Cinco
minutos para morir/TÉMORIS
GRECKO
Revista Proceso # 1971, 9 de agosto de 2014
Suena
el teléfono en la casa de un palestino. Cuando el habitante de la misma
responde, un soldado israelí le comunica que tiene cinco minutos para
desalojarla. No es una baladronada. En cinco minutos ese lugar será destruido,
quirúrgicamente, por un proyectil teledirigido. Este hecho se repitió una y
otra vez a partir del 8 de julio en numerosas viviendas de la Franja de Gaza, y
por esas acciones el ejército de Israel se llama “el más humanitario del
mundo”. No obstante, ese “humanitarismo militar” no frenó la destrucción, en 30
días, de Gaza, con saldo de casi 2 mil muertos, 10 mil heridos, 5 mil casas demolidas
y 560 mil desplazados.
GAZA,
PALESTINA.- El viernes 1, los habitantes de Khuzaa aprovecharon la tregua
temporal que anunció el gobierno de Tel Aviv para regresar a sus hogares.
Cuando se encontraban a orillas del pueblo, vislumbraron que la destrucción
había sido masiva.
El
pueblo –en el sur de la Franja de Gaza, a 500 metros de la frontera con Israel–
fue de los primeros en sufrir los ataques de la artillería y la aviación
israelíes el 13 de julio, en el inicio de la operación Escudo Protector; luego,
el 17 de julio, las tropas ocuparon sus calles y casas. Estuvieron ahí dos
semanas. Lo desocuparon la noche del 30 de julio. Ello abrió la puerta para el
regreso de los habitantes.
Debido
a que los soldados destruyeron una parte de la carretera que conduce a Khuzaa,
los vehículos no pudieron entrar. Se quedaron a casi un kilómetro. Fue
necesario caminar bajo un sol inhumano para llegar al pueblo.
Conforme
los habitantes se acercaban percibieron poco a poco el tamaño de la
destrucción: No había un inmueble ileso. Muchos estaban en tal ruina que no
podía reconocerse qué tipo de construcción habían sido. Un árbol se mezclaba
con columnas desnudas que parecían imitarlo, alzándose por encima de montones
de escombros. Y debajo de éstos, cadáveres. No hacían falta perros entrenados
para detectarlos: El hedor delataba su presencia.
Unos
20 jóvenes se afanaban por escarbar en un montículo de arena, en cuyo borde
superior se asomaba, llantas para arriba, la mitad de un pequeño carromato de
madera. Buscaban el cuerpo del conductor, que yacía sepultado por la explosión
de una bomba. Unos metros más allá otros buscaba más cadáveres entre las
piedras de un edificio; algunos más usaban mantas como camillas para trasladar
cuerpos horriblemente quemados.
Por
aquí y por allá se podían ver entre los escombros miembros humanos: una mano,
un brazo, una pierna… muchos todavía pegados, aparentemente, a un cuerpo
escondido; otros no. Casi todos mostraban las huellas del fuego de lo que debió
ser un bombardeo alucinante.
El
hedor de la muerte
A
falta de mejor transporte, pequeños carromatos tirados por burros servían de
plataforma para apilar los despojos: largas figuras envueltas en tapetes. Los
hombres hacían su trabajo con hipnótica fortaleza, como si no pensaran en el
sentido de sus movimientos, automatizándolos para proteger el corazón. En medio
de la tragedia, la urgencia de limpiar para reconstruir cancelaba el tiempo de
lamentarla.
Del
interior de una casa casi al final del pueblo emanaba un hedor que hacía
estremecer a los vecinos. Era el hedor de la muerte concentrada. En el baño de
la vivienda –estrecho, diminuto– había varios cadáveres apilados. “Estaban como
derretidos, unos encima de otros”, describe Abu Shaar, palestino de 25 años.
Los vecinos no los pudieron reconocer; ni siquiera pudieron contar con
precisión cuántos eran. Entre seis y ocho, calcularon. La carne de sus cuerpos
no la destruyó el fuego de las bombas, sino ráfagas de balas y la acción del
calor, los insectos y las bacterias durante los 10 o 20 días que estuvieron
abandonados.
Cuando
el reportero llegó a la casa los vecinos acababan de llevarse los cuerpos.
