Traducción: Esteban Flamini.
Project
Syndicate, 27 de junio de 2016
Dicen
que la noche del jueves fue trascendental para los que hicieron campaña por
dejar la Unión Europea y volver la espalda de Gran Bretaña al siglo XXI. En
eso, al menos, puedo estar de acuerdo. En palabras de Cicerón: “Trágico e
infeliz fue aquel día”.
La
decisión de abandonar la UE dominará la vida nacional británica durante la
próxima década, o tal vez más. Se puede discutir acerca de la magnitud exacta
de la conmoción económica (a corto y largo plazo), pero es difícil imaginar
alguna circunstancia en la que el Reino Unido no se volverá más pobre e
insignificante en el mundo. Muchos de los que fueron alentados a votar,
presuntamente, por su “independencia” hallarán que en vez de ganar libertad
perdieron el empleo.
¿Cómo
pudo pasar?
En
primer lugar, los referendos reducen la complejidad a una sencillez absurda. El
vínculo entre cooperación internacional y soberanía compartida que supone la
pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea se tradujo a una serie de
afirmaciones y promesas mendaces. Se le dijo al pueblo británico que abandonar
la UE no traería ningún costo económico ni ninguna pérdida para aquellos
sectores de la sociedad a los que la pertenencia a Europa benefició. Se
prometió a los votantes un tratado comercial ventajoso con Europa (el mayor
mercado de Gran Bretaña), menos inmigración y más dinero para el Servicio
Nacional de Salud y otros valiosos bienes y servicios públicos. Sobre todo, se
dijo que Gran Bretaña recuperaría la vitalidad creativa necesaria para tomar el
mundo por asalto.
Uno
de los horrores que nos esperan es la creciente decepción de los partidarios
del Brexit conforme todas estas mentiras queden expuestas. Se les dijo a los
votantes que “recuperarían su país”. No creo que les guste el país con el que
se encontrarán.
Un
segundo motivo del desastre es la fragmentación de los dos principales partidos
políticos británicos. Por años, el antieuropeísmo erosionó la autoridad de los
líderes del Partido Conservador. Además, toda noción de disciplina y lealtad
partidaria se derrumbó hace años, conforme menguaba la cantidad de
simpatizantes conservadores comprometidos. Aún peor es lo que sucedió en el
Partido Laborista, cuyos simpatizantes tradicionales dieron impulso a la gran
victoria del voto por la salida de la UE en muchas áreas de clase trabajadora.
Con
el Brexit, hemos visto al populismo a lo Donald Trump llegar a Gran Bretaña. Es
obvio que hay una difundida hostilidad, mezclada en una ola de resentimiento
populista, hacia cualquiera al que se estime miembro del “establishment”.
Exponentes de la campaña por el Brexit, como el secretario de justicia Michael
Gove, desacreditaron la opinión de todos los expertos, por considerarlos
miembros de una conspiración interesada de los que más tienen contra los que
menos tienen. Tanto si era la opinión del director del Banco de Inglaterra, del
arzobispo de Canterbury o del presidente de los Estados Unidos, sus consejos no
valieron nada. A todos se los pintó como representantes de otro mundo, sin
relación con las vidas del pueblo británico ordinario.
Eso
apunta a un tercer motivo del voto pro-Brexit: la creciente inequidad social
contribuyó a una revuelta contra una presunta élite metropolitana. La vieja
Inglaterra industrial, en ciudades como Sunderland y Manchester, votó contra una
privilegiada Londres. A esos votantes se les dijo que la globalización solo
beneficia a los que están arriba (cómodos trabajando con el resto del mundo), a
costas de todos los demás.
Además
de estas razones, por años casi nadie defendió vigorosamente la pertenencia de
Gran Bretaña a la UE. Esto creó un vacío que permitió ocultar los beneficios de
la cooperación europea tras un manto de espejismos y engaños, y alentar la idea
de que los británicos se habían vuelto esclavos de Bruselas. A los votantes pro-Brexit
se los imbuyó de un concepto de soberanía ridículo, que los llevó a anteponer
una pantomima de independencia al interés nacional.
Pero
ahora no sirve de nada lamentarse y rasgarse las vestiduras. En estas
circunstancias difíciles, las partes involucradas deben tratar de asegurar
honrosamente lo mejor para el RU. Solo nos queda esperar que los partidarios
del Brexit tengan al menos la mitad de razón, por difícil que sea imaginarlo.
En cualquier caso, las cartas están dadas y hay que hacer lo mejor que se pueda
con ellas.
Pero
nos salen a la mente tres desafíos inmediatos.
En
primer lugar, ahora que David Cameron dejó en claro que renunciará, el ala
derecha del Partido Conservador y algunos de sus miembros más acérrimos
dominarán el nuevo gobierno. Cameron no tenía elección: no podía de ningún modo
ir a Bruselas como representante de unos colegas que lo traicionaron, para
negociar algo en lo que no cree. Si su sucesor es un líder del Brexit, a Gran
Bretaña le espera ser gobernada por alguien que se pasó las últimas diez
semanas esparciendo mentiras.
En
segundo lugar, los lazos que mantienen unido al RU (en particular a Escocia e
Irlanda del Norte, ambos lugares donde ganó el voto a favor de la permanencia)
comenzarán a sufrir grandes tensiones. Espero que la revuelta pro‑Brexit no
conduzca inevitablemente a un referendo por la ruptura del RU, pero sin duda
ahora es una posibilidad.
En
tercer lugar, Gran Bretaña tendrá que empezar a negociar su salida muy pronto.
Es difícil imaginar que pueda terminar en una relación con la UE mejor que la
que tiene hoy. A todos los británicos les aguarda la difícil tarea de convencer
a sus amigos en todo el mundo de que no abandonaron también la sensatez.
La
campaña del referendo revivió la política nacionalista, que en definitiva
siempre gira en torno de la raza, la inmigración y las conspiraciones. Todos
los que estamos en el campo proeuropeo tenemos por delante la tarea de tratar
de contener las fuerzas que el Brexit liberó y afirmar la clase de valores que
en el pasado nos ganaron tantos amigos y admiradores en todo el mundo.
Esto
comenzó en los años cuarenta, con Winston Churchill y su visión de Europa. Para
describir el modo en que terminará, nada mejor que uno de los aforismos más
famosos de Churchill: “El problema con el suicidio político es que uno queda
vivo para lamentarlo”.
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