La
negociación, bazar en el Capitolio/HOMERO CAMPA
Revista
Proceso...#
1940, 4 de ene. de 14
En
noviembre de 1993 el Congreso estadunidense votó por el Tratado de Libre
Comercio de América del Norte. Las semanas previas fueron de una actividad
intensa de los negociadores políticos y comerciales de México y Estados Unidos,
con reuniones y llamadas de presión a favor y en contra del acuerdo comercial,
con amenazas y chantajes de toda índole… Uno de los actores principales de esos
febriles días, el embajador Jorge Montaño, narró su experiencia en el libro
Misión en Washington, del que aquí se presenta una reseña.
Con
el propósito de conseguir los votos necesarios para que el Congreso de Estados
Unidos aprobara hace 20 años el Tratado de Libre Comercio de América del Norte
(TLCAN), el gobierno mexicano debió sortear chantajes y amenazas de
legisladores de ese país, quienes buscaban beneficios para sus distritos e
incluso querían favores personales.
Con
el argumento de que “toda política es local”, los legisladores estadunidenses
convirtieron el Capitolio en un bazar donde ningún voto fue gratuito.
Incluso
muchos de los votos favorables al acuerdo fueron arrancados de última hora
gracias al cabildeo que hizo personalmente el entonces presidente William
Clinton con los poderes fácticos: las grandes empresas industriales y
comerciales, que financiaban las campañas de numerosos congresistas renuentes u
opositores al TLCAN, a quienes acabaron por doblegar.
El
diplomático mexicano Jorge Montaño participó directamente en muchas de esas
negociaciones en el Capitolio. Estaba obligado a hacerlo: era embajador en
Estados Unidos.
Y
esa experiencia quedó plasmada en su libro Misión en Washington (Planeta,
2004).
Montaño
–actual representante permanente de México ante las Naciones Unidas– refiere el
ambiente de incertidumbre que durante el primer semestre de 1993 había en torno
al futuro del TLCAN: los demócratas miraban con recelo el tratado, pues había
sido negociado por el gobierno republicano de George Bush padre; a su vez los
republicanos no aceptaban los llamados acuerdos paralelos en materia laboral y
medioambiental pactados con la administración demócrata de Clinton.
Además
el nuevo jefe de la Casa Blanca no le ponía mucho interés al tema. Estaba más
concentrado en sacar adelante –lo cual no logró– el programa de salud diseñado
por su esposa Hillary.
Chantajes
En
ese contexto la embajada de México –asesorada por 22 despachos privados
contratados por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari– cabildeó a favor del
TLCAN.
Montaño,
dice en su libro, pronto aprendió que ningún contacto con organizaciones o
políticos estadunidenses era gratuito. Todos querían algo a cambio: “Esa era la
regla de la ciudad y nadie la violentaba, ni tampoco se escandalizaba por ella.
El resorte esencial de la operación del poder se centraba alrededor de la
presión y de los intereses monetarios”, aunque revestidos de causas
relacionadas con los derechos humanos, el medio ambiente o la democracia.
A
lo largo del libro refiere casos de congresistas que se le acercaron para “vender”
–de manera sutil o descarada– su voto por el TLCAN.
Cuenta,
por ejemplo, que en una ocasión organizó para el secretario de Comercio de
México, Jaime Serra, un desayuno con congresistas estadunidenses. Al concluir
el encuentro el “influyente congresista hispano” por California Esteban Torres
pidió “de manera socarrona unos minutos aparte” con Serra y Montaño.
Les
contó que había comprado unos terrenos en Baja California y el vendedor se
había hecho huidizo con los títulos de propiedad. Les dijo que para esas fechas
ya había hecho muchos gastos y prefería que se le devolviera el dinero. “Hasta
aquí íbamos bien, pero luego agregó: si quieren contar con mi voto favorable
para el TLCAN, arréglenme mi problema”.
