Morir
a la intemperie/ROBERTO
HERNÁNDEZ
Revista Proceso # 1971, 9 de agosto de 2014
Mi
abuela era una mujer con un dinamismo impropio de su edad. Nadie sabe
exactamente cuándo nació. Como el registro civil del pueblo se había destruido,
su acta de nacimiento se perdió. Lo único cierto es mi abuela era tan –o más–
vieja que la Constitución de 1917. Por eso yo calculaba su edad con cada
aniversario de la Constitución.
A
los 10 años, durante el fin de semana, mientras mis compañeros de escuela iban
a Cuernavaca o a Valle de Bravo o a Tequesquitengo, en mi familia viajábamos a
Mixquiahuala, Hidalgo. Entonces era un pueblo de unos 10,000 habitantes. Tenía
un zócalo pequeñito con algunas alcantarillas abiertas. Lo recuerdo pues en una
de ellas me caí, encajándome el manubrio de mi bicicleta en la mejilla. En una
de las esquinas del zócalo estaba la casa de mi abuela. Ahí creció mi madre.
Ahí, hacía años, mi abuelo había fundado una ferretería –la ferretería del
pueblo. Cuando mi tío se casó y mis abuelos se separaron, mi tío se fue a vivir
en casa de la abuela. Convirtió la ferretería en una farmacia y en un
consultorio médico. En ese consultorio mi tío –el cirujano del pueblo– limpió y
cosió mi herida. Una de muchas lesiones durante mis visitas a Mixquiahuala.
Mi
abuela, Rosalía, vivía en el segundo piso. Años después de su separación, su
casa era una colección de disfuncionalidades. No servía la bomba de agua. No
servía el calentador. Todas las mañanas ella descendía al primer piso portando
dos cubetas, y las llenaba pacientemente bajo un chorrito ínfimo. Todo se hacía
a cubetadas. Me enseñó a lavarme las manos en una bandejita. Contaba los
cuadritos del papel de baño que nos daba. En la sala había un televisor
Telefunken enmarcado por dos bocinas enormes. Me contaron mil veces la historia
de cómo el abuelo compró el televisor, que nunca vi encendido. Un sillón gris
que no reclinaba. Una terraza frente a la cocina que, a pesar de estar en un
segundo piso, carecía de barandal. Una estufa que había que encender con
servilletas hechas rollito. En ausencia de televisor, por las mañanas mi abuela
nos entretenía con las historias de “Ka-li-mán” que aún pasaban por la radio.
Mis padres trataban de mejorar su condición, aunque, extrañamente, las cosas
que llevaban para la abuela casi siempre habían desparecido para la siguiente
visita.
A
pesar de estas carencias siempre la sentí sana y alegre de vernos. Llegué a pensar que el trayecto de cargar las
cubetas llenas de agua por la escalera era el secreto de su eterna salud. A sus
ochenta años le daba lo mismo pasearse en motocicleta con uno de sus nietos que
viajar en auto. En su casa siempre nos recibía con gelatinas; con leche búlgara
licuada con guayabas, enchiladas. No desperdiciaba ni la cáscara de las
manzanas, la cual usaba para hacer té. Nos celebraba las Navidades haciendo
buñuelos cuya preparación le tomaba varios días. Cada cumpleaños yo y cada uno
de sus nietos recibimos una carta de ella.
Pasaron
los años y sus cartas dejaron de llegar. Un buen día mi madre me llamó para
contarme que la abuela había desaparecido o que había sido secuestrada. Lo
extraño es que el secuestrador era su propio hijo, el médico. No había forma de
comunicarse con la abuela. Los teléfonos de siempre ya no funcionaban. Tomé una
de las cámaras de video con la que se filmó Presunto culpable y me dirigí a
Mixquiahuala. Al llegar entendí la situación: su propio hijo la había
desalojado de su casa y la había colocado en un terreno a algunos kilómetros de
ahí. Había desmantelado su casa para darla en renta a tiendas Coppel.