Pudo, sin embargo, recorrer los cuartos: una cocina, una sala, una recámara y
el diminuto baño. En el piso de cada uno de ellos había charcos de sangre vieja
y las paredes estaban rociadas de impactos de bala y manchas de sangre; eran
líneas continuas, como cuando se dispara un fusil automático con el movimiento
de quien riega el jardín. Las armas eran tan potentes que los proyectiles
atravesaron los cuerpos y puntearon la pared. Decenas de casquillos regados por
la casa quedaron como pista. Esbeltos, alargados, en su parte inferior tenían
grabadas las letras mayúsculas IMI, como los que produce la empresa Israeli
Military Industries, proveedora del ejército israelí y fabricante de la famosa
subametralladora Uzi.
En
el pequeño jardín de la casa esperaba su propietario: Mohammad Abu al Sharif.
Había retornado a ella tras haber sacado a su mujer y cuatro hijas de ahí para
salvarlas de los primeros bombardeos, el 13 de julio. Dijo que no podría decir
si alguno de los cadáveres correspondía a alguno de los nueve miembros de su
familia que dejó ahí, entre quienes no aclaró si había combatientes.
En
ese periodo las circunstancias cambiaron. Ocupados en la búsqueda de vecinos
muertos, los pobladores no tenían manera de saber que el cese el fuego se había
roto. Lo descubrieron cuando los empezaron a matar. Se escuchaban disparos de
tanque cada vez más cerca y los jóvenes ya no llevaban cadáveres podridos y
calcinados, sino los de hombres recién asesinados.
Intentaron
colocar a uno de ellos en un carrito de madera, pero en el último momento se
arrepintieron y casi tiran el cuerpo al suelo. Una inspección cercana reveló el
motivo: en la plataforma aún había sangre y pedazos de carne de una remesa
anterior, y en ellos se alimentaba una enloquecida tropa de gusanos, gordos y
activos como si celebraran una fiesta.
De
la vida a la tumba
El
doctor Nasr Abu Shufka se ha tranquilizado un poco. Es difícil entender cómo lo
consigue. Tres periodistas se han escurrido hasta la pequeña sala de su
departamento, de unos 50 metros cuadrados, en un edificio sin lujos ubicado en
el barrio gazatí de Jalabiya.
El
inmueble está semidestruido: por la recámara entraron dos cohetes que disparó
un dron. Como era mediodía, nadie estaba en ella. Los proyectiles continuaron
su camino a través de la pared y una puerta. En su trayectoria impactaron a
Jemal, hermano de Nasr, y a Abdel Jheel, su primo, e hicieron pedazos sus
cuerpos. Los dos tenían 38 años. Es el 30 de julio y los hijos de ambos recogen
pedazos de carne de sus padres que quedaron pegados a las paredes de color
crema. Arrojan una manta al piso para cubrir la sección donde se ha encharcado
la mayor parte de la sangre. Pero las manchas abundan.
“Si
peleas con alguien, pelea con los militares”, pide Nasr, sujetando su camisa de
color azul.
No
se explica el asesinato de Jemal y Abdel porque ninguno en la familia es
militante de Hamas ni de alguna de las facciones en guerra con los israelíes.
Admite que todos ellos fueron activistas en su juventud, pero de la
Organización para la Liberación de Palestina, a la cual el primer ministro
israelí, Benjamín Netanyahu, considera interlocutor válido; son los palestinos
“buenos”.
“No
es de soldados pelear contra un niño o una mujer –reclama–. Si no respetan a los
civiles, están pidiendo que regrese la época de los atentados suicidas.”
Hace
media hora, recuerda, su hermano estaba vivo, en este mismo sitio. Se equivoca
ligeramente. Fue tal vez una hora. Si la tradición islámica prescribe enterrar
los cadáveres antes de 24 horas, los gazatíes son desconcertantemente veloces.