Lo
mismo le dijo el senador John Breaux, demócrata por Luisiana, cuya “lista de
demandas giraba alrededor del azúcar y su amenaza de que si no se le daba lo
que pedía, no le quedaría de otra que votar en contra”.
“El
cinismo de estos personajes no tenía límites tratando de aprovechar la presión
mexicana para lograr la aprobación del tratado. Eufemísticamente a esto le
llaman pragmatismo cuando ellos la realizan, y corrupción cuando es un mexicano
su autor”, acota Montaño.
Incluso
el caucus hispano –el cual hasta la víspera de la aprobación estuvo dividido e
indeciso en apoyar el tratado– pidió a Montaño que atendiera a una llamada
Asociación de Reclamantes (AdR), la cual supuestamente representaba a unos 20
mil descendientes de habitantes de las zonas afectadas por el Tratado Guadalupe
Hidalgo que los despojó de sus tierras en el siglo XIX y quienes le pedían al
gobierno de México una compensación de 200 millones de dólares más intereses.
Montaño
identifica de dónde venía la presión: del congresista Eligio Kika de la Garza.
La sede de la AdR se encontraba en su distrito, en Valle Grande, Texas.
La
justicia estadunidense había rechazado la petición de la AdR por
“improcedente”. “Sin embargo, frente a México era válido decir que el reclamo
mantenía vigencia”. Comenta que la eventual aprobación del TLCAN en el Congreso
“nos obligaba a abrir un bazar en el cual había cosas que se podían atender y
otras debían hacerse a un lado con gran delicadeza política”. Esto sucedió con
la AdR: el gobierno mexicano no rechazó sus reclamos, pero le dio largas al
asunto para ganar tiempo.
Para
agosto de 1993 personajes como Ralph Nader, ambientalista y promotor de los
derechos del consumidor; Jesse Jackson, religioso defensor de los derechos de
los negros; Pat Buchanan, columnista político, y Ross Perot, empresario y excandidato
independiente a la presidencia, entre otros, advertían –todos por motivos
diferentes– de los “peligros” que el tratado representaba para los intereses de
Estados Unidos.
La
campaña anti-TLCAN era evidente en los medios estadunidenses. Cualquier tema
vinculado con México era motivo para desacreditar a éste como futuro “socio
comercial”.
Por
ejemplo el 3 de agosto de 1993 el grupo ambientalista Earth Island –promotor de
los embargos atunero y camaronero contra México y vinculado con la senadora demócrata
Barbara Boxer, de California, y con el representante demócrata Gerry Studds, de
Massachusetts– publicó un desplegado en The New York Times denunciando a México
por supuesta negligencia en la “matanza” de tortugas.
Esa
misma semana William von Raab, excomisionado de Aduanas, publicó en The
Washington Post un artículo en el que aseguraba que el tratado abriría la
puerta al narcotráfico, debido a la corrupción de las autoridades mexicanas.
“Todo
era infundado, pero la calumnia en esos momentos tenía un costo demasiado
elevado para México”, señala Montaño.
Refiere
que conforme se acercaba la fecha de la votación en el Congreso –programada
para el 17 de noviembre de 1993–, los intentos de chantaje ocurrían “en serie”.
Expone
el caso de Toney Anaya, miembro del equipo negociador del TLC y exgobernador de
Nuevo México, quien le propuso crear un fondo para la comunidad
mexicano-estadunidense de tal manera que ésta pudiera convertirse en una fuerza
política nacional en Estados Unidos. “En esencia, lo que sugería era que el
gobierno de México le pagara un sueldo para que hiciera política, por supuesto
con sombrero ajeno”, comenta Montaño.
O
el caso del congresista Don Manzullo, republicano por Illinois, quien pidió a
Montaño que el gobierno de México devolviera a una familia de su distrito un
auto que, conforme a las leyes mexicanas, le fue confiscado en Torreón. De lo
contrario llevaría el caso a la prensa e incluso presentaría una legislación
para que se confiscaran los automóviles mexicanos en Estados Unidos.
