2 dic 2013

Lucía Hiriart Rodríguez, la viuda de Pinochet


La dictadora/FRANCISCO MARÍN
Revista Proceso # 1935, 30 de noviembre de 2013
Un libro de reciente aparición –Doña Lucía. La biografía no autorizada, de Alejandra Matus– muestra que Pinochet, ese “genio de la traición” como lo calificó Orlando Letelier, no era a los ojos de su esposa, Lucía Hiriart, más que un “¡milico de mierda!”. La obra de la periodista chilena revela, cómo la mujer del dictador fue quien lo impulsó a traicionar a Allende, desesperada porque al lado del general no tenía el nivel de vida al cual la habían acostumbrado sus progenitores.
VALPARAÍSO, CHILE.- Lucía Hiriart Rodríguez, viuda del dictador Augusto Pinochet Ugarte (1915-2006), fue quien convirtió “a su rústico marido en el hombre más poderoso de Chile (…) él, más que sus hijos y ninguna otra obra, es su auténtica creación”.
 Esa es una de las conclusiones del libro Doña Lucía. La biografía no autorizada (2013, Ediciones B) de la periodista Alejandra Matus, presentado el pasado 8 de noviembre en la Feria Internacional del Libro de Santiago.
 Matus es autora de una decena de volúmenes, entre ellos El libro negro de la justicia chilena, uno de los trabajos de investigación periodística emblemáticos del periodo posterior a la dictadura pues aborda la manera de operar del Poder Judicial chileno y causó revuelo al prohibirse su circulación un día después de salir a la venta en abril de 1999.

