29 nov 2015

Leñero o el compromiso con la realidad

‘Revista Proceso # 2039 , a 28 de noviembre de2015...
 Leñero o el compromiso con la realidad/'FRANCISCO PRIETO*
En sus libros, de ficción o no, Vicente Leñero no ocultaba sus convicciones profundas, sus posiciones políticas, su ética, señala el escritor Francisco Prieto, amigo cercano del dramaturgo, novelista, guionista y periodista fundador de Proceso. La principal de ellas, agrega, era su compromiso con la verdad que, en su caso, era pasión por la verdad. A poco de cumplirse el primer año de la muerte de quien fuera mano derecha de Julio Scherer al frente de este semanario durante 20 años, dedicamos este reporte especial a su memoria.

La vida y la obra de Vicente Leñero poseen una interconexión sin fisuras, lo que es asombroso, acaso único, en un escritor no autobiográfico y sólo alguna vez intimista en su primera novela, La voz adolorida, reescrita años más tarde bajo el título de A fuerza de palabras.

Esa vida, que se nos fue el 3 de diciembre del año 2014, permanece en su obra y ambas, vida y obra, dan testimonio de un compromiso con la verdad que es, también, pasión por la verdad. Y digo “también” porque hay existencias secas que se comprometen y aun son coherentes, pero a las que falta lo que sobró a Vicente, la pasión. Lo que hizo en vida y obra lo realizó a la luz de la verdad pero calentado, iluminado, animado por el amor y por el odio (el que no odia lo que se le presenta como el mal es un pobre ser humano).

Hay algo paradójico en ese escritor, ese periodista alerta siempre al entorno inmediato, a la actualidad y es, precisamente, que un número cada vez mayor de seres humanos vive en la indiferencia hacia la verdad. Y es algo muy triste porque no se puede construir una relación sólida ni una obra perdurable si no se sabe uno poseído por una verdad, y como sólo busca el que ha encontrado, ese sentimiento de ser poseído por la verdad es el que mueve a la búsqueda, a la exploración.


Uno de los maestros del Leñero periodista fue Carlos Septién García, que elaboró una teoría aplicable al buen reportaje y a la buena crónica que no se encontrará en los más sesudos textos académicos y que da razón de la única objetividad posible, y que Septién formuló antes de narrar una tarde de toros: el periodista tiene que tener en cuenta lo que, objetivamente, pasa en el ruedo –hay una preceptiva taurina, como hay una política, una literaria…–; dicho de otro modo, yo puedo ser frío y hasta indiferente ante un modo de interpretar el toreo pero sería un necio, un farsante si no puedo percatarme de que lo que sucede ante mí está bien hecho (dicen que un amante de Joyce desdeñaría a Proust como uno de Bruckner a Mahler, uno de Silverio a Armillita, pero todo el que sabe de literatura, de música, del arte de lidiar reses bravas, sabe que uno y otro son maestros en su arte aunque no sean de su tribu).

Luego, continúa Septién, hay que escuchar al espectador, o al lector, medir y dar cuenta de sus reacciones, porque sucede que tanto uno puede tener razón frente a una mayoría abrumadora como uno puede ser ciego ante ciertos valores desdeñados desde lo más profundo del ser; por último, uno tiene una visión propia, uno tiene sus sentimientos y sus razones y exponerlos sin miedo es un modo de jugar con las cartas boca arriba y de exorcizar toda demagogia, todo intento de manipulación del otro. Leñero amaba de tal modo la verdad, su verdad que, quién lo hubiera dicho, fue –y lo sigue siendo en su obra que está viva– un contestatario del arte moderno que parece regirse por la famosa sentencia de Paul Valéry que detestaba a Stendhal y que para atacar la obra de éste, escribió: “En literatura, el verismo no es concebible”.

Pues bien, Leñero fue un periodista porque le apasionaba la realidad, porque, movido por el respeto a los otros, era consciente de que el periodista es el medio que revela lo que se quiere ocultar, la voz de los que no tienen voz, el que desafía al poderoso, político o empresario que quiere hacer pasar lo blanco por negro y lo negro por blanco, el que está al servicio de la verdad o lo que se le manifiesta como tal. Por eso mismo, en la novela es un observador meticuloso y prolijo de conductas, un registrador de actitudes humanas que deja el juicio al lector, ¡tanto lo respeta! Un hombre consciente de sus limitaciones y que, por tanto, duda; de todo menos de que hay un presentimiento de la verdad que anida en el corazón de cada ser humano como en cada ser humano; en la raíz de su ser, si es persona seria, se manifiesta ese presentimiento, en el imperativo de obrar el bien y reposar en la belleza, o sea, el resplandor del ser porque compartimos todos una misma naturaleza y por ello mismo nos podemos comunicar.

Seguramente por esto, Leñero no teme a la multiplicación de puntos de vista de lo que su novela Los albañiles es ejemplo: la realidad la vamos construyendo entre todos –y si puede no haber respuesta a lo que en un suceso concreto pasó, hay la realidad de cada quién ante ese suceso complejo y, acaso, misterioso, y la confrontación de visiones arroja la luz de la solidaridad–. Sí, todos teníamos razones para asesinar a don Jesús… decir nosotros nos pone, de golpe, frente al mal, pero también nos eleva en la plegaria que es la búsqueda de un tú que ya habíamos encontrado, por el amor experimentado que nos lo revela como el ser del cual participamos y al que debemos esa rebeldía y ese fervor de comunión.

