La
corrupción como amenaza para la seguridad internacional/Fernando Valdés Verelst. Experto en seguridad y relaciones internacionales y pertenece al Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. Colaborador de Opex (Fundación Alternativas).
Fundación
Alternativas | 23 de enero de 2015
Hemos
cerrado un 2014 especialmente convulso tanto en el ámbito nacional como en el
internacional. Los efectos electorales de la crisis y las políticas de
austeridad en Europa, los conflictos de Siria y Libia, la aparición de la
amenaza del Estado Islámico o el estallido de la guerra en Ucrania, son sólo
algunos ejemplos de lo ocurrido el año pasado y que sin duda han condicionado
la agenda política. Pero además, el año 2014 ha estado marcado por la
corrupción. Han sido tantos los casos de corrupción en nuestro país, que
resulta complicado relacionarlos todos de una vez.
Según
el último informe de Transparencia Internacional (Índice de Percepción de la
Corrupción, IPC 2014), España ha venido a consolidar la puntuación que recibió en
2013, demostrando que, en su conjunto, nuestro país no tiene corrupción
sistémica, sino múltiples escándalos de corrupción política en los niveles
superiores de los partidos y en los gobiernos locales y autonómicos.
Pero
la corrupción no sólo hizo estragos en nuestras fronteras, sino que 2014
confirmó la tendencia de ejercicios anteriores, afectando de manera muy intensa
a otros muchos países, convirtiéndose ya en uno de los principales factores de
inseguridad internacional. Así lo ha constatado el prestigioso centro de
investigación estadounidense Carnegie Endowment for International Peace (CEIP)
en su informe “Corruption The Unrecoanized Threat to International Security“.
Este documento de trabajo pone de manifiesto que tanto gobiernos como
multinacionales no han tenido en cuenta la corrupción en la elaboración de sus
políticas internacionales y de seguridad, o en sus operaciones de inversión.
Todavía hoy subestimamos los efectos que las formas más agudas de corrupción
tienen en la seguridad internacional. La corrupción sistémica, en efecto:
Debe
entenderse no como un fracaso o distorsión de las instituciones
gubernamentales, sino como un sistema plenamente funcional en el que los
gobernantes utilizan todos los instrumentos a su disposición para secuestrar
los flujos económicos existentes. Este esfuerzo a menudo limita el resto de
actividades relacionadas con el eficaz funcionamiento del Estado.
Provoca
indignación en la población, siendo un factor que sin duda contribuye al
malestar social y en ocasiones a la insurgencia.
Favorece
el agravamiento de otras amenazas para la seguridad internacional, caso del
crimen organizado, el terrorismo o las graves perturbaciones económicas.
No
sólo es capaz de catalizar esas amenazas, sino que se combina con otros factores
de riesgo como son los conflictos étnicos, religiosos o lingüísticos, así como
las profundas desigualdades económicas, para aumentar la inseguridad.
Tradicionalmente
los gobiernos occidentales han priorizado otras preocupaciones en su acción
exterior antes que la lucha contra la corrupción. La política exterior europea,
y también la española, no han sido una excepción. La agenda de seguridad, los
intereses comerciales y económicos, el control de los flujos migratorios o
incluso la política de desarrollo han homologado, cuando no legitimado
regímenes corruptos, y con ello, agravado los riesgos preexistentes. El
realismo en las relaciones internacionales ha relativizado un problema que con
el tiempo se ha demostrado gigantesco. Según fuentes del Banco Mundial, los
flujos financieros ilícitos, como la corrupción, el soborno, el robo y la
evasión fiscal, tienen un coste anual para los países en desarrollo superior al
billón de dólares, lo que equivale a los productos interiores brutos combinados
de Suiza, Sudáfrica y Bélgica. Con esta cantidad de recursos se podría sacar de
la extrema pobreza a más de 1.400 millones de personas durante seis años.
