Silencios
cómplices y corrupción/Salvador Viada Bardají es Fiscal del Tribunal Supremo.
El
Mundo | 2 de diciembre de 2014
Hace
unos años tuve la oportunidad de trabajar en la Fiscalía del Tribunal Penal
Internacional para la antigua Yugoslavia. Ante las atrocidades cometidas en las
guerras yugoslavas sorprendía la frialdad de los individuos que las perpetraban
y la falta de reacción ante esos horrores por parte de sus compañeros. ¿Cómo se
podía matar a un prisionero a sangre fría en lugar de llevarlo a un centro de
detención? ¿Cómo se podía torturar, robar, violar o matar, o causar daño
gratuito a personas que no eran sino civiles víctimas de la situación? ¿Cómo
podían recrearse en la humillación de personas cuyo cierto destino iba a ser el
pelotón? La mayoría de quienes reconocían haber participado en esos terribles
crímenes contra la Humanidad manifestaban haber actuado por órdenes; pero no se
opusieron a casi ninguno de los horrores implícitos en sus acciones de guerra.
Algunos de ellos declararon luego que no podían hacer otra cosa, y
especialmente, que tenían miedo. Ese miedo a consecuencias que no siempre se
confirman (recuerdo perfectamente el caso de dos soldados, padre e hijo, que
dejaron escapar a unos prisioneros que sabían que iban a ser ejecutados y que
descubierto el hecho no sufrieron represalias) viene a ser el argumento para
callar, para no denunciar, para no actuar frente al mal que procede de la
autoridad.
En
mi opinión, y salvando lógicamente todas las distancias que se quiera, a esta
situación que tenemos aquí en materia de corrupción sólo se llega a través de
demasiados silencios. Ese callar ante la injusticia (por no hablar de quienes
no sólo callan, sino que se ponen del lado del infractor) es la causa en mi
opinión de muchos de los males que padecemos. El callar ante la violencia de
género que se intuye en mujeres maltratadas; el callar ante abusos perpetrados
en organizaciones jerárquicas; el callar en el trabajo ante abusos laborales;
el callar cuando se es testigo de abusos a menores; el callar ante el
terrorismo que todos recordamos; el callar ante la corrupción.
El
silencio ante la corrupción es muy significativo. Porque el deber de luchar
contra la corrupción, contra quien se apropia de dinero público para fines
privados, es obligación en primer lugar de quienes están próximos al corrupto,
muchas veces quienes ostentan cargos públicos. No basta con recomendar que se
devuelva el dinero -cuando se les ha descubierto- y elogiar entonces al
desaprensivo; no basta con pedir perdón por faltas ajenas. Es precisa la
colaboración con la Policía y con la Justicia para acabar con este tipo de
delitos. Hay que rechazar esas prácticas de manera explícita y comprometida, y
hay que generar desde los mismos compañeros -de oficina, de partido- del
corrupto una cultura del rechazo acompañada de la denuncia. Si no se hace así,
si no se pone por delante la cultura de la honestidad, de la decencia en el
manejo de los asuntos públicos por delante de los compromisos con el partido o
con el colega, entonces que no nos cuenten historias sobre la regeneración de
la democracia. La regeneración de la democracia empieza en cada uno, con
independencia de que el politizado sistema judicial español dé respuestas
muchas veces insuficientes. Es demasiado manido e insuficiente el «dejemos que
los tribunales actúen» cuando quienes nos recomiendan eso saben lo podrido que
está el patio. Quienes callan conociendo la corrupción del partido, del
alcalde, del concejal, del diputado, merecen reproche como encubridores de
prácticas cancerosas de nuestra democracia. No hablo genéricamente; esto nos
está pasando caso a caso. Yo creo que la mayor parte de los políticos son
honrados: pero no incluyo entre los honrados a los que sabiendo lo que ocurre
encuentran más conveniente personalmente el callarse.
La
situación relativa a la corrupción creo que se ha deteriorado. Desde aquel caso
del presidente autonómico condenado hace 20 años a pena de prisión por llevarse
el sillón de cuero de la Diputación a su casa, las prácticas de corrupción se
han extendido hasta límites que indignan. Los esfuerzos de algunos políticos de
transmitir que están firmemente comprometidos en la lucha contra la corrupción
se desmienten diariamente por la ausencia de actuaciones ejemplares: vemos
mucha ejemplaridad, sí, en la corrupción de los demás, pero no basta. Hay que
hacer muchas más cosas: transparencia, ejemplaridad, potenciación del mérito en
la función pública, reestablecimiento de la profesionalidad en los órganos de
control establecidos en el sistema político. Y también facilitar la
participación de los ciudadanos, singularmente de los funcionarios, en la lucha
contra la corrupción y en general contra el delito.
Es
preciso vencer esos silencios, caldo de cultivo de la corrupción y de la
impunidad. Pero si es el miedo la causa de los silencios, hay que ayudar a
vencer esos miedos. Es preciso crear mecanismos, fomentar la conciencia cívica,
alimentar la convicción de que la lucha contra este tipo de delitos es deber de
todos, y que el silencio ante estas conductas es reprochable. Y hay que
trabajar en la protección de quienes tienen el coraje de denunciar. Sobre la
protección de los denunciantes y de los funcionarios públicos en materias de
corrupción, España ha sido objeto de requerimientos desde al menos el año 2006
por la OCDE. Desde organismos internacionales se reclama la necesidad de
implementar medidas de protección a los denunciantes de prácticas corruptas
tanto en el sector público como en el privado. Nuestros gobernantes han hecho
caso omiso a estas recomendaciones, resultando que nuestro país es uno de los
siete en la Unión Europea -según un informe de 2013 de Transparencia
Internacional- que no tiene ni establecida ni prevista ninguna medida para
proteger a quienes denuncian ni en el sector público ni el privado. Denuncias
que siendo una obligación para los funcionarios que conocen de la existencia de
un delito, ante la falta de garantías de indemnidad no se traducen en
resultados prácticos. Los partícipes de cohechos desde el sector privado
sostienen que una denuncia de corrupción los dejaría fuera de las posibilidades
de la contratación pública. Y tampoco denuncian.
Desolador
contraste el español con la exhaustiva normativa que, por ejemplo, tiene desde
1998 el Reino Unido en virtud de la cual los denunciantes, tanto en el sector
público como en el privado, gozan de protección -siempre que actúen conforme al
interés público- frente a la divulgación de su identidad y sobre todo frente a
las represalias de sus superiores. En España se han dado algunos casos de funcionarios
que han denunciado prácticas de corrupción, o que han colaborado con la Policía
en el esclarecimiento de ciertos hechos, y que han tenido que pasar un calvario
posterior incluyendo acosos laborales o ceses por «pérdida de confianza».
El
pasado mes de febrero se elaboró en la Unión Europea un completo informe sobre
la lucha contra la corrupción en el ámbito europeo, con análisis de las
carencias detectadas para su prevención y castigo, y las zonas de riesgo en las
que hay que incidir con mayor energía. Entre las medidas de lucha contra la
corrupción que se reclaman está la protección de los denunciantes. Para vencer
las reticencias generales a significarse denunciando, se considera fundamental
en el informe «la creación de una cultura de la integridad dentro de cada
organización, la sensibilización y la creación de mecanismos de protección
eficaces que den confianza a los posibles denunciantes». Precisamente en este
aspecto, la defensora del Pueblo de la Unión Europea ha abierto recientemente
una investigación en el seno de la Unión Europea para asegurarse que en el
ámbito de esa administración se toman las medidas necesarias para proteger a
los denunciantes de irregularidades graves. Se esperan muy pronto resultados.
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