Vicente Leñero hurgó en la historia de México y lo hizo a través del teatro. Martirio de Morelos nos vuelve al gran hombre problema, lo va desmitificando, y en su agonía o combates –interiores y exteriores– nos lo hace persona, contemporáneo nuestro. Él, como nosotros, tuvo que pasar por la puerta estrecha, padeció el miedo, en su inseguridad se perdió el héroe y vio la luz el hombre concreto, el que no quería dejar esta tierra ardiente y doliente, el que, como cada uno de nosotros, clamó por otra oportunidad, y como cada uno de nosotros oyó el tic tac de un reloj que le gritaba, como a Baudelaire, “muere, viejo cobarde, es ya demasiado tarde”. También Morelos no habría querido beber de aquel cáliz.

En El juicio, por otra parte, presenciamos el anverso y el reverso de cada personaje, descubrimos que unos y otros estaban en nosotros porque el otro, aunque no quisiéramos que fuera así, está en nosotros. El Leñero más radicalmente cristiano está ahí, el que nos lleva a vivirnos como monstruos de incoherencia, que, machaconamente, nos recuerda que el juicio categórico contra el otro puede volverse en contra nuestra, que dejemos de buscar la paja en el ojo ajeno sin atender a la viga en el nuestro.

Sí, la vida de Leñero dio testimonio de naturalidad y de sencillez, he ahí algo que encontramos en Pelearán diez rounds, porque si al hombre no lo ha perdido la soberbia, mientras más roza la gloria más resiente el advenimiento de la caída. Han sido diez rounds para regresar allí de donde se había partido. Asimismo la pareja humana, un hombre, una mujer, un día se dan cuenta de que todo progreso es relativo, que están donde estaban, en su primera dicha, en su primera separación, y que sólo la compasión une con un vínculo indestructible el reconocimiento de una impotencia de origen que mueve a la oración o envía a los infiernos.

He ahí una temática que llevó hasta sus últimas posibilidades de expresión en La mudanza: la compasión y la misericordia redimen a la pareja y, con ella, nosotros, espectadores, quedamos reconciliados en la piedad. Sólo la piedad es liberadora de la culpa, sólo ella vuelve al otro prójimo; esa piedad que no puede sentir el torturador y los que hacen de la represión oficio de vida.

¡Y de qué manera todas estas cosas se hacen presentes en Los periodistas! Novela y reportaje que sobre un hecho real juega con el teatro y con el relato histórico rigurosamente documentado. Pero, además, un capítulo se mete, de plano, en la ficción y quizás sea aún más objetivo que todos los demás capítulos. En efecto: esta novela-reportaje es la historia de un despojo perpetrado desde el poder con lujo de fuerza. Un complejo de relaciones humanas se despliega desde el inicio; aproximaciones y distanciamientos desde un fondo de compañerismo. La experiencia poética de la fraternidad: todos están en el mismo barco y se enfrentan a un mismo enemigo que actúa a través de esbirros (visibles), y de traidores (taimados). El traidor mayor no amerita un tratamiento objetivo pues su vileza no admite que se le tome en serio. El autor, contra su tipo literario, se aproxima a Joyce y se metamorfosea en el tipo. Esto le impide que lo nombre. El capítulo es alucinante. Ha sido un traidor a la amistad, al hombre, el director del diario, que lo ha hecho su compadre, que lo sacó del anonimato y lo encumbró dentro de la empresa.

Una fechoría de ese tamaño no sólo se explica por treinta monedas, como tampoco la de Judas Iscariote, tampoco porque lo haya decepcionado el jefe y compadre, como apuesta Amos Oz que sucedió con Iscariote. El tipo es un adicto que rechaza la vida consciente, que la mata a través de la droga, un adicto al poder que es esa otra droga que aleja de la pequeñez esencial de cada quien porque esa limitación con la que todos cargamos sólo la trasciende el amor: el amor a un ser concreto, el amor a la verdad. Para traicionar así es necesario adormilar hasta la extinción la lucidez. Ese capítulo alucinante embriaga al lector que encuentra en sí mismo la tentación del mal, que encuentra en sí mismo (Dr. Jekyll y Mr. Hyde) los demonios que perdieron a Yago, a Sade… La literatura de Leñero, ahora catártica, alcanza las cumbres de los grandes poetas que tuvieron el valor de descender a los infiernos. Y ya ni siquiera el traidor de la historia será consciente de que se ha autosentenciado como una criatura servil por el resto de sus días.

Escribir un libro como Los periodistas exige creer, una fidelidad esencial a la búsqueda de la verdad que puesto que se la ha encontrado es un yugo liberador. Por eso en sus trabajos sobre la realidad política, Vicente Leñero no ha cedido nunca a la quimera del poder y puede mostrar a los poderosos en lo que tienen de banal y, a veces, de grotesco. Elegir es renunciar, escribió Gide en su Diario, y tomar el partido de la fe que se resuelve en esperanza y se ratifica en caridad es una renuncia a Satán.

Escribieron dos miembros del Instituto de Frankfurt que el cristiano o es contestatario o es un traidor, o entra por la puerta estrecha o reniega del reino porque si algo rechaza es la conformidad, el aceptar que exista injusticia en el mundo, que los unos se sienten sobre los otros, que el paraíso esté en otra parte porque aunque fuere así, tendría que luchar denodadamente por su construcción en la tierra. La obra de Leñero hace presente la dificultad de ser cristiano pero, también, la inefable felicidad del cristiano: la lucha a lo largo de la existencia por la construcción de la fraternidad, ese último postulado de la revolución francesa que no se ha logrado en ningún Estado, pero que ha sido la luz que han irradiado unos cuantos y pocos seres.

Leñero, uno de ellos. l


* Escritor nacido en La Habana, Cuba (1942), pero integrado a la vida cultural mexicana desde su juventud. Es egresado de la Universidad Iberoamericana, ha cultivado la dramaturgia, la narrativa y el ensayo. Además de profesor, es el ómbudsman del televidente en Canal 22.

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