La última misión: Entregan jesuitas su vida/Daniel de la Fuente
Mural, Cd. de México (18 julio 2022).- Hay una frase "tremendamente falsa" que se le atribuye al filósofo Voltaire, dice Javier Ávila, párroco de Creel, puerta de entrada al País de los tarahumaras, en Chihuahua.
En ella, explica, se afirma que los jesuitas "entran a la orden sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse".
"Totalmente equivocada", afirma Pato, como le dicen.
"No hay cosa que les pase a los jesuitas que no brinquemos los demás: nos sentimos un solo cuerpo, procuramos que nadie pase necesidades".
Agrega: "Lo experimenté cuando me operaron de corazón abierto hace tres años".
Esa vez, el Padre Javier Campos Morales, Superior de los jesuitas en la Sierra Tarahumara, no se despegó del hospital.
Esto se repitió cuando operaron de la próstata al también jesuita Joaquín Mora Salazar, compañero del Superior en la Parroquia San Francisco Javier, en Cerocahui. Así lo recuerda su hermano Héctor Mora Salazar, destacado educador.
"El Padre Gallo (así le decían a Campos Morales) cuidó de mi hermano antes, durante y después de la cirugía de la próstata y fue una de las razones más importantes para su recuperación en la casa jesuita Villa María, en Guadalajara".
A su vez, esto mismo hizo Joaquín cuando operaron al Padre Gallo: "Eran inseparables", dice Héctor, quien cuenta que varias veces le ofrecieron a su hermano volver a una misión en Tampico, en la que duró más de 20 años, pero que no quiso abandonar a su compañero ni a la sierra. "El Padre Gallo, no obstante que era su Superior, siempre trató a Joaquín como si fuera un hermano".
Esa época de mala salud fue hace cinco años, aclara.
Javier y Joaquín, añade Héctor, habían tomado un segundo aire: "Hasta que pasó lo que pasó".
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Joaquín César Mora Salazar nació el 28 de agosto de 1941 en Monterrey. Con 16 años entró a la Compañía de Jesús, el 30 de julio de 1958.
Ordenado sacerdote el 1 de mayo de 1971, misionó en la Tarahumara durante seis meses, en Sisoguichi, donde fue Vicario Cooperador. En la misma sierra realizó su Tercera Probación entre 1976 y 1977, y luego fue docente en el Instituto Cultural Tampico y un religioso muy conocido en los barrios más pobres de esta ciudad.
Volvió a la Tarahumara y, desde el 2000, fungió como Vicario Parroquial en Chínipas, hasta 2006. Enseguida fue Vicario Cooperador en Cerocahui, hasta su muerte.
Su hermano Héctor evoca a Joaquín, a quien los amigos cariñosamente apodaban Morita, segundo hijo del arquitecto Joaquín A. Mora, ex Rector de la Universidad de Nuevo León, y de Hortensia Salazar Aguirre.
"Era un niño travieso y alegre que nos alegraba con su chistes y conductas atrevidas", recuerda.
"A sus 2 o 3 añitos se nos escapó de la casa en la Privada Gutiérrez de Venustiano Carranza y mis padres lo encontraron en la azotea de unos vecinos de origen judío, cuyos niños Aine y Hacha se habían convertido en sus amigos".
Aquel niño que años más tarde pasaría por el Pentatlón que dirigió Guillermo Urquijo estudió de primaria a prepa en el Colegio Regiomontano Chepevera, institución que determinó su destino.
"Además de nuestra fe católica, las enseñanzas y formación lasallistas fueron por lo que Joaquín se sintió llamado por Dios para transmitir el Evangelio a la sociedad, en especial, a la más vulnerables", comenta Héctor.
Ya sacerdote, fue maestro en el Instituto Regional de Chihuahua e impartió la clase de Formación Humana en el Instituto Cultural de Tampico: "Daba clases, pero daba prioridad a su misión en una de las colonias más pobres de la ciudad: Pescadores, allegándoles ayuda social y religiosa.
Allí en Tampico transcurrieron sus primeros 22 años de su ministerio.
"Fue entonces que Joaquín recibió la orden de su Provincial de ir ayudar a los padres de la Sierra Tarahumara y, con gran dolor de su corazón por tener que dejar a sus queridas familias de Pescadores y a sus estimados alumnos, se dirigió a donde personalmente él siempre había soñado entregar su vida: evangelizar a los rarámuris".
