Revista Proceso 1985, 15 de noviembre de 2014
La otra caída del sistema/
ERUBIEL TIRADO ERUBIEL TIRADO
Tlatlaya y Ayotzinapa son la expresión
grave del colapso de la estrategia de seguridad punitiva y militarista trazada
por al menos dos sexenios panistas, junto con la falta de voluntad del actual
gobierno priista de cambiarla de fondo. Si bien la atención mundial se
concentra en Guerrero, las cuestiones que involucran los dos hechos se
entrelazan para formar un escenario poco halagüeño sobre el futuro del país. Se
afecta gravemente no sólo la seguridad sino las estructuras políticas y el
tejido social en varias regiones del país (tenemos ya niños secuestradores
además de niños sicarios).
La situación no está bajo control pese
al silencio que se impuso a la mayoría de los medios de comunicación. En las
pocas intervenciones públicas que tuvo como asesor del gobierno peñista, el
general colombiano Óscar Naranjo se refería a nuestra situación como una
“crisis humanitaria”. Los adjetivos palidecen ahora si se compara con las
expresiones de preocupación y condena de los organismos internacionales
multilaterales y ONG de derechos humanos.
Desencanto verde olivo
El pasado 22 de octubre el presidente,
siguiendo un ritual antiguo del sistema político, utilizó su investidura para
proteger y cubrir la responsabilidad de las fuerzas armadas en el asesinato de
22 civiles en Tlatlaya, Estado de México. No fue casual la referencia
discursiva. Un día antes la CNDH había dirigido la recomendación 51/2014 a la
Segob y la Sedena, con conclusiones contundentes (que los medios no
destacaron): Los militares cometieron un crimen de lesa humanidad (15
ejecuciones, 3 de ellas sin definir la manera en que ocurrieron los
asesinatos).
Así contradice la versión de la propia
PGR (que reconoce sólo ocho ejecuciones) y deja mal parada a la Sedena, que
desde el primer momento mintió (como lo hiciera el gobernador), y luego, cuando
fue imposible ocultar su responsabilidad, procuró que todo quedara en meras
cuestiones de indisciplina militar, sin importar las implicaciones de su
comportamiento: Falta de cumplimiento de sus propias normas (el Manual del uso
de la fuerza, que por cierto prevé que si hay bajas civiles en su aplicación,
los militares involucrados sólo serían responsabilizados penalmente por
homicidio no intencional), pretender individualizar la culpa en unos mandos
intermedios y efectivos (detenidos en instalaciones militares, irregularmente
consignados por la PGR, que no aclara si lo hizo ante un juez penal militar) y
no entorpecer el protagonismo e influencia que tendrá, junto con la Marina, con
la anunciada Ley de Seguridad Interior.
Preocupa en este sentido la alusión
presidencial en el reconocimiento a las Fuerzas Armadas por su desempeño en
estas tareas de seguridad, porque infiere que no hay ni habrá rectificación
sobre el uso y abuso de los militares, pase lo que pase.
Un matiz de diferencia con el pasado es
que el sector castrense asume su propia defensa institucional (hace tiempo que
la Segob abandonó la práctica de hablar por los militares cuando son señalados
públicamente en forma crítica). De ahí las acciones que van desde sus
comunicados, pasando por la mediatización y cooptación de las víctimas o sus
familiares, de violación a los derechos humanos (por eso la disminución de
quejas ante la CNDH, que presume el presidente en su segundo informe), hasta
deformar la acción de la justicia civil (con todo y el nuevo marco legal
aplicable) imponiendo el fuero militar como medida de protección (no de la
disciplina sino de la institución) e incluso de chantaje político.
El sexenio pasado se documentó que las
procuradurías general y estatales cedieron su potestad legal de consignar
militares que delinquían ante jueces del orden común y los entregan a la
Procuraduría Militar (donde la justicia depende del secretario y no del Poder
Judicial); también, que muchos secretarios y funcionarios de seguridad pública
estatales y municipales son de origen castrense o deben pasar por el visto
bueno de la Sedena.
Segundo acto
“Nos cayó la contra…”, fue la
expresión, según el reporte de la CNDH, de una de las víctimas de Tlatlaya, lo
cual abona a la hipótesis de In Sight Crime y ni siquiera forma parte de una
línea de investigación oficial. La ausencia de aplicación de protocolos de
actuación, la supuesta falta de comunicación con los superiores de la zona
militar, entre otras, significaba, según esta versión, que el batallón estaba
el servicio de una banda criminal rival a aquella a la cual pertenecían las
víctimas. Por desgracia los precedentes de infiltración no son pocos
(recuérdese a Los Zetas o al general Gutiérrez Rebollo, por mencionar dos
casos) y lo más lamentable es la ausencia de autocrítica gubernamental, con la
falta de medidas que eviten estas desviaciones ilegales con consecuencias cada
vez más graves.
