Leo describe en su columna Juegos de Poder de hoy en Excélsior los hechos del pasado domingo.
Es lamentable!
Columna Juegos de Poder/Leo Zuckermann
Hooliganismo mexicano
La victoria de la Selección Mexicana de Futbol el domingo pasado fue como un vaso de agua fría para un sediento en medio del desierto. Cinco goles a cero a Estados Unidos en una actuación extraordinaria, en su sentido literal: fuera de lo ordinario, a lo que nos habían acostumbrado los seleccionados mexicanos con partidos aburridos, desesperantes y desganados.
Pero el domingo, la historia fue diferente. Sí que había motivos para celebrar. No sólo se le ganó a un rival que ya le había tomado la medida al equipo mexicano sino que la victoria fue contundente y, con ella, se conquistó la Copa Oro de la Concacaf. Más todavía: los jugadores determinantes para la victoria fueron los de la nueva generación de futbolistas, los que ganaron la Copa del Mundo Sub 17 en Perú en 2005.
Había que festejar. Sobre todo en un país que atraviesa por una profunda crisis económica y de inseguridad. El triunfo de la Selección era como un bálsamo temporal a las múltiples desgracias de este año.
En la Ciudad de México los aficionados se congregaron en el Monumento a la Independencia, mejor conocido como El Ángel. El orgullo nacionalista estaba por las nubes. Sin embargo, algunos mexicanos confundieron el nacionalismo con la xenofobia. Aprovecharon la ocasión para ventilar su odio a los extranjeros, en particular a los estadunidenses, los llamados gringos, entendidos éstos como todo aquel con piel blanca y pelo rubio.
Eran aproximadamente cincuenta los hooligans mexicanos que gritaban “maten a los gringos”. Su lamentable diatriba era en contra de una familia de turistas holandeses a los que etiquetaron como los enemigos. Ellos, pacientemente, explicaban que no venían del vecino del norte sino de Europa. No importó. El color de su piel y pelo los condenaba ipso facto. A los Vrooijink los bañaron con espuma, los empujaron, les gritaron. A una de las jóvenes le exigieron que se quitara su blusa. Los holandeses escaparon “en medio de una lluvia de piedras, botellas de refresco y latas”. Al final, “les robaron celulares, relojes, anillos y dinero en efectivo, con un valor aproximado de 400 dólares”. Vive México, vive lo tuyo.
Por su parte, a un alemán “lo obligaron a desfilar como un gringo caído”. No importó que Florian Schulz dijera varias veces que él no era estadunidense. El color de su piel también lo condenó. Finalmente, la policía llegó y arrestó a 12 de los hooligans.
En Europa, el hooliganismo, vinculado con la pasión futbolera, ha estado relacionado con ciertos movimientos de corte racista como los skinheads que en la Gran Bretaña suelen atacar a inmigrantes paquistaníes y en Alemania reivindican al nacional-socialismo de Adolfo Hitler.
Es una pena que este tipo de movimientos también aparezcan en México. No nos confundamos. Una cosa es el orgullo nacionalista y otra muy diferente la xenofobia en contra del otro, del diferente, del que tiene una apariencia racial distinta, del que profesa una religión ajena.
Resulta muy lamentable que un juego como el futbol despierte sentimientos xenofóbicos y racistas. Odio del mexicano al güero que parezca gringo al cual, en el paroxismo de la celebración, agreden y roban. Es el mismo tipo de odio que me ha tocado ver en Estados Unidos en contra de los mexicanos que trabajan ahí, de sol a sol, para ganarse unos cuantos dólares. Les dicen despectivamente mexcrement, al combinar las palabras “mexicano” y “excremento” en inglés. No sorprende, entonces, que estos inmigrantes discriminados vayan al partido de la Selección Mexicana de Futbol y, cuando se entona el himno estadunidense, chiflen como muestra de su frustración.
Odio, puro odio, que se reproduce por todos lados y acaba eclipsando el juego del hombre que es el futbol.
