La muerte de Aurora/ Mario Vargas LLosa
El País | 16 de noviembre de 2014
En diciembre de 1958, un amigo peruano
de la Unesco, Alfonso de Silva, me invitó a su casa a cenar, en París. Me sentó
junto a un hombre delgado, muy alto y lampiño que, sólo a la hora de la
despedida, descubrí era Julio Cortázar. Parecía tan joven que lo creí mi
contemporáneo y era 22 años mayor que yo. Su mujer, Aurora Bernárdez, bajita,
menuda, tenía unos grandes ojos azules y una sonrisa un poco irónica que
mantenía a la gente a distancia.
Nunca he olvidado la impresión que me
hizo esa noche la conversación de esa pareja tan dispareja. Parecían haber
leído todos los libros, sólo decían cosas inteligentes y había entre ellos una
complicidad tal en lo que contaban —se pasaban la palabra como los palitroques
dos diestros funámbulos— que, se diría, habían llevado todo aquello ensayado.
En los casi siete años que viví en
Francia nos vimos muchas veces, en su casa, en la mía, en los cafés, o en la
Unesco, donde ejercíamos como traductores. Nunca dejaron de admirarme la
riqueza de sus lecturas, la sutileza de sus observaciones, la sencillez y
naturalidad de sus maneras y, también, el modo como tenían organizada su vida
para ver las mejores exposiciones, las mejores películas, los mejores
conciertos. Era difícil descubrir quién era más inteligente y más culto, cuál
de los dos había leído más, mejor y con mayor provecho. Cuidaban su intimidad
con encarnizamiento —no perdían nunca el tiempo— y mantenían a raya a quien
quisiera invadirla. Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía —lo
hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como atestiguan
sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubert— sino también escribía,
pero que se abstenía de publicar por una decisión heroica: para que hubiera un
solo escritor en la familia.
En 1967 los tres estuvimos juntos, de
traductores en un congreso dedicado al algodón, en Atenas. Durante casi una
semana convivimos en el hotel, en las sesiones del congreso, cenando todas las
noches en restaurancitos de Plaka, en la visita de un domingo a la isla de
Hydra, y al regresar a Londres (donde yo me había mudado) recuerdo haberle
dicho a Patricia: “El matrimonio perfecto existe, es el de Julio y Aurora, no
he visto nunca una inteligencia y compenetración igual en ninguna pareja.
Tenemos que aprender de ellos, imitarlos”. Pocos días después recibí una carta
de Julio que comenzaba así: “Tu sensibilidad te habrá hecho advertir, en
Grecia, que no hay nada ya entre Aurora y yo. Nos estamos separando”. Nunca en
mi vida me he sentido más desconcertado (y apenado). En esos días de
convivencia me habían parecido la pareja mejor avenida y más envidiable del
mundo, porque, con un tacto infinito, ambos se las habían arreglado para
disimular a la perfección la tormenta sentimental que sacudía su matrimonio.
Para los amigos de Julio y Aurora su
divorcio fue un drama, porque a todos nos había parecido que su unión era
absoluta e irrompible, que dos personas no podían quererse y entenderse tanto
como ellos. Pocas semanas después, en las oficinas de Gallimard, en París, yo
se lo decía a Ugné Karvelis, que se ocupaba de la literatura extranjera. “¡Cómo
va a ser posible, qué puede haber ocurrido para que se separen!”. Y en ese
mismo momento vi en los ojos de Ugné una zozobra y turbación muy elocuentes: lo
que había ocurrido estaba allí, de cuerpo presente, ante mis ojos.
La próxima vez que vi a Cortázar, en
Londres, apenas lo reconocí. La suya es la más extraordinaria transformación de
una persona que me haya tocado presenciar. (“Un mutante”, decía Chichita
Calvino.) Se había hecho un tratamiento para tener barba y, en efecto, lucía
una enorme, de celajes rojizos. Me pidió que lo llevara a un lugar donde
pudiera comprar revistas eróticas y hablaba de sexo y marihuana con un
desparpajo infantil, algo que en el Cortázar de antes resultaba inconcebible.
