Un
vampiro llamado Pegida/Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige en la actualidad el proyecto freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Escritos políticos de una década sin nombre. Twitter: @fromTGA
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 20 de enero de 2015
No,
no, no puede ser. Además de todo lo demás, encima eso. Tres días antes del
asesinato de un joven eritreo en Dresde, en la puerta de su apartamento
apareció una esvástica pintarrajeada. La noche en que lo mataron a puñaladas,
el lunes de la semana pasada, el movimiento xenófobo conocido ya en todo el
mundo con el nombre de Pegida había llevado a cabo su mayor manifestación hasta
la fecha en esa deliciosa ciudad a orillas del río Elba. Y no me preocupa solo
Alemania. Al mismo tiempo que se desbarataba un plan terrorista islamista en
Bélgica, inmediatamente después de la matanza de Charlie Hebdoen París, los
políticos de la extrema derecha xenófoba se han lanzado a tratar de captar
votos en toda Europa. Nos encontramos ante el peligro real e inminente de caer
en una espiral en la que las minorías radicalizadas, musulmanas y
antimusulmanas, arrastren a unas mayorías inquietas, musulmanas y no
musulmanas, en la dirección equivocada. Lo único que puede impedirlo es un
esfuerzo consciente y cotidiano de todos nosotros.
Afortunadamente,
por el momento, el caso de Dresde no es típico de toda Alemania. Dresde se
encuentra en el pintoresco corazón de una región muy peculiar de la antigua
Alemania del Este. A diferencia de las grandes ciudades del oeste del país,
tiene pocos inmigrantes y escasa experiencia de convivir con las diferencias
culturales. En la época comunista, a esta zona la llamaban el “Valle de los
desorientados”, porque sus habitantes no podían recibir las emisiones de la
televisión occidental. Todo parece indicar que, hasta ahora, la base de Pegida
está formada sobre todo por personas de mediana edad, que crecieron en la
burbuja de la vieja Alemania Oriental. En Sajonia, desde la unificación, los
partidos de extrema derecha han obtenido un número increíblemente alto de
votos, incluido un sorprendente 9,2% para el NPD (Partidos Nacionaldemocrático
de Alemania) en las elecciones de 2004 al Parlamento estatal. Algunos han
llegado a sugerir que el recuerdo del bombardeo angloamericano de Dresde en la
II Guerra Mundial ha contribuido a este fenómeno al convertir a la ciudad en
víctima.
Los
manifestantes han adoptado el himno revolucionario de 1989, Wir sind das Volk,
pero con un significado muy distinto: no “nosotros somos el pueblo”, un pueblo
que aspiraba a la autodeterminación democrática, sino “nosotros somos el Volk,
una etnia concreta, como si lo hubiera dicho Adolf Hitler. El propio nombre del
movimiento es anacrónico. Pegida son las siglas de Patriotische Europäer gegen
die Islamisierung des Abendlandes, Patriotas Europeos contra la Islamización de
Occidente, pero Abendland es una palabra muy anticuada que significa
literalmente “la tierra del anochecer” y que utilizó Oswald Spengler en su
monumental tratado sobre el pesimismo cultural alemán tras la I Guerra Mundial,
La decadencia de Occidente. También lo de “patriotas europeos” muestra una
extraña mezcla de modestia y firmeza. Parece que casi quieren añadir
“cristianos”. Y blancos. Blancos con un toque de pardo.
¿Quiénes
son los europeos antipatriotas? Uno de los organizadores de Pegida, Thomas
Tallacker, escribió en Facebook en 2013: “¿Qué debemos hacer con las hordas,
analfabetas en un 90%, que se aprovechan de nuestras prestaciones sociales y
exprimen nuestro Estado de bienestar?”. Y después de una agresión con navajas:
“Seguro que ha sido otra vez un turco loco o muerto de hambre por el Ramadán”.
Encantador, este Tallacker. Durante años fue concejal en la ciudad de Meissen,
famosa por sus porcelanas, en representación del partido de Angela Merkel, la
UDC.