“Reiteradamente
Manzullo dijo que el gobierno mexicano se había robado el coche y que esto sólo
reflejaba la pobre imagen que se tenía de México en su país. Indicó que este
tipo de casos sólo servían para fundamentar los temores de la asociación que suponía
el tratado.”
Montaño
reflexiona: “¿A qué despeñadero nos estábamos dirigiendo en vistas de la
velocidad con la que se manejaban el insulto, la amenaza y el vituperio de
nuestros nuevos socios. Con o sin tratado era muy claro que sus tendencias eran
las de aplastar: quieren empleados, no socios”.
Y
en otra parte de su libro, plantea: “Lo que ocurrió con el tratado fue que
lamentablemente emergieron la prepotencia, la intolerancia y el desprecio hacia
los pobres del sur que no merecían sentarse a la misma mesa. Por años, para
muchos habíamos sido parte de su servidumbre doméstica y la emancipación de la
sociedad que se estaba creando no admitía desigualdades en el trato. Eso les
resultaba inaceptable”.
Poderes
reales
Montaño
recuerda que el gobierno estadunidense intentó en varias ocasiones reabrir
negociaciones sobre aspectos del TLCAN que ya se habían acordado. Washington
pretendía arrancar ventajas de última hora con el argumento de que así se
obtendrían más votos favorables en el Congreso. El embajador cuenta por ejemplo
que a finales de octubre Mickey Kantor, negociador estadunidense, entregó a
Serra Puche “una auténtica lista de supermercado” con productos cuyos aspectos
comerciales ya se habían definido: azúcar, cítricos, vidrio plano, verduras,
vino…
El
gobierno de México rechazó esas pretensiones. Por diversos canales le recordó a
la Casa Blanca y al Capitolio una de las reglas del juego: lo ya acordado no se
renegocia, por lo cual los congresistas deberían decidir sobre el texto que ya
tenían. El embajador considera que en el proceso de cabildeo jugaron un papel
clave los empresarios de ambos países.
Cuenta:
“La urgencia de asegurar los votos que hicieran la diferencia llevó a la
creación de un sistema que se denominó de ‘bujías’. Consistía en el accionar,
por parte de nuestros empresarios en México, de sus interlocutores comerciales
o industriales (en Estados Unidos) para que ejercieran presión sobre aquél
congresista indeciso o senador distraído. El argumento era pragmático: sin tratado
no habría intercambios de ninguna especie”.
Señala
que en esta labor jugaron un papel fundamental empresarios como Luis Carcoba,
Claudio X. González, Juan Gallardo, Juan Sánchez Navarro, Alfonso Romo y Carlos
Slim, cuyas palabras ante legisladores estadunidenses “eran con frecuencia más
convincentes que las de los representantes del gobierno de México” pues dejaban
en claro que más allá de posiciones ideológicas había intereses económicos
concretos que podían afectar a sus distritos.
El
8 de noviembre de ese año –10 días antes de votarse el tratado–, Montaño
compartió con Herminio Blanco, subsecretario de Comercio, “las dudas y
certezas” sobre la aprobación en el Congreso. Para esas fechas la incertidumbre
ya había provocado fuga de capitales de México por 4 mil millones de dólares en
sólo tres días.
“El
secretario de Hacienda (Pedro Aspe) y sus colaboradores estaban trabajando en
un necesario y urgente plan de contingencia (…) Era una situación que podía ser
sumamente peligrosa, en especial si se perdía la confianza en que el tratado
sería aprobado”. Y es que –sostiene Montaño– “estaba en juego todo”: el destino
del TLCAN, el futuro de la presidencia de Clinton, la relección de éste en
1996, la suerte de la economía mexicana y los efectos que ello podía ocasionar
en las elecciones mexicanas de 1994.
