Un
mundo sin sombra/Gustavo Martín Garzo es escritor.
El
País | 17 de agosto de 2014
Cuando
Pier Paolo Pasolini abandonó el realismo de su primera época para hacer
películas como Medea, El Decamerón o Las mil y una noches, su amigo Alberto
Moravia se preguntó en un artículo por las razones que podían haberle llevado a
hacerlo. “La explicación más simple”, escribe, “es que en Pasolini resulta ya
una necesidad poética la mediación cultural”. La realidad, pensaba Moravia,
había perdido densidad en la inspiración de Pasolini, que necesitaba recurrir
al mundo eterno de los relatos y los mitos para penetrar en el eterno misterio
del corazón humano.
Tal
adelgazamiento de lo real es sin duda uno de los hechos más preocupantes de
este tiempo. La pérdida de prestigio de cuanto tiene que ver con las
humanidades en la enseñanza es uno de sus signos más claros. Alarma la
marginación que asignaturas como Filosofía, Lenguas Clásicas o Historia sufren
en los nuevos planes educativos, y la indiferencia con que se trata a esas
otras —Literatura, Música, Historia del Arte o Danza— que en otro tiempo
recibían el delicado nombre de Bellas Artes. Los nuevos planes educativos
exigen que un niño a los cinco años sepa leer, apostando por un modelo que
fomenta la competencia, la utilidad y el conformismo, e ignoran
sistemáticamente la importancia de las enseñanzas creativas a esa tierna edad.
Porque lo que necesita un niño a los cinco años no es saber leer, sino escuchar
música y cuentos, conocer su cuerpo y jugar con él, encontrar palabras y
figuras que le ayuden entender lo que siente y a encontrar su lugar entre los demás.
La educación ha dado la espalda al complejo mundo de sus afectos y apuesta cada
vez más por un individuo adaptado, pragmático, obediente a los códigos de su
entorno social.
Hay
un momento único en que el niño descubre su sombra. Descubre otro yo, alguien
que le acompaña en secreto. Ese alguien habita sus pensamientos y sus deseos
más íntimos, es su doble escondido, su parte proscrita. En Peter Pan, la novela
de J. M. Barrie, el niño volador regresa a Londres en busca de la sombra que ha
perdido, pues esa sombra le vincula a la isla de la que viene; y, a través
suyo, a la infancia, con todas sus fantasías y locuras. En esa sombra reside su
vitalidad, pero también cuanto de caótico y destructivo hay en él. Freud,
Nietzsche y Jung hablaron de ese contraste entre la racionalidad y la sombra, y
vieron que no era posible un desarrollo completo de la personalidad sin una
armonización de los dos.
Adelbert
von Chamisso escribió a comienzos del siglo XIX La maravillosa historia de
Peter Schlemihl (de la que hace poco la editorial Nórdica hizo una cuidada
edición). En ella, un hombre para hacerse rico vende al miedo una parte de su
humanidad: su sombra. Podría ser una alegoría de este tiempo, en que también
por miedo (miedo a lo que somos, a nuestro verdadero ser, a sus preguntas
eternas y a su poder creador) huimos de cuanto nos perturba o inquieta, para
refugiarnos en el nido de nuestras conveniencias. La novela de Chamisso tuvo un
éxito extraordinario, y muchos autores recrearon tras él la extraña historia.
Hoffman hizo que la sombra fuera la imagen reflejada en un espejo, y Théophile
Gautier cuenta la historia de un joven romántico que se vuelve loco al perder
esa imagen. En La sombra, de H. C. Andersen y en El pescador y su alma, de
Oscar Wilde, son las sombras las que acaban esclavizando y transformando en sus
reflejos a sus atribulados dueños. El mito de Drácula habla de esta primacía de
la sombra sobre la razón. El vampiro es la sombra del hombre, una sombra que
adquiere tanto poder sobre él que termina por arrojarle al abismo de la locura
y la perversidad. Pues así como es peligroso que alguien pierda su sombra, no
lo es menos que esa sombra adquiera demasiado poder sobre él y termine
sometiéndole a la ley oscura de sus demandas.
