representantes electos conservan cierta autonomía
formal, las presiones de la globalización han atenuado las diferencias
ideológicas entre los partidos de centroizquierda y centroderecha.
En
consecuencia, poco debería sorprender el que los ciudadanos de ambos lados del
Atlántico sientan que ya no son los dueños de su destino político. Para todos
los efectos, viven en un régimen liberal pero no democrático, un sistema que
respeta la mayor parte de sus derechos pero hace caso omiso una y otra vez de
sus preferencias políticas.
Los
votantes, sintiéndose abandonados por un sistema político que no les da
respuesta, se dirigen en masa a los populistas que dicen encarnar la verdadera
voz del pueblo. Igual que Trump, prometen hacer a un lado los obstáculos
institucionales (los medios de comunicación críticos, los tribunales
independientes o instituciones internacionales como la UE o la Organización
Mundial de Comercio) que se interponen a la voluntad colectiva. Pero su
retórica envenenada debería dejar pocas dudas sobre sus verdaderas metas:
restringir los derechos individuales, en especial los de los colectivos (como
los mexicanos, los musulmanes o los periodistas que sacan trapos sucios al sol)
que tan eficazmente sirven de chivos expiatorios en sus discursos.
En
los últimos años, el primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, ha demostrado
con qué facilidad un país puede caer en la democracia iliberal. Y desde el año
pasado el nuevo gobierno polaco ha intentado imitar la experiencia de Orbán. Si
Marine Le Pen gana la presidencia francesa el año próximo, puede que la
democracia intolerante llegue al centro de Europa Occidental.
Al
igual que el de los populistas de derechas en Europa, el ascenso de Trump
ejemplifica la dinámica política clave de nuestra época: el espectro del exceso
de democracia que Sullivan teme ha surgido de décadas de su carencia. A medida
que las élites políticas se alejan de las preferencias de los votantes, han ido
creando un amplio margen para los llamamientos (con frecuencia primitivos y
profundamente chauvinistas) a la unidad comunal y la autodefensa popular.
Todavía
queda alguna esperanza de poder evitar la desintegración de nuestros sistemas
políticos en una democracia intolerante o un liberalismo no democrático. Tal
vez la principal prioridad de corto plazo sea poner en práctica políticas
económicas que apunten a elevar los estándares de vida de los ciudadanos
comunes y corrientes, suavizando con ello la rabia generalizada hacia el
sistema político.
Pero
también sería sensato probar nuevas formas de participación política. En los
últimos años ha habido experiencias de presupuestos participativos, encuestas
de opinión deliberativas e incluso formas de “democracia líquida”, que permite
a los ciudadanos escoger si votar en un tema o delegar su voto. Ninguna de
ellas es la solución mágica, pero cada una ayuda a señalar el camino hacia
instituciones que equilibran mejor que las formas actuales los derechos
individuales y el mandato popular.
Es
improbable que la democracia liberal sobreviva si estas medidas terminan siendo
insuficientes o tardías, o si el sistema político se asusta tanto con los
populistas que entregue a los tecnócratas un control todavía mayor de las
políticas públicas. En tal caso, puede que nos veamos ante el equivalente
político de la decisión de Sophie: sacrificar nuestros derechos para salvar la
democracia o abandonar la democracia para preservar nuestros derechos.
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