Pato recuerda su prestancia y sencillez cuando le tocó estar con él en la Parroquia de Sisoguichi: "Un tipo muy pastoral, pensaba mucho en los demás".
Pato tiene presente una foto de Morita: sin bigote, sonriente, con una parte del cuello dentro del suéter y, la otra, por dentro: "Así era: de tan humilde, no prestaba atención al físico, siempre preocupado por los humildes". Agrega el párroco de Creel: "La foto se usó en su funeral".
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Javier Campos Morales llegó al mundo el 13 de febrero de 1943 en la Ciudad de México.
Pasó su niñez y adolescencia en Monterrey e ingresó a la Compañía el 14 de agosto de 1959, también a los 16 años.
El quinto de los siete hijos de Guadalupe Morales y Salvador Campos se ordenó el 8 de julio de 1972. Un año después empezaría su misión como Vicario Pastoral y Episcopal en la Tarahumara, en Norogachi.
Entre 1974 y 1983 fue párroco en Guachochi, de 1996 al 2016 en Cerocahui y, después, como Superior de la misión en la Tarahumara.
Lupita, su hermana, lo describe como un niño alegre y madrugador, de ahí que su papá le decía "Pajarito barranqueño".
"Desde chiquito tuvo vocación por el sacerdocio", cuenta.
"Como mamá tenía ornamentos que usan los sacerdotes, él jugaban a decir misa: nos bautizaba a las muñecas, las hostias eran galletas Marías".
La mamá tenía esos materiales en casa porque desde la Ciudad de México fundó la agrupación Esposas Cristianas, en 1943, año de nacimiento de Javier, por lo que éste llamaba a sus integrantes "hermanas gemelas", labor que la mujer continuó cuando llegaron a Monterrey en 1950.
El destino de Javier fue predestinado por su madre, quien en secreto con la madrina de bautizo del niño le puso "Javier" para encomendarlo a Dios para que fue sacerdote, revela su hermana.
Con menos años, el Padre Pato coincidió con Javier en la formación religiosa: "Después llegamos a la Tarahumara y empezamos a caminar juntos, nunca en la misma parroquia, pero sí en los mismos sueños, ideales, aspiraciones.
"Era muy querido por la gente, traía un ADN religioso importante, un hombre sencillo: le decían 'Gallo' porque se echaba su '¡kikiriki!' cada que llegaba a algún lado. Traía cinturón piteado con un gallo bordado, siempre con el celular en mano".
Lupita dice que, como desde niño Javier ayudó en la casa, aprendió a componer máquinas de coser, por lo que en la sierra se hizo famoso como reparador de esos aparatos, así como electrodomésticos y hasta computadoras.
Próximo a cumplir sus 50 años de ordenación el 8 de julio, la agrupación fundada por su madre lo invitó a celebrar antes su aniversario en la Iglesia de La Salle de Monterrey, el pasado 17 de junio, donde Javier dio un emotivo mensaje.
"Tengo recorridos más de un millón y medio de kilómetros andados en comunidades donde la población es muy poquita y dispersa, por ello la gente agradece y descansa cuando estamos con ellos en los momentos tensos", dijo.
"Ese acompañamiento ha sido de lo más bello y hermoso que se puede tener.
Quiero darle gracias a Dios por acompañar en estos 50 años a personas en pueblos muy lejanos, que toma a veces llegar hasta 25 horas".
Agregó: "Quiero darle gracias a Dios por tanta alegría que me comunica acompañar a la gente, sobre todo cuando asesinan, cuando la gente muere acribillada a balazos, o por un parto".
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Preguntarle a Pato cómo se enteró de los sucesos del 20 de junio inevitablemente lo traslada al 16 de agosto del 2008 cuando un grupo de delincuentes abrió fuego contra civiles que jugaban carreras descalzos a la usanza rarámuri, en Creel. El ataque dejó 13 muertos, incluido un bebé en brazos de su padre, quien también murió.
La masacre fue la primera cometida por delincuentes contra población abierta al inicio del combate impulsado por el entonces Presidente Felipe Calderón. Ahí, Pato debió atender al pueblo adolorido ante el abandono de la autoridad.
Ese 20 de junio, el Padre salía hacia Chihuahua a una revisión médica cuando le llamaron al celular. Tras pausas por la mala señal, alguien de la Parroquia de Cerocahui le dio la fatal noticia: "¡Pato! ¡Acaban de matar a Javier y a Joaquín!".
