Política
exterior: la incertidumbre/OLGA
PELLICER
Proceso # 1935, 30 de noviembre de 2013
La
actividad gubernamental durante el presente año ha estado dominada por intensas
negociaciones para sacar adelante las iniciativas de ley –la mayoría de las
cuales han requerido reformas constitucionales– presentadas por el Ejecutivo al Poder Legislativo. En un
panorama de luchas muy complejas que intentan preservar los acuerdos
interpartidistas decididos en el Pacto por México al inicio del gobierno de
Peña Nieto, la política exterior ha ocupado un lugar secundario, casi
imperceptible. No es extraño que así sea, pues en los últimos años ha sido
vista como poco redituable para la élite del país. Por formación, trayectoria y
estilo personal, EPN pertenece a ese perfil. En efecto, para quienes están muy
ocupados en decidir quién obtiene que, cuándo y cómo, la política exterior
ofrece pocos atractivos tangibles.
Lo
anterior no significa que no exista una agenda de política exterior: hay una
larga lista de encuentros bilaterales, asistencia a cumbres de jefes de Estado
o de Gobierno, visitas de Estado; participación en foros multilaterales,
universales, regionales y subregionales. Se trata de una agenda que en
ocasiones ha sido fijada con años de anticipación. Lograr que se cumpla y que
la logística funcione bien es una de las responsabilidades principales de la
Secretaría de Relaciones. Es una tarea que requiere profesionalismo, pero que
no puede verse como la expresión de un proyecto de política exterior.
Los
12 años de gobiernos del PAN dejaron un legado bastante pobre en la materia y
omisiones muy costosas, como fue, por sólo dar un ejemplo, el descuido de no
posicionar a México en las nuevas coordenadas del poder económico y político
que se abrieron en Asia. Se esperaba, por lo tanto, que el nuevo gobierno diera
un golpe de timón para reencauzar la política exterior de México por avenidas que respondiesen mejor a los cambios
ocurridos tanto en la vida interna del país como en la situación internacional.
Ahora
bien, las novedades dignas de mencionar,
en comparación con años anteriores, son pocas: un mejor acercamiento político y
económico hacia China, un mayor sustento económico para la cooperación con Centroamérica
y un empeño notable en profundizar la Alianza del Pacífico entre Chile, Perú,
Colombia y México. Aunque esta última
despierta ciertas interrogantes sobre lo lejos que se pueda llegar, el hecho es
que los medios internacionales, en especial la prensa especializada en
cuestiones económicas, la han convertido en
referente obligado para ilustrar las vías a seguir para una integración
latinoamericana más fructífera.
Sin
minimizar el potencial de los ejemplos anteriores, es obvio que no se han abordado
los problemas de mayor influencia para la vida nacional, como son, por una
parte, las relaciones con Estados Unidos, particularmente en cuestiones de
seguridad y problemas fronterizos; por la otra, el ajuste de la política
exterior al propósito central del proyecto de gobierno de Enrique Peña Nieto,
que es convertir a la mayor explotación de hidrocarburos en el motor fundamental del crecimiento económico.
Tomando
en cuenta la centralidad del problema de la seguridad interna en estos
momentos, la preocupación sobre el destino que tendrá la cooperación con
Estados Unidos al respecto es primordial. Sin embargo, aunque ha habido
declaraciones aisladas en torno a la manera en que se reorientarán los acuerdos
que se habían establecido bajo el paraguas de la Iniciativa Mérida, lo cierto
es que no sabemos todavía cuál es el futuro de esa cooperación. Está abierta la
interrogante de si la mencionada iniciativa todavía existe y, en caso
afirmativo, cuáles son sus recursos, adónde van y cómo se ha reorganizado la
actividad de las agencias estadunidenses de cooperación que operan en México.
En
el caso de la energía, a reserva de que no se conoce aún cuáles serán los
términos de la reforma que eventualmente apruebe el Legislativo, ya están sobre
la mesa problemas que conciernen a la política exterior. Entre ellos se puede
citar la mayor cercanía con los países petroleros considerados modelos útiles
para la experiencia mexicana, la revisión del diálogo con el exterior tomando
en cuenta nuevas realidades, como son la disminución de importaciones
petroleras por parte de Estados Unidos, la búsqueda de nuevos clientes y la
pertenencia, o no, a organizaciones de países importadores, como la Agencia
Internacional de Energía.
Los
ejemplos anteriores son muy útiles para ilustrar un problema fundamental para
la existencia de un proyecto de política exterior en México: la indefinición
sobre las responsabilidades que corresponden a diversas agencias de la
administración pública en lo que toca a las relaciones exteriores. En el caso
de la seguridad, esos asuntos los lleva la Secretaría de Gobernación; en el
caso de lo energético, las decisiones estarían en manos de la Secretaría de
Energía, Pemex o la Comisión Nacional de Hidrocarburos. En tales
circunstancias, la Secretaría de Relaciones Exteriores sólo conduce la agenda y
no existe la entidad con el peso político suficiente para fijar líneas de largo
plazo que sirvan de guía para una compleja inserción de México en un mundo
cambiante.
México
requiere de una reingeniería de la administración pública que permita una mejor
gestión y coordinación de las actividades internacionales del gobierno. Para
ello es necesario, al menos, un gabinete de política exterior que no sólo
garantice la coordinación, sino que sea foro para un debate sustantivo acerca
de los ajustes que reclama una política exterior que incorpore los cambios de
prioridades e intereses que han tenido lugar.
Sin
estructuras administrativas y de gestión que permitan conducir el barco, sin
conceptos claros sobre prioridades que deben establecerse y reajustes que deben
hacerse a la política exterior, México
seguirá navegando sin rumbo. Un año después de haber regresado el PRI al poder,
la incertidumbre sigue siendo el sentimiento dominante al preguntarse sobre el
proyecto de política exterior.
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