Efebocracia/Manuel Olivencia Ruiz, Catedrático emérito de Derecho Mercantil y Académico.
ABC
|17 de agosto de 2014
Manolo
–me confesaba Alfonso de Cossio una mañana de la primavera sevillana de 1977 en
la tertulia de “El Coliseo”–, he luchado años por traer a España una democracia
y resulta que hemos traído una “efebocracia” de jóvenes guapos en la que yo no
tengo nada que hacer». Alfonso frisaba los setenta y no era precisamente un
adonis. Otro contertulio, Jaime García Añoveros, decía que la enemistad de
Alfonso con Aranguren se debía a celos, porque era aún más feo que él.
Eminente
catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla, una de las mentes
más lúcidas que he conocido, el profesor de Cossío había militado en el
ejército nacional durante la guerra, como oficial del Cuerpo Jurídico, con una
hoja de servicios plena de méritos, ascensos y distinciones. Terminó la guerra
en Santander y allí conoció a Margarita, joven y guapa, con la que se casó. Fue
su mejor victoria.
A
partir de los años cincuenta, Alfonso adoptó una postura muy crítica y activa
contra el franquismo, que le llevó a la Junta Democrática, después a la
«Platajunta», y le supuso persecución por el Régimen. Liberal por convicción,
simpatizó con el PCE y con CC.OO. y se destacó en la defensa jurídica de sus
militantes ante el Tribunal de Orden Público, el famoso TOP, como en el proceso
«1001».
Pero,
llegada la democracia, la izquierda que él había defendido gallardamente le negó
todo apoyo político y el profesor no llegó a ser ni candidato a senador
independiente en las elecciones de 1977.
—«Aquí,
no hay Cánovas ni Sagasta, sino Adolfo y Felipe».
Pero
en aquella «efebocracia» resultó que los jóvenes guapos tenían, además, ideas,
divergentes como sus procedencias políticas, pero coincidentes en la transición
a una democracia y en hitos fundamentales de aquel difícil camino… Se
alternaron en el poder –Leopoldo Calvo Sotelo en medio– y acreditaron su
calidad de «hombres de Estado», por encima de su edad y de su físico.
Alfonso
de Cossío «no tocó bola» en aquella democracia por la que había luchado y por
eso la reducía a una «efebocracia», para explicar su exclusión.
Pero
la edad y la apariencia física han prosperado como méritos en una sociedad
mediática, gráfica y visual, en la que se valoran la fotogenia y la telegenia,
sobre todo por el atractivo que pueden tener para el sexo opuesto. Eso explica,
en gran parte, el gobierno de los jóvenes. Donde antes mandaban los abuelos,
ahora lo hacen los jóvenes. Por eso, en el pasado, los jóvenes se disfrazaban
de viejos (¡ver los retratos al daguerrotipo de nuestros bisabuelos y abuelos a
los treinta años de edad!) y en esta, los viejos queremos aparentar que somos
menos viejos.
Yo
pertenezco cronológicamente a la generación de los «niños de la guerra», de
quienes la sufrimos pero no la ganamos, ni los de una zona ni los de la otra.
Es la generación del cambio: fuimos niños cuando mandaban los padres y padres
cuando empezaron a mandar los hijos (¡y los nietos!); estudiantes, cuando
mandaban los profesores, y profesores cuando ya mandaban los estudiantes. Ahora
no aspiramos a mandar; nos conformamos con no ser víctimas de la «progre»
eutanasia en un hospital. Queremos vivir dignamente, antes de morir.
Pero
nos preocupa esta oleada de nueva «efebocracia» que azota nuestra política.
Tiene precedentes inmediatos en el Gobierno de Rodríguez Zapatero, que llegó al
poder joven y bien parecido, y que nombraba ministros y ministras por su look.
Su herencia no es, desde luego, reconfortante. Pero el actual modelo es Pedro
Sánchez. Ha jubilado a Rubalcaba y lo ha mandado a la Universidad, a repasar
las valencias del carbono; y pretende hacerlo con Rajoy con el argumento de que
es de otra generación, y lo ha mandado a pisar la calle, supongo que en silla
de ruedas. Con esa «idea fuerza» (de la que indulta a Cándido Méndez), hubiese
jubilado a Schuman, Adenauer, Monnet y de Gasperi, los «abuelos» de Europa. El
menos viejo, Jean Monnet, nació en 1888; el más anciano, Konrad Adenauer, en
1872, y dimitió de canciller cumplidos los 87. Todos, del último tercio del
siglo XIX. Con ese rejuvenecimiento de la política, nos hubiésemos quedado
huérfanos de Europa.
La
democracia nació en Grecia y en ella tenían un papel destacado los viejos.
Pericles, reelegido estratega, murió a los 65 años. La voz Senado procede de
senex, anciano, y en algunas democracias modernas (p. ej., en Italia) hay senadores
vitalicios. En la Cámara de los Lores (con humor fácil, se le llama «la Cámara
de los loros») la mayoría de los miembros «temporales» son vitalicios; los
«espirituales» son venerables obispos anglicanos.
No
defiendo la gerontocracia, pero sí pido respeto a ese caudal de experiencia y
sabiduría que en política representan los mayores; defiendo el gobierno de los
mejores, elegidos por los ciudadanos; pero los mejores calificados por sus
ideas, por su intelecto, no por su edad ni su físico.
Y,
hablando de «nueva política», todavía no he oído nada «nuevo» al flamante y
apuesto secretario general del PSOE. Su debut no ha sido afortunado: la primera
decisión, infringir en la Unión Europea el principio pactasuntservanda, clave
de las relaciones internacionales y de todo el Derecho de obligaciones; sus
primeras declaraciones, tópicos vetustos, como la ruptura de los acuerdos con
la Santa Sede o el Estado federal, propuestas que bien podrían atribuirse a
Pablo Iglesias (al viejo y al joven).
Cuando
Ortega y Gasset, hace ahora un siglo, contrapuso «Vieja y nueva política» y
salvó expresamente de la primera al «Abuelo», el «Fundador» del PSOE tenía 63
años, Aunque el filósofo liberal no descartaba la colaboración de los
socialistas, los acusaba de «utópicos» en sus ademanes y de «rígidos» en sus
dogmas. Ya que Felipe González rompió las cadenas del marxismo, no deberían
ahora los jóvenes socialistas convertir lo utópico en tópico.
Renovar
no consiste en ser más joven, sino en sustituir lo viejo inservible por lo nuevo
útil. De eso, no he oído ni visto nada, hasta ahora, al joven secretario
general del PSOE. Y deseo oírlo, sinceramente.
Ni
gerontocracia ni efebocracia. Lo que hay que sustituir en política es lo
obsoleto por lo útil, cualquiera sea la edad del gobernante o del candidato. La
«nueva política» no es la de los jóvenes, sino la que casa con las aspiraciones
de la ciudadanía, no solo de los jóvenes, y con la acuciante realidad actual.
No basta desempolvar trastos viejos; vuelve a ser necesaria una «nueva política»,
basada en nuevas ideas para nuevos anhelos.
Para
no pecar de «machismo», otro día hablaré del gobierno de las mujeres, aunque
prefiero el de los mejores… y «las mejoras».
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