Pero
reconoce que Clinton, quien trabajó tardíamente a favor del TLCAN, desplegó en
las semanas previas a la votación toda la fuerza de la Casa Blanca para
adherir simpatizantes al tratado.
Relata:
“Clinton escogió a su consejero especial William Daley como el zar operativo
quien, junto con Mack McLarty, jefe de asesores del presidente, reclutó a los
mejores cabilderos. La operación día con día era supervisada por Rahm Emanuel,
director de Asuntos Políticos de la Casa Blanca, quien coordinaba las tácticas
de guerrilla que emplearon contra los opositores”.
Y
expone un caso para ilustrar el modus operandi del gobierno de Clinton: el de
Norman Mineta, demócrata por California, vinculado con los sindicatos estadunidenses
y fuerte opositor al tratado.
Montaño
narra: “Cuando los asesores (de Clinton) revisaron el distrito de Mineta vieron
que en San José, en el norte de California, se encontraban las matrices de un
buen número de industrias de alta tecnología, por lo que se les pidió a los
directores de esas empresas que lo coparan con llamadas telefónicas para
recordarles abiertamente que el tratado las ayudaría a incrementar sus
exportaciones a México.
“Después
detectaron su cercanía con la industria de las flores. No desaprovecharon la
oportunidad para reiterarle que, de no aprobarse el tratado, ese negocio casi
familiar en su distrito podría desaparecer. Cuando resolvieron las objeciones
económicas por la vía de la persuasión-presión de sus fuentes de suministros
financieros, Mineta expresó sus reservas por la presunta violación de los
derechos humanos en México. Fue entonces cuando recibió dos llamadas, una del
expresidente James Carter y otra del secretario de Estado Warren Christopher,
asegurándole que compartían su preocupación, pero que con el tratado se
fortalecería la democracia en México.
“Finalmente
lo llamó Clinton y lo invitó a cenar para conversar sobre el problema de la
industria de las flores en su estado. Una llamada más le hizo Clinton el lunes
15 por la tarde (dos días antes de las votaciones). Una hora después, un Mineta
atrapado por la decisión más angustiante de su vida anunció a la prensa que
había cambiado su posición y que apoyaría el tratado.
“Este
tipo de gestiones se repitieron incansablemente con gran cantidad de actores,
de los cuales los más sobresalientes fueron sin duda los intereses económicos
en ambos lados de la frontera”, acota Montaño.
Y
señala que según Mark Gearan, director de Comunicaciones de la Casa Blanca,
Clinton y el vicepresidente Al Gore hablaron por teléfono con más de 200
congresistas, mientras el resto de los miembros del gabinete efectuaron 900
llamadas hasta poco antes de la votación.
Además
“ejércitos de cabilderos inundaban los pasillos del Capitolio, abalanzándose
sobre los indecisos… En el primer piso del Capitolio se estableció el centro de
operaciones. De las paredes colgaban enormes pancartas con proclamas a favor
del tratado y los operadores de piso hablaban con los legisladores y los
presionaban en los últimos minutos. Promesas y arreglos de última hora eran
concretados bajo la presión de la antesala del voto”.
Montaño
señala que las corporaciones que favorecían el tratado aportaron 17 millones de
dólares que se distribuyeron en cientos de cabilderos durante dos años, sin
contar los 12 millones de dólares invertidos por el gobierno de México en ese
rubro ni las páginas de publicidad que pagaron algunas corporaciones. Comenta
que en las últimas semanas se buscó incluso a empresarios con intereses en México
–como George Soros, involucrado en el Proyecto Santa Fe de la Ciudad de México–
para que “aportaran fondos en el último jalón de la campaña”.
El
miércoles 17 de noviembre de 1993, después de un debate de 13 horas, la Cámara
de Representantes aprobó el TLCAN con 234 votos a favor y 200 en contra. Un día
después esa tendencia se confirmó en el Senado: 61 votos a favor y 38 en
contra.
El
cabildeo –con el apoyo y los recursos de los empresarios– había rendido frutos.
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