 Matus subraya, en entrevista con Proceso, el importante papel que jugó Hiriart en la vida de Pinochet y en la historia de Chile, rol que –según su parecer– había sido insuficientemente estudiado.
 En relación con la influencia que habría tenido esta mujer en convencer a Pinochet de unirse al golpe militar contra el presidente Salvador Allende, la periodista señala que “su incidencia consistió en apoyar a su marido en este paso de traición”.
 En relación con esto, en Doña Lucía se relata que a comienzos de 1974 los chilenos pudieron ver por las pantallas de Televisión Nacional de Chile la versión de Hiriart: “Me costó convencer a Augusto, pero al final lo terminé por convencer. ‘Mira Augusto, yo no sé hasta cuándo los militares van a seguir aguantando a estos rotos (pobres). ¿No te das cuenta de lo que significa el desabastecimiento? ¿No te das cuenta de las colas? ¿Dónde tienes puestos tus pantalones? ¿Me lo puedes decir?’”.
 Matus apunta en su libro que “al finalizar el primer semestre del nuevo régimen era imposible contener el protagonismo de la esposa de Pinochet”.
 Ella construyó su propio núcleo de poder con la creación del voluntariado femenino Cema (Centro de Madres), que reprodujo la estructura jerarquizada del Ejército –donde ella era la mandamás– y llegó a tener 35 mil voluntarias y casi 1 millón de socias. Las voluntarias
–sostén de la organización– eran reclutadas en forma casi obligatoria entre las esposas de oficiales de las fuerzas armadas y funcionarios del Estado. La negativa de una a participar en el Cema implicaba truncar la carrera de su marido.
 Según Matus, la esposa de Pinochet “asumió el papel de celadora de la conducta moral de los integrantes no solamente del ejército, sino de ministros, asesores, alcaldes”. Agrega: “Si ella tomaba conocimiento de que uno de ellos había sido infiel a su mujer, exigía su remoción inmediata sin importar ninguna otra consideración”.
 –¿Pinochet le hacía caso? –le preguntamos.
 –Por supuesto.
 Esta posición de poder la comenzó a forjar apenas iniciado el régimen militar. Según se dice en el libro: “Ella tenía una fuerza y ambición para la que no fueron obstáculo las esposas de los demás comandantes en jefe, resignadas a tener un papel secundario en la vida de sus maridos”.
 Hiriart se ocupó en aclararles que “por ser la esposa del comandante de la rama más antigua (de las fuerzas armadas) ella siempre entraría primero a las ceremonias públicas y ocuparía el primer lugar”, como se consigna en el libro de Alejandra Matus.
 Esta imposición ocurría paralelamente a la que realizaba su esposo en relación con los jefes de las otras ramas castrenses. Desconociendo el compromiso de rotación en el mando de la junta militar, Pinochet se hizo declarar (entre 1973 y 1975) presidente de la junta de gobierno, jefe supremo de la nación y presidente de la República de Chile.
 De esa manera los jefes de las otras ramas de las fuerzas armadas –el general del Aire, Gustavo Leigh, el almirante José Toribio Merino y el director de Carabineros, César Mendoza Durán– pasaron a ser sus subordinados, lo cual no estaba en sus planes originales.
 Hiriart llegó a conseguir que su marido la colocara –según el protocolo de gobierno– como segunda autoridad de la República, incluso por sobre los jefes castrenses.
 Ella añoraba que las acciones de voluntariado y caridad la convirtieran en la Eva Perón chilena. Incluso coqueteó con la posibilidad de ser candidata presidencial luego de que su marido abandonara La Moneda en 1990.
 Ladrona como ella sola, no dudó en utilizar recursos del Estado para construir grandes y lujosas mansiones familiares, en una de las cuales vive su solitario ocaso.
Genios de la traición
Matus dice a Proceso que para instalarse en posiciones de poder Hiriart traicionó “a círculos de amistades cercanas al gobierno de Allende” y que habían sido muy importantes en el avance de la carrera militar de su marido.
Alude al hecho de que Pinochet ordenó matar a autoridades a las cuales –junto con su esposa– había rendido pleitesía. Fue el caso de los exministros de Defensa de Allende, José Tohá –muerto el 15 de septiembre de 1974 en el Hospital Militar de Santiago– y Orlando Letelier –quien tuvo varias carteras–, ultimado en Washington el 21 de septiembre de 1976.
El proceder traicionero de Pinochet fue retratado por Orlando Letelier en su alocución ante la Comisión Internacional Investigadora de los Crímenes de la Junta Militar en Chile, en la Ciudad de México en febrero de 1975.
Contó que Pinochet acudió a su oficina la mañana del día 10 de septiembre de 1973. “El general Pinochet hizo alarde de sus condiciones democráticas, de sus sentimientos de admiración y lealtad al presidente Allende y de su decisión de cumplir con su juramento de soldado, de defender hasta las últimas consecuencias la Constitución y la persona del presidente de la república”. Cuando hacía esto, Pinochet ya era parte de la conjura.
En su discurso Letelier concluyó respecto de Pinochet: “Muchas veces cuando se ve al general Pinochet haciendo declaraciones, uno tiene serias dudas de su capacidad intelectual. Lo que yo sí puedo decirles es que es un genio de la traición”.
Lucía también fue una gran traidora. Y ni siquiera tuvo piedad con su familia, en la cual había militantes de los izquierdistas partidos Radical y Comunista. “Varios familiares”, dice Matus a Proceso, “sufrieron en los días inmediatamente posteriores al golpe la represión de la dictadura y la indiferencia de Lucía frente a esa situación”.
Matus expresa que uno de los principales descubrimientos de su investigación fue constatar que el padre de Lucía, el abogado, exsenador y exministro de Interior Osvaldo Hiriart Corvalán, “reprobó privadamente la dictadura”.
Y luego del golpe éste “no hablaba a su hija ni a su yerno, salvo situaciones de fuerza mayor, como cuando tuvo que intervenir por algún familiar víctima de la represión”.
Según la escritora, es Osvaldo Hiriart –y no Lucía– quien intervino en favor de sus sobrinas Mónica y María Luz Hiriart, y de su hermano Jorge, todos los cuales sufrieron persecución política.
Mónica Hiriart –prima hermana de Lucía– fue arrancada de su casa, donde estaba con sus cinco hijos, a finales de 1973. La trasladaron a la Escuela Militar donde comenzó su periodo de reclusión. Como casi todos quienes entonces eran secuestrados por agentes del Estado, sufrió tortura. Su padre, el médico Jorge Hiriart, acudió a su hermano Osvaldo a fin de que éste le pidiera a su hija Lucía la liberación de Mónica. Pero la esposa del dictador se mostró implacable.
