Los
justos de Israel/Mario
Vargas LLosa
El
País, 226 de junio de 2016
Yehuda
Shaul tiene 33 años pero parece de 50. Ha vivido y vive con tanta intensidad
que devora los años, como los maratonistas los kilómetros. Nació en Jerusalén,
en una familia muy religiosa y es uno de 10 hermanos. Cuando lo conocí, hace 11
años, todavía llevaba la kipá. Era un joven patriota, que debió destacar en el
Ejército mientras hacía el servicio militar, pues, al cumplir los tres años
obligatorios, el Tsahal le propuso seguir un curso de comandos y estuvo un año
más en filas, como sargento. Al retornar a la vida civil, igual que muchos
jóvenes israelíes, viajó a la India, a aclarar sus ideas. Allí reflexionó y
pensó que sus compatriotas ignoraban las cosas feas que hacía el Ejército en
los territorios ocupados y que su obligación moral era hacérselo saber.
Para
ello, Yehuda y un fotógrafo, Miki Kratsman, fundaron el 1 de marzo de 2004
Breaking the Silence (Rompiendo el silencio), una organización que se dedica a
recoger testimonios de exsoldados y soldados (cuyas identidades mantienen en
secreto). En exposiciones y publicaciones destinadas a informar al público, en
Israel y en el extranjero, exhiben la verdad de lo que ocurre en todos los
territorios palestinos que fueron ocupados luego de la guerra de 1967. (El
próximo año se cumplirá medio siglo de la ocupación). Textos y vídeos pasan,
antes de ser expuestos, por la censura militar, pues Yehuda y su medio centenar
de colaboradores no quieren violar la ley. Los testimonios recogidos superan el
millar.
Hasta
hace relativamente poco tiempo, gracias a la democracia que reinaba en el país
para los ciudadanos israelíes, Breaking the Silence podía operar sin problemas,
aunque fuera muy criticada por los sectores nacionalistas y religiosos. Pero,
desde que entró en funciones el Gobierno actual —el más reaccionario y ultra de
la historia de Israel— se ha desatado una campaña durísima contra los
dirigentes de la institución, acusándolos de traidores y pidiendo que sean
puestos fuera de la ley, en el Parlamento, por boca de ministros y líderes
políticos y en la prensa. Y abundan los insultos y amenazas en las redes
sociales contra sus fundadores. Yehuda Shaul no se siente intimidado y no
piensa hacer ninguna concesión. Dice ser un patriota y un sionista y estar
empeñado en lo que hace no por razones políticas sino morales.
Hay
en la milenaria historia judía una tradición que nunca se interrumpió: la de
los justos. Esos hombres y mujeres que, de tanto en tanto, surgen en los
momentos de transición o de crisis, y hacen oír su voz, enfrentados a la
corriente, indiferentes a la impopularidad y a los peligros que corren actuando
de ese modo, para exponer una verdad o defender una causa que la mayoría, cegada
por la propaganda, la pasión o la ignorancia, se niega a aceptar. Yehuda Shaul
es uno de ellos, en nuestros días. Y, por fortuna, no es el único.
Allí
está todavía, impertérrita, la periodista Amira Hass, que se fue a vivir a Gaza
para padecer en carne propia las miserias de los palestinos y documentarlas día
a día en sus crónicas de Haaretz. A ella le debo haber pasado, hace unos años,
en la asfixiante y atestada ratonera que es la Franja, una noche inolvidable en
casa de una pareja de palestinos dedicada a la acción social. Y su colega
Gideon Levy, incansable escribidor, a quien encuentro, luego de un buen tiempo,
siempre batallando por la justicia con la pluma en la mano, aunque con el ánimo
menos enhiesto que antaño porque a su alrededor se encoge cada día más el
número de los defensores de la racionalidad, de la convivencia y de la paz y
crecen sin tregua los fanáticos de las verdades únicas y del Gran Israel que
tendría, nada menos, que el respaldo de Dios.