La victoria de la Selección Mexicana el domingo fue como un vaso de agua para un sediento en el desierto.
Hooliganismo mexicano
La victoria de la Selección Mexicana de Futbol el domingo pasado fue como un vaso de agua fría para un sediento en medio del desierto. Cinco goles a cero a Estados Unidos en una actuación extraordinaria, en su sentido literal: fuera de lo ordinario, a lo que nos habían acostumbrado los seleccionados mexicanos con partidos aburridos, desesperantes y desganados.
Pero el domingo, la historia fue diferente. Sí que había motivos para celebrar. No sólo se le ganó a un rival que ya le había tomado la medida al equipo mexicano sino que la victoria fue contundente y, con ella, se conquistó la Copa Oro de la Concacaf. Más todavía: los jugadores determinantes para la victoria fueron los de la nueva generación de futbolistas, los que ganaron la Copa del Mundo Sub 17 en Perú en 2005.
Había que festejar. Sobre todo en un país que atraviesa por una profunda crisis económica y de inseguridad. El triunfo de la Selección era como un bálsamo temporal a las múltiples desgracias de este año.
En la Ciudad de México los aficionados se congregaron en el Monumento a la Independencia, mejor conocido como El Ángel. El orgullo nacionalista estaba por las nubes. Sin embargo, algunos mexicanos confundieron el nacionalismo con la xenofobia. Aprovecharon la ocasión para ventilar su odio a los extranjeros, en particular a los estadunidenses, los llamados gringos, entendidos éstos como todo aquel con piel blanca y pelo rubio.
Eran aproximadamente cincuenta los hooligans mexicanos que gritaban “maten a los gringos”. Su lamentable diatriba era en contra de una familia de turistas holandeses a los que etiquetaron como los enemigos. Ellos, pacientemente, explicaban que no venían del vecino del norte sino de Europa. No importó. El color de su piel y pelo los condenaba ipso facto. A los Vrooijink los bañaron con espuma, los empujaron, les gritaron. A una de las jóvenes le exigieron que se quitara su blusa. Los holandeses escaparon “en medio de una lluvia de piedras, botellas de refresco y latas”. Al final, “les robaron celulares, relojes, anillos y dinero en efectivo, con un valor aproximado de 400 dólares”. Vive México, vive lo tuyo.
Por su parte, a un alemán “lo obligaron a desfilar como un gringo caído”. No importó que Florian Schulz dijera varias veces que él no era estadunidense. El color de su piel también lo condenó. Finalmente, la policía llegó y arrestó a 12 de los hooligans.
En Europa, el hooliganismo, vinculado con la pasión futbolera, ha estado relacionado con ciertos movimientos de corte racista como los skinheads que en la Gran Bretaña suelen atacar a inmigrantes paquistaníes y en Alemania reivindican al nacional-socialismo de Adolfo Hitler.
Es una pena que este tipo de movimientos también aparezcan en México. No nos confundamos. Una cosa es el orgullo nacionalista y otra muy diferente la xenofobia en contra del otro, del diferente, del que tiene una apariencia racial distinta, del que profesa una religión ajena.
Resulta muy lamentable que un juego como el futbol despierte sentimientos xenofóbicos y racistas. Odio del mexicano al güero que parezca gringo al cual, en el paroxismo de la celebración, agreden y roban. Es el mismo tipo de odio que me ha tocado ver en Estados Unidos en contra de los mexicanos que trabajan ahí, de sol a sol, para ganarse unos cuantos dólares. Les dicen despectivamente mexcrement, al combinar las palabras “mexicano” y “excremento” en inglés. No sorprende, entonces, que estos inmigrantes discriminados vayan al partido de la Selección Mexicana de Futbol y, cuando se entona el himno estadunidense, chiflen como muestra de su frustración.
Odio, puro odio, que se reproduce por todos lados y acaba eclipsando el juego del hombre que es el futbol.
La victoria de la Selección Mexicana el domingo fue como un vaso de agua para un sediento en el desierto.
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