Según se cuenta en el capítulo 4, una noche –mientras Mónica aún permanecía detenida– Lucía llamó por teléfono a su tío Jorge:
“–Este es el resultado de la educación que le diste a tus hijas –le reprochó la ahora primera dama.
“–Ten más respeto. No te olvides que yo todavía continúo siendo tu tío –le respondió él.”
Mónica Hiriart –entonces de 37 años– sólo fue liberada en enero de 1974 “bajo la condición que se fuera de Chile en 10 días”. En Buenos Aires la acogió Victoria Bedanoff Hiriart, también prima de Lucía, una de las primeras psicólogas en tratar a prisioneros –en especial militantes del MIR– víctimas de prisión y tortura.
“¡Milico de mierda!”
Mucha de la soberbia de Lucía encuentra su raíz en su procedencia familiar. No sólo su padre había ocupado destacadas posiciones en el Estado y la sociedad chilenos. Entre sus antecesores se cuenta el abogado masón francés Dominique Garat Hiriart, quien en abril de 1789 fue elegido diputado en los Estados Generales y llegó a ser secretario de la Asamblea Nacional Constituyente entre 1790 y 1791.
Entre sus familiares radicados en Chile destaca su abuelo Luciano Hiriart Azócar, quien combatió en la guerra del Pacífico (1879-1883) que enfrentó a Chile contra Perú y Bolivia. En 1905 fue alcalde de Talca, importante ciudad del centro sur de Chile. Su tío –hermano de su padre–, el abogado Luciano Hiriart, fue intendente de la provincia de Antofagasta entre 1921 y 1923.
La madre de Lucía Hiriart, Lucía Rodríguez Auda, era hija del rico abogado Eduardo Rodríguez Ramírez: “(Ella) llamaba la atención en su época porque fumaba, conducía y usaba pantalones”. De familia católica, “descendía del hermano de un obispo de Santiago, José Antonio Rodríguez Zorrilla, militante de la causa realista que se opuso fervientemente a la independencia de Chile”.
Este contexto familiar contribuyó a que la futura esposa de Pinochet desarrollara desde muy niña un alto concepto de sí misma.
Según se narra en el libro de Matus, siendo una preadolescente y mientras se encontraba en casa de familiares avecindados en Quillota –150 kilómetros al nororiente de Santiago–, “aquella chiquilla se paraba en medio de las calles, levantando el brazo para que los pocos vehículos que circulaban entonces se detuvieran cuando decía: ‘Paren. Yo soy la hija del senador Hiriart’”.
Por todo lo anterior y considerando que Augusto Pinochet provenía de una familia poco influyente, costó mucho que los Hiriart Rodríguez lo aceptaran. En su fuero interno, su propia esposa lo despreciaba.
Según revela Matus, Lucía “maltrataba verbalmente” a Pinochet, “sobre todo en la primera etapa de su matrimonio –verificado en Santiago el 30 de enero de 1943–, porque estaba muy amargada y sentía que él no estaba a altura de las aspiraciones o fantasías de lo que debía haber sido su marido”.
“‘¡Milico de mierda!’, comenzó a gritarle a su marido cada vez que discutían. Y cuando empezaba los insultos manaban de su garganta como una cascada imparable. ‘Destinación de mierda que te tocó, ¡inútil! ‘Yo no fui criada para esto, poca cosa’. ‘¿Cómo fue que se me ocurrió casarme con un milico’. ‘Nunca vamos a salir de este hoyo’. ‘Qué distinto eres a mi padre’.”
Esta impactante cita –contenida en Doña Lucía– fue narrada a Matus por la periodista Patricia Lutz, quien departió mucho con sus entonces vecinos Pinochet-Hiriart cuando su padre, el entonces mayor Augusto Lutz, era subcomandante del regimiento Esmeralda de Antofagasta y Pinochet era jefe de Inteligencia y Operaciones del Cuartel General de la Región Militar Norte, con sede en dicha ciudad. Lutz moriría en noviembre de 1974 en extrañas circunstancias, pocos días después de haber tenido una fuerte discusión con Pinochet.
El esposo de Lucía fue destinado a Antofagasta a finales de 1959 luego de una estadía de tres años en Ecuador, donde asesoró la formación de la Academia de Guerra de dicho país.
“Tacaño por formación”, se señala en el citado libro citando a Patricia Lutz, “Pinochet arrendó en Antofagasta una casa ‘que estaba por demolerse’”. En dicho hogar “Lucía tenía que mudar y alimentar a ­Jacqueline, sin perder de vista a Marco Antonio, quien ya cumplía dos años y caminaba poniéndose en riesgo a cada paso. Los mayores, entonces de 16 (Lucía), 14 (Augusto) y 7 (María Verónica), en la práctica debían valerse por sí mismos”.
Patricia Lutz recordó que por entonces “la casa estaba siempre sucia y en la tina de baño se acumulaban los pañales de género sin lavar, en remojo, inundando la casa con un olor nauseabundo al que Lucía se había vuelto inmune”.
En enero de 1961, cuando Pinochet fue nombrado comandante del Regimiento Esmeralda, con todos los privilegios que ello supuso, el ánimo de su esposa mejoró. “El cambio le sentó bien y comenzó a revivir”, señala Matus en su libro.
Desde entonces la esposa de Pinochet tuvo una vida lujosa. Sin embargo Matus estima que Lucía Hiriart ha tenido –tras la muerte de su marido el 10 de diciembre de 2006– “una condena que no tuvo Pinochet: vivir para ver cómo los que antiguamente los apoyaron” ahora les hacen el vacío.
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Crueldad que no se olvida/FRANCISCO MARÍN
VALPARAÍSO, CHILE.- El manto que ocultaba la realidad de la tortura ha comenzado a descorrerse. En ello ha influido la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Coidh) al Estado de Chile por negar el derecho a la justicia a Leopoldo García Lucero.
Este hombre, radicado en el Reino Unido desde 1975, fue víctima de torturas continuas entre el 16 de septiembre de 1973 y el 12 de junio de 1975, fecha en la cual pudo salir de Chile gracias a un decreto del Ministerio del Interior.
La Coidh no castigó el delito de tortura en sí, sino el hecho de que Chile no hiciera una investigación de oficio pese a conocer desde 1994 lo ocurrido a García Lucero.
Éste envió el 23 de diciembre de 1993 una carta al estatal Programa de Reconocimiento al Exonerado Político en Chile, en la cual narraba lo sufrido. La institución estatal acusó recibo del documento un año después.
Aunque en octubre de 2011 la Corte de Apelaciones de Santiago acogió una denuncia de García Lucero y ordenó que se iniciara una investigar judicial por su caso, el tiempo transcurrido entre que fue informado de los hechos y el comienzo del juicio –16 años, 10 meses y siete días– fue considerado demasiado largo por la Coidh.