Desde
París, por su parte, Jean-Marie le Pen tuitea: “Mantened la calma y votad Le
Pen”. Es inevitable que, si el musulmán discreto y educado que reparte pizzas
acaba siendo un asesino islamista (como en el caso de los hermanos Kouachi), la
gente corriente desconfíe más de los musulmanes. Las mezquitas y los centros
islámicos británicos dicen que están recibiendo muchos más mensajes
amenazadores. Según un estudio encargado por la Fundación Bertelsmann, el 57%
de los alemanes no musulmanes consideran que el islam es un peligro. Y hay
muchos políticos, periodistas y agitadores dispuestos a alimentar ese miedo.
Nigel Farage ha hablado de una “quinta columna” entre los ingleses (¿se refiere
al Volk inglés?).
La
consecuencia de todo esto será más nerviosismo entre los musulmanes europeos y,
si no tenemos cuidado, una mayor radicalización de una pequeña minoría. Resulta
irónico que la manifestación de Pegida prevista para el lunes se desconvocara
por una aparente amenaza yihadista contra uno de sus líderes. Los síntomas de
radicalización se ven en el aumento de las agresiones antisemitas, que ahora
parecen ser más obra de extremistas musulmanes que de los viejos “patriotas
europeos” con sus esvásticas. Es aterrador oír a los judíos franceses, miembros
de una de las mayores y más antiguas poblaciones judías en Europa, decir que ya
no se sienten a salvo en su país. Y esos ataques alimentan todavía más la
suspicacia y el miedo ante los musulmanes, que, a su vez…
¿Cómo
detenemos la espiral? Tradicionalmente, los partidos europeos de centroderecha,
como la CDU y los conservadores británicos, han girado aún más hacia la derecha
para recuperar votantes e impedir que formaran una fuerza política
independiente. Es legítimo, hasta cierto punto. Sin embargo, a partir de ese
punto, lo que hay que hacer es lo que ha hecho la canciller Merkel, decir
“basta”.
Los
mensajes que transmiten los políticos son importantes. También los de los
dirigentes religiosos, así como la información que ofrecen los medios. Pero, a
la hora de la verdad, todo depende de nosotros, los ciudadanos. El gran
historiador francés Ernest Renan escribió que una nación es “un plebiscito
diario”. El domingo posterior al ataque contra Charlie Hebdo, más de tres
millones de personas en las calles de Francia dieron un magnífico ejemplo de
cómo responde una gran nación europea —como inglés, diré que incluso la gran
nación europea por excelencia— a ese reto. Franceses musulmanes, hombres y
mujeres, entregaban rosas blancas a sus compatriotas judíos, cristianos y
ateos. Y todos cantaron juntos La Marsellesa, el himno nacional más emocionante
del mundo.
Magnifique.
Pero eso pasó un domingo. La lucha para construir una Europa de países cívicos
e integradores se ganará o se perderá todos los demás días, los días
laborables, los días grises. Al regresar de la manifestación de unidad en
París, David Cameron destacó una pancarta que había visto. Decía “Je suis
Charlie, Je suis flic, Je suis juif” (Soy Charlie, soy poli, soy judío).
Faltaba una frase: Je suis Ahmed. Porque uno de los policías asesinados a
sangre fría por los hermanos Kouachi era un francés musulmán llamado Ahmed. En
Twitter surgió la etiqueta “#Je suis Ahmed” junto a “#Je suis Charlie”, no en
contra de ella, y yo me apresuré a utilizarla.
Sin
hacer jamás ninguna concesión sobre los principios fundamentales de una
sociedad abierta, empezando por la libertad de expresión, los europeos no
musulmanes debemos enviar este tipo de señales a nuestros conciudadanos
musulmanes, tanto en Internet como en nuestros contactos personales cotidianos.
La mejor señal de todas es dejar claro que no es necesaria ninguna señal
explícita. Es lo que sucede la mayor parte del tiempo en una ciudad como
Londres: se da por descontado que los británicos musulmanes son tan británicos
como todos los demás, que no existe un “ellos”, sino un “nosotros” más amplio,
maravillosamente mezclado y embrollado. Así saldremos triunfantes en el
plebiscito diario. Así conseguiremos deshacernos de un vampiro llamado Pegida.
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