Este
caso es un ejemplo: Tras el asesinato de Jemal y Abdel alguien llamó a la
ambulancia, los paramédicos recogieron los cuerpos, los llevaron a la morgue
del hospital Kemal Aduan, ahí pasaron sólo unos minutos antes de que los
devolvieran a los parientes, quienes de inmediato se trasladaron al cementerio
donde la inmensa familia y los vecinos, todavía consternados por la noticia,
esperaban entre llanto y gritos. Las fosas ya estaban abiertas. Una ceremonia
breve, con algunas palabras, y la tierra empezó a caer en la tumba. Ni 60
minutos.
Avisos
“humanitarios”
Israel
declaró objetivo militar a todo lo que sepa sospeche o adivine que en algún
momento pasado, presente o futuro haya significado o pudiera significar una
amenaza contra sus tropas.
El
blog del ejército israelí difundió infografías, que después fueron reproducidas
miles de veces en redes sociales, en las que aparecen dibujos de casas civiles,
escuelas y hospitales con depósitos subterráneos de armas, accesos a túneles o
escondites para milicianos. No hace falta demostrar nada: la sentencia es
automática y firme desde el momento en que alguien marcó el objetivo en un mapa
con base en lo que contó algún informante a cambio de dinero. Con frecuencia
basta con que alguien considerado enemigo viva o haya vivido ahí y a veces ni
siquiera hace falta eso.
En
Maghazi, un antiguo campo de refugiados que con el paso del tiempo adquirió una
sólida infraestructura urbana, Abed Rabow Abu Mandil, un sesentón de abaya
blanca cuyo carácter dominante revela su larga carrera como maestro de
secundaria, tiene a todos los hombres de su familia en movimiento para
aprovechar las siete horas del cese al fuego de este lunes 4, y rescatar lo que
se pueda en las ruinas de su casa de cuatro plantas, en la que habitaban 16
personas.
Dos
semanas atrás, a las 5:30 de la mañana, un telefonista del ejército israelí
llamó y en perfecto árabe le dio cinco minutos para sacar a los suyos, porque
iban a destruir el edificio. Abu Mandil preguntó por qué y el telefonista le
dijo que su hijo era militante del grupo Yijad Islámica. Fue inútil que
asegurara que era falso y explicara que, además, el joven ni siquiera vivía ahí
con él. Tampoco sirvió pedir tiempo para sacar sus cosas: apenas había salido
el último miembro de su familia cuando un cohete destruyó una habitación. Y
luego no pasó nada.
Asumieron
que eso era todo y los daños parecían reparables. A mediodía todos salieron a
la mezquita para darle gracias a Dios. Entonces un F-16 arrojó sobre su casa
cinco cohetes y dos bombas de media tonelada. Aunque la intervención divina no
sirvió para proteger sus bienes, Abu Mandil califica de milagro que nadie haya
muerto. Pero se quedó sin hogar y todavía debe 250 mil dólares de la hipoteca.
“Siempre
he pensado que uno tiene que estar listo para empezar de nuevo –reflexiona–.
Pero esto no es empezar de nuevo, empiezo con una enorme deuda… y tengo 63
años.”
Víctimas
innecesarias
El
ejército israelí insiste en presentarse como “el más humanitario del mundo”. En
respuesta al señalamiento de que atacar a personas e infraestructura civiles es
un crimen de guerra, asegura que hace lo posible por reducir el número de bajas
avisando antes de un bombardeo. Militares llaman por teléfono a los habitantes
de una casa o, si no los encuentran, se comunican con algún vecino y le ordenan
correr a avisar porque sólo tendrán minutos para salir.
Otra
técnica de aviso se denomina “toque en la azotea”, eufemismo para un ataque
limitado con un cohete que golpea en el techo y sin duda matará a todos los que
se hallen arriba. Pero como esto suele ocurrir cuando la gente duerme, a veces
no hay nadie y sólo se despierta a los adultos y los niños con un sordo rugido
inmenso que sacude la casa, rompe las ventanas, tira las estanterías y el yeso.
Es la forma de decir “váyanse”… El misil viene después.
La
BBC captó en un video el momento en que uno de estos misiles golpea el edificio
Shorouk, de unas 15 plantas y sede de medios de comunicación de varios países,
así como de la televisora de Hamas. El pesado proyectil provoca una explosión
relativamente menor cuando golpea por arriba. Pero es sólo para abrirse paso:
de esa forma penetra dentro de la estructura y estalla cuando ha llegado al
corazón, desde donde emergen olas de fuego que barren todo.