Todas las veces que lo vi, en los años siguientes, siguió sorprendiéndome con
ese rejuvenecimiento empecinado. Él, que defendía tanto su intimidad, vivía
ahora poco menos que en la calle, al alcance de todo el mundo, y se interesaba
en la política, tema que antes le producía alergia. (Yo había intentado
presentarle a Juan Goytisolo una vez y me dijo: “Mejor no, es demasiado político”).
Incluso, firmaba manifiestos, militaba a favor de Cuba y hablaba de la
revolución de manera tan apasionada como ingenua. Su limpieza moral y su
decencia eran las mismas, desde luego, pero en cierto modo se había tornado en
la antípoda de sí mismo.
Creo que los años que estuvo con Ugné
fue sin duda feliz, en el sentido más material de la palabra, y, tal vez por
eso mismo, su obra literaria se empobreció, perdió mucho del misterio y la
novedad que tenía, y yo siempre he pensado que la ausencia intelectual y sin
duda también afectiva de Aurora, explica en buena parte ese empobrecimiento.
Por eso me alegró muchísimo saber que años después, cuando estaba ya muy
enfermo, había habido entre ellos una reconciliación. Y que ella había quedado
como su albacea literaria, encargada de las ediciones de su obra póstuma y de
su correspondencia. Como era de prever, Aurora ha cumplido esta tarea con todo
el talento, la generosidad y sin duda el intenso amor que profesó siempre por
Cortázar.
Luego de la separación, pasaron muchos
años sin que volviera a verla, aunque siempre la tuve en la memoria, como una
de las personas más lúcidas y finas que he conocido, una de las que hablaba de
libros y autores literarios con más delicadeza y versación, dueña de una
inconsciente elegancia en todo lo que hacía y decía. El año 1990 la volví a
ver, en Deyá. Tenía los cabellos grises pero, en todo lo demás, seguía idéntica
a la Aurora de mi memoria. Subía y bajaba las peñas mallorquinas con agilidad y
su casita estaba impregnada por doquier con la presencia de Julio; en la salita
donde conversábamos había una preciosa foto de él, tocando la trompeta. No sólo
su cuerpo había conservado un vigor juvenil; también su mente, su curiosidad,
su pasión por los libros, eran jóvenes y contagiosos. Hablamos de Georg Grosz,
un pintor expresionista alemán, que yo admiro mucho y que Aurora, por supuesto,
conocía al dedillo; de Claribel Alegría, poeta salvadoreña cuya casa parisina
estaba siempre abierta a todos los escritores latinoamericanos; de si Flaubert
o Balzac describieron mejor el siglo XIX francés.
En el verano del año pasado la vi por
última vez, en el Escorial. Raspaba ya los 93 años y oía con dificultad, pero
su memoria era notable y, durante la charla pública que celebramos, me
maravilló ver la cantidad de episodios, anécdotas, personas que recordaba con
sorprendente precisión, además, por supuesto, de los libros, entre los que
siempre se movió como por su casa (eran su casa). “¿Por fin te vas a animar a
publicar lo que seguramente tienes escrito?”, le pregunté. Su respuesta fue
evasiva y, sin embargo, estimulante. “Necesito cinco años”, me dijo, con su
vieja sonrisita un poco burlona de costumbre. “Para terminar una biografía de
Julio Cortázar”. ¿Lo dijo en serio? ¿Habría comenzado a escribirla? Ojalá fuera
así. Nadie podría dar un testimonio más fundado sobre el Cortázar creador de
las historias sorprendentes de Bestiario, Final del juego, Historias de
Cronopios y de Famas y de Rayuela, la novela que mostró cómo una manera de
contar podía ser en sí misma una subyugante historia.
He sabido que en sus últimas
disposiciones estableció que fuera incinerada. No podré, pues, llevar unas
flores a su tumba la próxima vez que caiga por París. Pero estoy seguro que no
le hubiera importado que le dedique en cambio este pequeño homenaje verbal, a
ella, tan sensible para detectar en las palabras los aromas y la belleza de las
flores más fragantes.
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