“Debido a la excesiva demora en iniciar la investigación de las torturas, Chile es internacionalmente responsable por la violación de los derechos a las garantías judiciales y a la protección judicial”, señala el fallo condenatorio.

El tribunal internacional ordenó a Chile continuar y concluir la investigación “dentro de un plazo razonable” y pagar la cantidad fijada por daño inmaterial (cerca de 20 mil libras esterlinas).



La memoria pertinaz



Este fallo condenatorio en el caso García Lucero ocurre en un momento de despertar de la memoria colectiva respecto del drama de la tortura.

Este fenómeno se desplegó con fuerza por la conmemoración de los 40 años del golpe militar. Numerosos programas de televisión abordaron el tema. Víctimas de la tortura entregaron minuciosos detalles de lo sufrido. El país entero se enfrentó a una realidad que se había tratado de mantener oculta.

Dos semanas antes del 11 de septiembre de 2013 se presentó en el puerto de San Antonio (a 100 kilómetros de la capital chilena) el libro El despertar de los cuervos (Ceibo) del periodista Javier Rebolledo.

El auditorio del nuevo centro cultural de esta ciudad –con capacidad para 500 personas– se llenó y cientos quedaron afuera. El hecho causó conmoción, quizás porque –a pesar de haber sido una de las ciudades más afectadas por la represión política– sus habitantes nunca se han podido liberar del todo del yugo que significó haber sido sometidos por el entonces coronel Manuel Contreras.

Éste era comandante del Regimiento de Ingenieros Tejas Verdes, el laboratorio que dio forma a la Dirección Nacional de Inteligencia (Dina), de la que fue creador y director.

Según se señala en el libro, Tejas Verdes fue “el nido de la Dina”. Allí se capacitaron en métodos de tortura cientos de uniformados que pasaron a integrar las filas de la Dirección Nacional de Inteligencia.