Le rogó: "¡No vayas a decir nada, porque se vienen sobre nosotros, nos tienen amenazados!".
Pato, quien preside la comisión de derechos humanos COSYDDHAC, calló, pero informó de inmediato al Padre Provincial y al Obispo de la Tarahumara.
En su revisión le dijeron que todo se veía bien en su corazón, pero que traía la presión muy alta. Pato, lleno de dolor, no dijo nada hasta que la noticia corrió sola y él compartió la tragedia.
"Ya no puedo callar y necesito compartirles mi dolor", escribió y contó lo que sabía de la tragedia.
El delincuente José Noriel Portillo "El Chueco" persiguió al guía de turistas Pedro Palma hasta la Parroquia de Cerocahui, donde le quitó la vida. Javier y Joaquín intentaron evitarlo, pero también fueron asesinados.
El tipo se llevó los cuerpos, pero a los días los abandonó y pudieron ser velados por una Sierra Tarahumara herida. Una vez más.
Así, Gallo y Morita, queridos por su pueblo, se sumaron a la lista de religiosos a los que les ha sido arrebatada la vida en este sexenio, actualmente siete. Y a los cientos de miles a los que se han llevado estos años de violencia.
"¡Cuántos asesinatos en México!", expresó el Papa Francisco en sus condolencias desde Roma, en tanto Pato, en la despedida de sus hermanos mayores y en alusión a la inacción de las autoridades ante la violencia en el País, declaró: "Ya los abrazos no alcanzan para cubrir los balazos".
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"Mártires" fue la palabra que más se ha escuchado para Javier y Joaquín, término que no ha estado ausente en la historia de la Compañía: basta recordar el asesinato en una rebelión indígena de los jesuitas Javier Carranco y Nicolás Tamaral, el 2 y 3 de octubre de 1734, respectivamente, en lo que hoy es Baja California, así como las crónicas de la cruenta expulsión en 1767.
La Tarahumara, tomada por la delincuencia y la corrupción, no ha sido fácil para ellos. Joaquín, por ejemplo, llegó a contar que ya había sido amenazado de muerte años atrás junto a una de sus catequistas, revela su hermano.
"Providencialmente", dice, "un domingo antes de su muerte, mediante una llamada telefónica que nos tocó oír a la familia, Joaquín nos relató que fue a visitar en El Salvador al Padre Rafael Moreno Villa, compañero en el Seminario, quien le recordó cómo había muerto asesinado el Arzobispo Romero".
En realidad fue un recorrido que, para Rafael, quien entró a la Compañía el mismo día que Joaquín, el 30 de julio de 1958, lo introdujo de alguna manera a la que sería su última misión.
Tapatío, el jesuita fue secretario de asuntos sociales de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980, y estuvo 25 años en El Salvador, tiempo en el que, aunque no vio a Joaquín, se mantuvieron en contacto.
Este junio, el regiomontano viajó a San Salvador y, de la mano de su amigo, conoció el altar de la iglesia donde murió Romero, canonizado en el 2018, así como su departamento y su tumba; también el lugar de El Paisnal en que mataron al padre jesuita Rutilio Grande y a otras dos personas, en 1977, y la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), donde mataron a seis jesuitas, una cocinera y su hija, en 1989.
En todos los lugares, Joaquín hizo preguntas, oración y estuvo muy interesado.
A la luz de los sucesos del 20 de junio, Rafael no tiene duda: sin pretenderlo, Joaquín se introdujo al camino del martirio.
"Sin pensarlo, Joaquín asumió las actitudes de aquellos mártires", expresa.
Y es que no se puede entender la devoción y el compromiso de Joaquín y Javier sin la fe. Así lo cuenta el segundo en un video en redes sociales: "Siempre he creído en lo que dice San Pablo: sé de Quién me he fiado".
Lupita ve algo más allá en esta historia: una profunda amistad entre ambos.
"En los funerales el Superior Provincial recordó lo que alguna vez le dijo Javier en Cerocahui: '¡La sierra es mi vida, a mí me sacan en un ataúd!', a lo que Joaquín dijo: '¡Yo también!'".
Juntos, Javier y Joaquín descansan en el atrio de la Parroquia de San Francisco, en la sierra que tanto amaron.
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