Pero
en este viaje he conocido otros, no menos limpios y valientes. Como Hanna
Barag, que, a las cinco de la madrugada, en el cruce de Qalandiya, lleno de
rejas, cámaras y soldados, me fue mostrando la agonía de los trabajadores
palestinos que, pese a tener permiso y trabajo en Jerusalén, deben esperar
horas de horas antes de poder entrar a ganarse el sustento. Hanna y un grupo de
mujeres israelíes se apostan cada madrugada, ante esas alambradas, para
denunciar las demoras injustificadas y protestar por los abusos que se cometen.
“Tratamos de llegar hasta los jefes”, me dice, señalando a los soldados,
“porque estos ni siquiera nos escuchan”. Es una anciana menudita y llena de
arrugas pero en sus ojos claros brillan una luz y una decencia cegadoras.
Y
también es un justo, aunque ni siquiera lo sospeche, el joven Max Schindler, a
quien conozco en Susiya, una aldea miserable de las montañas del sur de Hebrón;
es muy tímido y tengo que sacarle con sacacorchos que me diga qué hace aquí,
rodeado de niños famélicos, en este lugar fuera del mundo al que los colonos de
la vecindad vienen a cortarle los árboles y a destruir sus cosechas, y a veces
a apalear a los vecinos, y sobre cuyas escasas viviendas pesa una orden de
demolición. Es un voluntario, que se ha venido a vivir a Susiya —a sobrevivir
más bien— por unos meses y dedica su tiempo a enseñar a los aldeanos el inglés.
“Quisiera que sepan que hay otro Israel”, me dice, señalando a los aldeanos.
Sí,
lo hay, el de los justos, muchos, aunque no sean tantos como para ganar las
elecciones. La verdad es que, desde hace años, las pierden, una tras otra. Pero
no se dejan abatir por esas derrotas. Son médicos y abogados que van a trabajar
a las poblaciones medio abandonadas y a defender en los tribunales a las
víctimas de los abusos, o periodistas, o activistas de los derechos humanos que
registran los atropellos y los crímenes y los sacan a la luz pública. Hay una
asociación de fotógrafos por ejemplo, conformada por muchachas y muchachos muy
jóvenes, que eternizan en imágenes todos los horrores de la ocupación. Me
siguen a donde voy y no les importa caminar entre basuras malolientes y
abrasarse de calor en el desierto, si pueden documentar con imágenes todo
aquello que el Israel oficial oculta, y la gente bien pensante no quiere
conocer. Pero, aunque la prensa oficial no publique sus fotos, ellos las
exhiben en pequeñas galerías, en paneles callejeros, en publicaciones
semiclandestinas. ¿Cuántos son? Miles, pero no lo bastantes para rectificar ese
movimiento de opinión pública que va empujando cada vez más a Israel hacia la
intransigencia, como si el ser la primera potencia militar del Oriente Próximo
—y, al parecer, la sexta del mundo— fuera la mejor garantía de su seguridad.
Ellos
saben que no es así, que, por el contrario, convertirse en un país colonial,
que no escucha, que no quiere negociar ni hacer concesiones, que sólo cree en
la fuerza, ha hecho que Israel pierda la aureola prestigiosa y honorable que
tenía, y que el número de sus adversarios y sus críticos, en vez de disminuir,
aumente cada día.
Dos
días antes de partir, ceno con otros dos justos: Amos Oz y David Grossman. Son
magníficos escritores, viejos amigos y, ambos, incansables defensores del
diálogo y la paz con los palestinos. Los tiempos que enfrentan son difíciles,
pero ellos no se dejan abatir. Bromean, discuten, cuentan anécdotas. Dicen que,
hechas las sumas y las restas, ninguno podría vivir fuera de Israel. Gideon
Levy y Yehuda Shaul, que están presentes, se declaran de acuerdo. Vaya, menos
mal, en todos los días que llevo aquí es la primera vez que un grupo de
israelíes se pone totalmente de acuerdo en algo.
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