Cosme Caracciolo, líder histórico de los pescadores artesanales chilenos, entregó a Proceso el testimonio del horror vivido por él en dicho centro de detención:

“Tejas Verdes representa para mí una de las cuestiones más tristes, más turbias y más oscuras que se pueda recordar de la dictadura. Fíjate que cualquier persona que pasaba por el puente Las Rocas, hacia San Antonio o hacia Las Rocas de Santo Domingo, podía ver el campo de concentración, podía ver las torretas con las ametralladoras. Era igual que las imágenes que guardábamos de las terribles películas de los campos de concentración nazi. Eso era lo que la gente veía, y yo creo que eso se hizo para infundir terror en la población.”

Caracciolo señala que fue detenido el 10 de marzo de 1975 en una redada contra militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionario:

“Estaba en mi casa, ese día habíamos estado trabajando en la mar con mi padre y con otro par de compañeros pescadores (…) cuando desperté me di cuenta que los militares estaban dentro del dormitorio y me habían puesto en la cabeza el cañón de la ametralladora (…) había uno que me pegaba con el cañón en la cabeza, y yo miro al lado y veo a mi esposa, la Tere, que estaba sentada en la cama, estaba llorando con la guagua (su hijo Luciano) en brazos y yo les pedía a los militares, que venían con gorro pasamontaña (…), que si me iban a hacer algo, me sacaran de ahí.

“Me sacaron del dormitorio, mi mujer quedó llorando en la casa, en el patio me golpearon, me amarraron y me vendaron (…) Cuando me llevaron a la camioneta sentí el llanto de mi hermana Belinda… ella estaba en la cabina de la camioneta y me pedía perdón… ahí me di cuenta, por sus gritos (…), que la habían sacado de la casa para que dijera dónde vivía yo.”

Al llegar al lugar de reclusión y después de tenerlo un par de horas en el piso lo llevaron a interrogatorio. “Lo único que pedía era que liberaran a mi hermana. (Ella) había tenido un parto hacía muy poco… entonces yo lo único que quería era que la liberaran”.

Como a los tres días uno de los guardias le informó que la habían soltado. Poco después ella se fue a Suiza, donde aún está radicada.

Cosme continúa: “Esa noche me llevaron a sesión de interrogatorio, es decir de tortura (…) Me metieron a una sala con la ropa que estaba no más y me tiraron sobre una camilla o cama. Me pusieron unos pernos metálicos en los lóbulos de los oídos y, bueno, ahí (comenzó) una sesión de electricidad. Llegaba el momento en que era tan fuerte la electricidad que uno empezaba como a convulsionarse… y ahí te paraban la electricidad y volvían a preguntarte huevadas, tonteras, estupideces (…)

“Para mí eran cuentos, invenciones, entonces no podía tener respuestas a esas cuestiones… creo que me desmayé después, porque sentí cómo me llevaban en el aire y me tiraron entre medio de los compañeros que estaban en el piso.

“Toda esa noche estuvieron sacando compañeros y los sometían a lo mismo que me habían sometido a mí (…) no podías dormir… no sabías si la luz estaba encendida o apagada. No sabías si estaban los guardias adentro… de repente escuchabas: ‘Aquí viene un huevón, aquí traemos uno’ y lo tiraban al piso (…) yo intenté conversar con los compañeros que llegaban para darles un poco de fuerza (…) y nos agarraban a puntapiés y culatazos a los que tratábamos de conversar con los que venían llegando. Esa fue la primera noche, fue una noche horrible, y esto continuó así, sin parar.”

Caracciolo expresa que a pesar de lo horrible de las torturas, lo peor fueron las humillaciones. Durante los primeros cinco o seis días de reclusión, cuenta, no recibió alimento alguno. Transcurrido ese tiempo le soltaron las manos a él y a otros cuatro detenidos y los invitaron a comer. “Era sólo una fuente para cuatro prisioneros. Yo, instintivamente, traté de apropiarme de la fuente, y para hacerlo atiné a golpear a mis compañeros”.

Dice que luego de unos segundos recapacitó, lloró y dejó de comer. Esa experiencia la recuerda como la peor de toda su vida. “Nos rebajaron a la categoría de seres irracionales, porque podría haber sido un hermano al que le pegaba por un poco de comida”, manifiesta.

Caracciolo estuvo detenido casi tres meses, durante los cuales fue torturado casi todos los días. Al ser liberado les pidieron a él y a otros prisioneros que contaran que habían sido tratados bien.

Pese a los tormentos vividos, Caracciolo –ahora de 60 años– inició una lucha clandestina contra la dictadura. Todavía es uno los dirigentes sociales más influyentes del país.

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