Este
tipo de misil deja las construcciones en pie, pero desnudas: las paredes y todo
lo que había entre ellas son quemados y expulsados con un poderoso soplo ígneo.
Sólo quedan los pilares y los pisos sólidos.
Otras
bombas, en cambio, están diseñadas para provocar la demolición del objetivo.
Como la que cayó el lunes 4 en el barrio de Al Shati, cerca de la playa, en
Gaza.
Ese
día los pobladores estaban optimistas. A las 10 de la mañana dio inicio el alto
el fuego que antecede a lo que ya se anticipaba como una tregua de tres días
que podía derivar en el fin de la guerra. Los vecinos aseguran, sin embargo,
que los aviones F-16 pasaron a las 10:05 horas y provocaron algunas de las
últimas, innecesarias víctimas, sin aviso alguno; entre ellas una niña de ocho
años.
Rescatistas
sacaron a cuatro personas de entre los escombros. Estiman que bajo sus pies hay
otros 25 miembros de una misma familia extendida (desde los bisabuelos hasta
los bisnietos). Casi todos estaban en el primer piso del edificio. A las 18:00
horas seguían esforzándose en romper lo que fue el techo del cuarto nivel. No
utilizaron maquinaria pesada porque sólo se podía acceder al edificio a través
de un callejón estrecho, así que todo lo rompieron a taladro y mazazos, y lo
sacaron piedra a piedra.
En
un punto de la plancha de cemento perforaron un hoyo para llegar a una
sobreviviente: una bebé de ocho meses. Dormía en una cuna metálica y creían que
ello la ayudó a resistir el bombardeo. Tenían fe en encontrarla; era una fe a
la que necesitaba aferrarse. Sin embargo, nunca consiguieron llegar hasta ella.
Dos
días después –miércoles 6–, cuando la tregua parecía consolidarse y conducir,
efectivamente, a una más duradera, Netanyahu dijo “lamentar la muerte de cada
civil” y aseguró que ante los ataques de los cohetes de Hamas, la intensidad
del bombardeo fue “una respuesta necesaria” que “estuvo justificada” y “fue
proporcional”.
Con
actualizaciones varias veces al día, su gobierno difundió dos estadísticas
paralelas: la de los cohetes lanzados por las facciones palestinas y la de los
ataques aéreos israelíes contra “objetivos terroristas”: 3 mil 360 y 4 mil 762,
respectivamente.
Visto
así, el adjetivo proporcional apenas parece exagerado. Pero compara cosas
incomparables: los cohetes son artefactos rudimentarios que en su mayoría caen
en lugares deshabitados o son interceptados por el sofisticado sistema
antimisiles israelí Domo de Hierro. Dos personas –un trabajador tailandés y un
israelí– murieron por su causa, a los que se sumó a otro civil que pereció
cerca de la franja por fuego de mortero. Además, 64 soldados israelíes cayeron
en combate.
En
cambio, los golpes de los jets, la artillería, la marina, los tanques y los
drones israelíes devastaron Gaza en 30 días, golpeando no sólo objetivos
militares, sino también económicos y civiles. Todavía hay muchos cuerpos
atrapados entre los escombros. Hasta el jueves 7 el saldo era de mil 868
muertos (de ellos 426 niños y 246 mujeres), 9 mil 653 heridos (incluidos 2 mil
877 niños y mil 853 mujeres; 5 mil 510 casas demolidas y 30 mil 920 dañadas,
188 escuelas y 24 instalaciones médicas afectadas, y nada menos que 560 mil
personas desplazadas: casi uno de cada tres gazatíes.
Navi
Pillay, alta comisionada de la ONU para los derechos humanos, calificó de
crímenes de guerra los ataques tanto del ejército israelí como los que realizó
Hamas desde zonas civiles. La autoridad palestina busca la forma de acusar de
ello a Israel ante la Corte Penal Internacional. Los analistas consideran casi
imposible que prospere su demanda. Crímenes como los cometidos en la casa del
pueblo de Khuzaa –donde los asesinos apilaron los cuerpos en el baño– quedarían
impunes, a pesar de las evidencias.
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