Si
se superponen dos índices tan conocidos como son el relativo al seguimiento de
la corrupción, de una parte, y el que mide la violencia o inestabilidad de un
Estado, de otra, se observa una correspondencia evidente entre ambos. De este
modo, los países con elevados índices de corrupción suelen sufrir conflictos o
acaban engrosando la lista de Estados fallidos (ver el siguiente cuadro). Según
el informe del CEIP, doce de los quince países peor clasificados en Índice de
Transparencia Internacional de 2013 son actualmente escenario de
insurrecciones, albergan grupos extremistas, o plantean otras graves amenazas a
la seguridad internacional.corrupcion
Muchos
analistas aseguran que entre las causas que explican lo ocurrido en Mali,
algunos países árabes, Ucrania, Tailandia o Iraq, por ejemplo, se encuentra un
sistema organizado de corrupción en favor de las élites gubernamentales, que
funcionan como auténticas cleptocracias.
Centremos
nuestra atención por un momento en el auge del Estado Islámico en Iraq y en la
dificultad del gobierno iraquí para defender plazas tan estratégicas como Mosul
y Tikrit. Cómo es posible, tal y como se pregunta Zaid Al-Ali en un artículo de
Foreign Policy (How Maliki Ruined Iraq), que, en cuestión de días, esta
organización terrorista fuese capaz de derrotar a las fuerzas armadas iraquíes,
fuerzas entrenadas por los Estados Unidos y que supuestamente contaban con más
de un millón de efectivos y habían recibido más de 20.000 millones de dólares
de financiación desde 2006. La respuesta debemos encontrarla en la depredación
y el sectarismo de las élites nacionales, con Al-Maliki al frente. Su gobierno
fue incapaz de construir instituciones políticas y sociales competentes, por no
hablar de su ejército. El sector de la seguridad, con un presupuesto anual
superior a los presupuestos combinados de educación, salud y medio ambiente,
fue objeto de una supervisión internacional mínima. Los soldados se alistaron y
recibieron su nómina mensual sin presentarse al servicio. Haider al-Abadi,
actual primer ministro iraquí, ha informado que hasta hace poco tiempo el
Estado pagaba salarios de 50.000 soldados que no existían. Tal cantidad de
nombres falsos en el registro del personal militar generó un gasto ficticio,
supuestamente embolsado por generales y oficiales, próximo a los 30 millones de
dólares mensuales. De otra parte, en febrero de 2011, cuando miles de iraquíes
tomaron las calles del país para denunciar la corrupción y el sectarismo étnico
del gobierno de Al-Maliki, fueron tildados por medios oficiales de extremistas
y reprimidos duramente por las fuerzas de seguridad. A nadie ha de extrañar que
tres años después, esos mismos que denunciaban la corrupción y abandono por
parte del gobierno central, hayan hecho poco por evitar la toma de regiones
enteras por el Estado Islámico.
También
la exasperación llevó a muchos ciudadanos ucranianos a la plaza del Maidan para
denunciar la corrupción imperante en el gobierno de Viktor Yanukovychy y la
falta de esperanza para una inmensa mayoría de la población. Fue precisamente
la ocupación de la plaza de la independencia en Kiev el detonante de todo lo
ocurrido desde entonces en esa región.
En
otros casos, la inseguridad ha sido fruto de la competencia entre distintas
facciones políticas o militares por el control de los escasos recursos
nacionales, o por hacerse con el control de los ingresos derivados de
actividades ilícitas, como el tráfico de drogas. Así ha ocurrido en Mali o
Guinea Bissau y, hasta cierto punto, en Afganistán.
Puede
ocurrir también que la corrupción se convierta en uno de los principales
causantes de la desmotivación de las tropas regulares en su lucha contra
movimientos insurgentes. Según Johnnie Carson, miembro del Instituto
norteamericano para la Paz (USIP), esto es lo que está ocurriendo en Nigeria. A
pesar de que el gobierno nigeriano combate en tres frentes: al norte contra una
de las peores insurgencias del continente africano, Boko Haram, y en el centro
y sur del país contra otros movimientos separatistas, la corrupción
institucionalizada no sólo alimenta estos conflictos, sino que erosiona la
voluntad de combatir y las capacidades del ejército nigeriano, el más numeroso
de ese continente. Nigeria gasta un cuarto de su presupuesto anual en sus
fuerzas de seguridad y, sin embargo, hay evidencia suficiente que confirma la
connivencia de los oficiales del ejército con las bandas organizadas que se dedican
al robo de petróleo y su venta en el mercado negro. El caso es que la
corrupción en ocasiones evita que suministros tan básicos como el rancho, la
munición o el transporte lleguen al campo de batalla, secuestrados para
beneficio de instancias superiores del ejército.