Al
examinar los papeles, comprendí que el notario del pueblo y mi tío, el “médico”,
se habían coludido para simular que mi abuela le había donado su casa a mi tío.
A su vez, el tío le había donado la casa a su propio hijo. El notario público,
cuya misión es ser un guardián de la verdad legal, había permitido que una
mujer senil perdiera todo su patrimonio con una firma. Cuando confronté al tío,
no vaciló en amenazar que mataría a mi madre. Sé que tenía un arma, porque
recuerdo verlo matar a tiros a uno de sus perros moribundos, que había sido
envenenado. Lo recuerdo empuñando el arma, disparándole al animal, que se
encontraba tendido en el piso como a una distancia de veinte metros. Fue en el
mismo terreno en el que ahora había ubicado a mi abuela.
Mi
madre emprendió una batalla legal que dividió a la familia, y que duraría
muchos años. Trató de denunciar al hermano. En sus esfuerzos por encontrar
algún ancla de legalidad de la cual asirse, descubrió que el tío no era en
realidad médico, aunque durante años se había ostentado como tal. Recuerdo
durante años mirar un letrero frente a la farmacia que decía el número de su
cédula profesional. Era una simulación: nunca se había inscrito en la UNAM. Mi
madre denunció a su hermano por el delito de usurpación de profesiones. Mi tío
fue arrestado y encarcelado durante dos semanas. No sé cómo fue liberado el
tío, y jamás supimos el resultado de esa acusación penal. Pero aprovechando el
arresto, mi madre rescató a mi abuela y se la llevó a la Ciudad de México.
Ahí
emprendió un juicio de interdicción, para volverse tutora de su madre. El
juicio duró tanto tiempo que pensé que mi abuela moriría antes de que mi madre
consiguiera ser la tutora legal de la abuela. Pero increíblemente lo consiguió.
Ya
como tutora, y argumentando que la abuela no se había reservado ningún bien
para su propia manutención, mi madre demandó la anulación de la supuesta
donación de la casa. Nuevamente, pensé que mi abuela moriría antes de ver una
sentencia que eliminara la donación. Pensé que los tribunales hidalguenses se
doblarían ante las amenazas del tío. Pensé que el abogado de oficio que llevaba
el caso no podría obtener una sentencia favorable. Pero me equivoqué. El
abogado de oficio fue eficiente. El tribunal emitió una sentencia valiente. Y
mi madre consiguió una orden judicial que exigía al tío la restitución de la casa
de mi abuela.
La
noticia me devolvió un poco de fe en la justicia de mi país. Sin embargo,
debido a las amenazas del tío, el abogado de oficio tuvo que ser reubicado.
Luego, mi tío y su hijo apelaron la sentencia. Después, los tribunales
hidalguenses salieron de vacaciones, lo cual pospuso la determinación de la
apelación.
El
25 de julio pasado, mi abuela murió. Una neumonía le dio el empujoncito que
necesitaba para partir. Sus últimas palabras fueron: “Esto no es Mixquiahuala.
Ya vámonos de aquí”. La sentencia que la restituiría en la posesión de su casa
no llegó a tiempo y ella se cansó de esperar. Hoy nuestra Constitución de 1917
es una vieja de noventa y siete años de edad. A pesar de su antigüedad, aún no
logramos construir un país en que los médicos que se ostenten como tales
realmente lo sean. En el que los notarios realmente protejan la legalidad. En
el que los tribunales que imparten justicia la impartan a tiempo. Hoy, como en
1917, quien posee un arma puede amenazar, despojar y apropiarse de los bienes
de otros. Hoy, como en 1917, el estado de derecho en México sigue siendo una
idea, pero no una realidad. Y por ello, tantos como mi abuela, viven y mueren a
la intemperie.
*Realizador
del largometraje documental Presunto culpable.
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