Estamos ante el paradigma de una
debilidad estructural del sistema político (y no de zonas institucionales
focalizadas como apuntó el presidente) que se vuelve contra la
institucionalidad democrática que se busca construir. Hay una grave paradoja en
el último reducto de fuerza estatal al que se recurre ante la ineficiencia y
corrupción de las estructuras policiales y de nuestros políticos, una y otra
vez, desde hace dos décadas: los militares son salvación y peligro de la
población civil. Esta es la coartada de los sectores duros y autoritarios del
país.
De la narcopolítica a la narcoelección
Los puntos de contacto en los fracasos
de la estrategia se multiplican en la medida en que el gobierno actual sigue
experimentando con funcionarios y acciones en el ámbito federal sin recomponer
del todo o en forma muy lenta (desde hace casi 20 años) las capacidades de
seguridad en los estados y municipios (esta parte de la estrategia se basa en
el “mando único”, herencia calderonista que tiene, para variar, un fuerte
componente militar en su implementación).
Ayotzinapa no es un caso de
narcopolítica limitado a la región de Iguala (Calderón la señaló en su momento
hacia Tamaulipas). Poco se dice del significado de que los partidos, el
gobierno estatal y el aparato de inteligencia civil y militar sabían del
involucramiento de las autoridades municipales con el crimen organizado.
No se actuó porque, hay que decirlo,
desde hace tiempo la información político-electoral con estas características
es utilizada en forma facciosa por los actores políticos para negociar y
cubrirse mutuamente comportamientos punibles, entre el gobierno en turno y el
partido que sea. El Cisen a lo largo de su historia se ocupó, en forma indebida
y en varios momentos, de investigar y dar seguimiento a procesos electorales.
En un principio para preservar el dominio político del PRI; con el cambio de
gobierno y la crisis de seguridad, para advertir la penetración del narco en la
política. Es un hecho que ha existido un uso manipulador de esta extensión de
las funciones de inteligencia del Estado y que ahora abarcan el estamento
militar.
Por el lado de los actores políticos e
institucionales la situación es de grave riesgo ante el “blindaje electoral”
que ahora se anuncia. Pero éste se limita a los discursos y al desgarramiento
de vestiduras (“no criminalizar la política”). Con el argumento de que no es
Ministerio Público, la autoridad electoral, el INE, se niega a ejercer su
atribución de calificar la fama pública y a la revisión de expedientes de
precandidatos en ciernes para el proceso en marcha desde el 7 de octubre (18
mil 500 millones de pesos no alcanzan para una actividad más).
La Segob y los partidos firman
convenios de buena voluntad para afinar el tino en la selección de sus
candidatos; pero de acciones conjuntas y consecuencias (cárcel, renuncia al
cargo o cualquier otra medida), nada. Se apuesta al olvido social y la
anestesia que causa el horror de la violencia luego de las manifestaciones de
protesta (2005, 2008 y 2011). Hace tiempo que los políticos no sólo duermen con
el enemigo sino que comen de su mano, y eso también está alcanzando su reflejo
en el campo político-electoral. Lo cierto es que esta descomposición no se
evitará con discursos, por muy encendidos que sean.
¿Inteligencia para la represión? Sin un
marco legal claro y menos con contrapesos de control interno o externo
(Congreso), el gobierno ha dividido al país en regiones donde las instancias de
inteligencia (fusión es la palabra de la nueva tendencia) del sector seguridad
y defensa (civiles y militares) pretenden coordinarse para, según el Plan
Nacional de Desarrollo, preservar la existencia del Estado.
El mecanismo en realidad se ha limitado
a apoyar operativos contra el crimen organizado y el narcotráfico, según se
desprende entre líneas de los anuncios oficiales. Junto con la Ley de Seguridad
Interior, la pinza de la –esa sí– renovada visión punitiva del gobierno se
cierra con otro ordenamiento anunciado: la Ley del Sistema de Inteligencia
Nacional, al margen de lo que ya establece la Ley de Seguridad Nacional.
El planteamiento esbozado sólo permite
advertir que en cuestión de tiempo va a derivar en el fortalecimiento de medidas
represivas contra manifestaciones sociales de frustración e impotencia. El
escenario está puesto con una guerrilla (EPR, ERPI y subdivisiones) que se mira
“buena” y antes fue “mala”, según el maniqueísmo priista de los noventa, y
sectores que esperan a los iluminados de la mano dura, que ahí están, ocupando
los espacios que no llena nuestra frágil democracia.
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