Para
algunos gobiernos e inversores occidentales, la corrupción se ha percibido,
equivocadamente, como un inconveniente inevitable y, en ocasiones, necesario
para mantener la estabilidad de las instituciones y el statu quo entre las
élites extractivas, en referencia al concepto acuñado por Acemoglu y Robinson
en su célebre ensayo ¿Por qué fracasan los países? La historia nos dice que los
tradicionales enjuagues que la comunidad internacional ha hecho en favor de la
seguridad energética, la lucha contra el terrorismo y el radicalismo, o, por
ejemplo, en favor de intereses comerciales, han resultado contraproducentes con
el paso del tiempo. Al relativizar la corrupción sistémica para alcanzar esos
objetivos, subestiman los efectos de estas prácticas corruptas en la
desigualdad social y en la estabilidad de instituciones.
Paradójicamente,
puede llegar a ocurrir que los flujos financieros internacionales para luchar
contra el terrorismo en países como Argelia, Yemen, Egipto o Paquistán,
ofrezcan un incentivo perverso para los altos estamentos de estos gobiernos,
interesados en mantener cierta actividad terrorista para asegurarse la
captación y el aprovechamiento de esos recursos. Tal y como reconoce el grupo
de trabajo del CEIP, es indispensable aceptar que gobiernos corruptos nunca
harán honor a los compromisos adquiridos en materia de cooperación militar.
Es
hora de que los decisores públicos y privados promuevan una mejor comprensión
de la corrupción como sistema organizado en muchos países, y que se otorgue la
merecida importancia a la interacción que esa corrupción tiene con otros
factores de riesgo y que conducen de forma combinada a un incremento
exponencial de las amenazas a la seguridad internacional. Así, el documento de
trabajo del instituto norteamericano concluye con una serie de recomendaciones
que bien podrían incorporarse a un programa electoral o al plan estratégico de
gobiernos y corporaciones transnacionales, y que se puede resumir en los
siguientes puntos:
Hay
que mejorar el análisis de los riesgos. De este modo, analizar lo ocurrido en
países como Túnez o Egipto antes de la revueltas ciudadanas de 2011, donde, a
pesar de la supuesta estabilidad, era evidente el malestar social con la
corrupción imperante, puede ayudar a anticipar la evolución de los
acontecimientos en otros países como Angola, Etiopía o Uzbekistán. Este
análisis puede, incluso, llevar a establecer condiciones en las políticas de
inversiones y en las relaciones diplomáticas.
Es
necesario realizar un cálculo más preciso de los intercambios reales cuando
entran en conflicto distintos intereses de la política exterior. En este sentido,
deben elaborarse análisis detallados sobre cómo diferentes intervenciones (la
cooperación militar, la inversión privada, o por ejemplo la ayuda para el
desarrollo) operan en entornos marcados por la corrupción sistémica. Este
cálculo permitirá anticipar y responder eficazmente ante los resultados de
nuestras intervenciones.
Hay
que incorporar la corrupción como factor transversal de análisis en todas las
disciplinas que afectan a las relaciones internacionales, incluidos ámbitos tan
dispares como la inteligencia, la ciberseguridad o el cambio climático.
Una
comprensión más minuciosa de la corrupción como sistema organizado puede
reducir ostensiblemente la necesidad de intervenir militarmente una vez que
estallen las crisis, orientando su resolución por medios no militares más
eficaces y antes de la verdadera detonación del conflicto.
Y
finalmente, con referencia a España, si es cierto que la lucha contra la
corrupción se ha convertido en prioridad nacional para las principales
formaciones políticas de nuestro país, ésta debería ocupar también un lugar
destacado en nuestra política exterior.
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