La
sombra personaliza en las historias que acabamos de recordar la parte primitiva
e instintiva del hombre. Es su doble negativo, pero también la fuente de la
vitalidad y, en cierta forma, de su salud intelectual. Es ella la que nos
enseña a tolerar las ambigüedades y nos aparta de los peligros que acosan al
hombre integrado: la rigidez de pensamiento, el dogmatismo, los
fundamentalismos religiosos, los prejuicios etnocéntricos o la banalidad. Es
curioso, a este respecto, preguntarse por qué en el cine actual el género del
terror goza de tan buena salud, y las salas se llenan sobre todo de jóvenes que
acuden excitados a contemplar sus truculencias. Aún más, ¿por qué en ese cine
los personajes más repetidos son los zombis o esos seres contaminados por virus
letales que privándoles de toda humanidad los transforman en verdaderas jaurías
sedientas de sangre? Drácula, a su manera, era un caballero, un hombre culto,
amigo de la conversación y los juegos de la inteligencia; y el monstruo del
doctor Frankenstein temblaba al acercarse a los niños. Pero los zombis ¿por qué
son tan siniestros?; ¿por qué ni siquiera pueden hablar?; ¿simbolizan esa
incapacidad del hombre actual para dialogar con su propia sombra de la que se
quejaba Pasolini?
Yasunari
Kawabata tiene un cuento titulado La madre que podía leer. Sus protagonistas
son una madre y un hijo. El hijo está loco. Se pasa los días encerrado con
resmas de papel, escribiendo sin descanso. Mas sólo se imagina que lo hace,
pues el papel continúa en blanco. Cuando llega su madre, le pide que le lea lo
que ha escrito, y ella, conmovida por la locura de su hijo, empieza a
inventárselo. Le cuenta entonces sus recuerdos de niña, las historias de su
juventud, mientras el hijo piensa que es él quien los escribe. La madre
recuerda cosas que había olvidado, y su amor le hace pensar que es su hijo
quien se las hace decir, y así las almas de los dos se funden en un sola. Lo
que se dicen dos sombras, tal es el argumento de este hermoso cuento. Pero
¿acaso el amor (y la verdadera cultura) no es ese juego entre nosotros y
nuestras sus sombras?
Hace
unos días, en un pueblecito asturiano, visité una pequeña escuela. Los niños,
de seis años, habían leído un cuento titulado El pacto del bosque, en que una
loba, tras ser ayudada por unos conejitos, les promete que nunca más, en ese
bosque, los lobos volverán a causar daño a los de su especie. Y la buena
maestra, tras explicarles pacientemente a los niños el significado de la
palabra pacto, les pidió que hicieran un dibujo en que explicaran con quién o
qué harían ellos un pacto. Las respuestas eran, por lo general, todo lo
previsibles que suelen ser las respuestas de los niños cuando sólo aspiran a
conseguir la aprobación del adulto. Y así una niña hablaba de un pacto para que
los animales no tuvieran que morir; otra, con la naturaleza que los hombres
estaban destruyendo; otro más, de un pacto para que los niños pobres pudieran
ir a la escuela.
Pero
entre ellos, había una pequeña que había nacido sin los dedos de una de las
manos y cuyo dibujo respondía a una lógica más decisiva y personal. En su
dibujo podían verse las dos manos, la normal y la mala, a un lado y otro de un
cuaderno abierto. Arriba había escrito: “El pacto que han hecho mis dos manos”.
Y, en el cuaderno, entre las manos, podía leerse: “Te quiero”.
Dos
manitas que hacen un pacto: una normal —con sus cinco dedos— y otra extraña —su
sombra—, eso es un cuento.
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