Los
hombres perdidos*/JULIO
SCHERER GARCÍA, fragmentos del libro Cárceles, de Julio Scherer García (Alfaguara, México, 1998).
REPORTAJE
ESPECIAL
Hace
16 años, Julio Scherer García publicó el libro Cárceles, en el que abrió en
canal la cruda realidad del sistema penitenciario mexicano. Avanzado el siglo
XXI, nada ha cambiado.
Los
domingos, días de visita en las cárceles de la Ciudad de México, los presos,
sus familiares y los guardianes devoran el espacio común. Miles de ellos,
drogados y borrachos, degradan la jornada multitudinaria. No hay resguardo para
los niños, víctimas constantes hasta de sus padres. A la luz del sol o
semiocultos bajo tapadizos levantados con trapos y cartones, las criaturas son
acariciadas, masturbadas, enajenadas, destruidas. Esos días los reclusorios se
transforman en abrumadoras casas de citas, intramuros todo permitido.
Las
familias, dispuestas a gozar el día, forman grupos y se convidan los tacos, las
tortas, el chicharrón, las carnitas, las salsas, los refrescos. Platican
mirándose, tan lejos como pueden de los radios que no dan tregua al rock y a
toda estridencia posible. Los olores hacen del aire otro aire, mezclada la
manteca rancia con los desperdicios que fluyen. De las diez de la mañana a las
seis de la tarde, igual en el reclusorio norte que en el sur, veinte mil
personas cohabitan en espacios diseñados para ocho mil.
Carlos
Tornero Díaz,1 director de las prisiones desde el cinco de diciembre de 1997,
de setenta años de edad, cuarenta vividos entre psicópatas y criminales, pinta
el cuadro y se describe como una nada en el océano vociferante. La marea lo
cubre. A una distancia insalvable, apretujado entre bloques humanos, mira a
custodios entregados a pasatiempos soeces.
A
lo largo de sexenios descompuestos que reclaman sepultura, ha conocido a
funcionarios y carceleros que se han entendido como amigos y cómplices. Juntos
han llevado el hierro a las prisiones y lucrado a partir de su condición
privilegiada. Son especie común los guardianes con automóvil, una bien
instalada casa para la señora, y para las amigas de planta departamentos que no
avergüenzan.
(…)
Tornero
Díaz habrá conocido a unos noventa directores de cárceles citadinas y a más de
quinientos de las 461 que existen a lo largo de la República. Muchos han
delinquido y no ha sabido de uno, ladrón, violador, torturador, asesino, que
haya pagado con su libertad. Las sanciones no han pasado de la remoción y una
fianza menor para acallar el escándalo por alguna fuga espectacular.
Los
contrastes hablan por sí mismos. Hombres de bien ganada fama han sido cazados
por verdugos ocultos. Y el director de la cárcel de Tijuana terminó cuando
manos enloquecidas le apretaron en la cintura una faja de explosivos, canana
que prendió un cerillo.
uuu
“Soy
psiquiatra y convivo con miles de enfermos, muchos dañados de manera
irreversible, algunos locos para siempre. Otros, muchos también, caminan a la
esquizofrenia, quebrados los afectos profundos, destruida su relación con el
mundo exterior. No conozco un interno sin neurosis, alterada su capacidad
intelectual, disminuida su aptitud física, desviada o aniquilada su sexualidad,
exacerbado el abrigo de la intimidad.
“Corrupción
y explotación son palabras que envuelven el vacío. Nada dicen. Importa mirar a
los internos de cerca, cara a cara, armarse de paciencia para escuchar su voz
truncada. Sólo así es posible sentir el tono descolorido de su vida, el tedio
que todo se traga.
“El
hacinamiento, el hedor, el estrés, el trabajo que no llega, el deporte
imposible, la golpiza al acecho, la venganza a punto, la disputa por los
territorios, la pérdida del sentido de humanidad, todo junto llevaría al
recluso al incendio de su propia vida y la ajena, si no fuera por el licor o la
droga. Si la prisión ahoga, el trago y el polvo liberan.
“Los
reos, los más, desvirtúan el lenguaje y debilitan su identidad como personas.
Sin conversación, se comunican con silbidos. Atentos al jefe de seguridad,
anuncian sus pasos con sonidos que imitan las voces de los pájaros. Conocedores
de los odios y los rencores de la cárcel, si las puntas brillan en un rincón y
por ahí merodea un custodio, cubren a los pendencieros con notas largas y
agudas.
“Les
gustan los tatuajes y se adornan con pechos inabarcables y nalgas
inconcebibles, caderas recogidas y cinturas como aros, leopardos y tigres que
avanzan, águilas con picos que devoran. Su obscenidad, sosa y pueril, se lee en
los excusados.”
uuu
–Al
drogadicto usted lo carga como a una criatura. Pienso en el gavillero que muere
sobre los hombros de su padre en uno de los famosos cuentos de Rulfo.
–Soy
psiquiatra. La drogadicción reduce los márgenes de la normalidad, corta la vida
de la relación, lleva a la psicosis.
–Usted
vive la drogadicción como una tragedia personal.
–No
está lejos de la verdad. Las cárceles han engendrado miles de drogadictos,
hombres perdidos. No tiene medida la responsabilidad de las autoridades en este
crimen masivo. Conocido el problema de muchos años atrás, los gobiernos lo
dejaron crecer. Las prisiones terminaron como hogares de los narcos.
–¿Existen
los centros de salud para los presos?
–Existen,
por supuesto, como existe la sombra en relación al cuerpo.
–No
sirven.
–No.
–¿Seguro,
doctor? ¿No será que su temperamento lo lleva a la exageración?
–Me
quedo corto.
Calla.
Vuelve:
–¿Le
cuento?
–Por
favor.
–Tengo
en mis manos las fotografías y la firma del notario que las certifica. En la
clínica del reclusorio norte el instrumental médico se halla en el fondo de
baldes sucios. El agua es grasosa. Ahí están las jeringas, las agujas, los
bisturíes. Las medicinas apenas se ven: unas cajas y algunos frascos alineados
en espacios sobrados. El consultorio es inhóspito, maloliente.
1
Carlos Tornero Díaz (1927-2009), director de los reclusorios capitalinos durante
los primeros años de la administración de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, en
1997.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario