‘Revista
Proceso
# 2039 , a 28 de noviembre de2015...
Lo que sea de
cada quien Aún hay más, Raúl Velasco
LA
REDACCIÓN
Vicente
Leñero tuvo una sección fija en la Revista de la Universidad de México. “Lo que
sea de cada quien” se llamaba su colaboración mensual. Ahí el escritor
desgranaba, a lo largo de una página y en primera persona, anécdotas acerca de
los personajes que había conocido durante su carrera en los ámbitos del
periodismo, la literatura o el cine. A continuación, cinco textos seleccionados
por Ignacio Solares, su colega escritor y director de la publicación
universitaria.
Ambos
conocíamos de tiempo atrás a Raúl
Velasco. Ignacio Solares más porque trabajó con él en las páginas de
espectáculos de El Heraldo, aquel
diario propiedad del magnate Gabriel
Alarcón parecido a lo que hoy es el Reforma.
Hasta que un día Solares se fugó del periódico y se fue a trabajar conmigo,
en los años sesenta, a la revista Claudia.
Pese
a haberlo mutilado de su mano derecha, Raúl mantuvo conmigo el buen trato que
me dispensó desde sus tiempos de reportero en Novedades. Había ido ascendiendo, ascendiendo, y soñaba con
convertirse en un showman a la manera norteamericana. Lo consiguió cuando
también él se fue de El Heraldo y
empezó a conducir un programa de variedades en aquel Canal 8 de la llamada
Televisión Independiente de México.
Apenas
los Azcárraga unieron sus tres canales con el Canal 8 para formar Televisa,
Raúl se convirtió en el más popular de los animadores de nuestra lamentable
televisión comercial. Primero con Domingos
espectaculares y luego con Siempre en
domingo –cuyo estribillo machacón era el “aún hay más” con que anunciaba
los cortes entre cantante y cantante– adquirió pronta fama y muchísimo dinero.
Sus
críticos lo acusaban de petulante y mamón, mientras sus seguidores lo
consideraban un ídolo. Y él se la creyó.
Así
fue como, adulado por sus fans y amparado por sus jefes máximos, Raúl Velasco
forjó en su cabeza la peregrina idea de filmar un largometraje sobre sí mismo.
Él en persona en el papel de protagonista: creador de estrellas del espectáculo
y benemérito de causas sociales.
Fue entonces
cuando telefoneó a Ignacio Solares para proponernos que él y yo tuviéramos el
honor de escribir el guion de su ambiciosa película.
Quizá
recuerde el lector que el Aunt Jemima’s de la Zona Rosa era un restorán
convencional donde los padres de familia llevaban a sus niños a desayunar hot
cakes miniatura y espectaculares malteadas. Nada apropiado para un magnate de
la televisión.
Raúl
Velasco llegó al lugar 10 minutos tarde en dos carrazos: un Mercedes Benz y un
cuatro puertas ocupado por guaruras que en ese entonces sólo utilizaban los
políticos mayores. Vestía un impoluto saco de lino blanco, cortado a la medida
por supuesto, chaleco a juego y corbata de seda. Elegantísimo.
Nada
que hacer. Imposible salvarlo ya del manchonazo que lo bañaba de la cintura
para arriba.
–En
la madre.
Saltamos
apuradísimos Nacho y yo. Acudió corriendo la mesera. Aterrizó un guarura como
si hubiera ocurrido un atentado. Se conmocionó el Aunt Jemima’s.
–Pero
cómo me haces esto –chillaba Raúl.
Sacudiéndose
y embarrándose las manos de malteada, el infortunado propuso entre dientes,
hinchado de rabia, que dejáramos el asunto para otra ocasión pero en un lugar
decente, cabrones.
El
guarura lo tomó de un brazo y así, embarrado y frotándose con un pañuelito,
Raúl Velasco huyó de nosotros para siempre.
Nacho
Solares se carcajeaba después:
–Le
hubieras dicho: Aún hay más, Raúl, te faltan los chilaquiles.
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Al
cobijo de Salazar Mallén
Mientras
buscaba en la Ese (Sainz, Seligson, Serna, Solares…) respingó del estante y
cayó de canto un librito de Rubén Salazar Mallén publicado en 1937: Soledad. Lo
levanté. Lo abrí. Me fui con los recuerdos hasta 1958.
Sucedió
que un grupo de latinoamericanos habíamos sido invitados a recorrer Alemania
Occidental y apenas bajé del avión de Lufthansa me asignaron un cuarto en la
planta baja del hotel. Ahí deposité mis dos maletas mientras me apresuraban con
toda la comitiva de escritores a hacer el primer recorrido por los stands de la
feria. Regresé cansadísimo, todavía con las cicatrices del jet lag, cuando un
edecán del grupo me dijo drásticamente, nervioso como un ratón, que no, que
siempre no íbamos a hospedarnos ahí en Frankfurt sino en Darmstadt, una
población cercana donde al día siguiente tendríamos un encuentro con
científicos alemanes, biólogos y especialistas en todo menos en literatura,
hágame usted favor.
Total:
que nos íbamos ya de Frankfurt rapidito –estaba diciendo el edecán–, en ese
mismo instante, ahora mismo, pero ya, en ese autobús que está parado ahí
enfrente, a punto de arrancar.
Y
el edecán me empellaba sin consideración alguna. Me empellaba.
–Déjeme
ir primero por mis maletas –repliqué–, están en ese cuarto.
–No,
no –siguió forzándome. Que me fuera tranquilo. Que ellos se encargarían luego
de enviar mi equipaje a Darmstadt.
Debí
hacerle caso pero me puse necio, obediente al consejo de mi padre: siempre que
viajes cuida de que en el mismo tren, en avión, en autobús viajen contigo tus
maletas. No te separes de ellas.
–Después
se las enviaremos –titubeó el edecán– es que… es que en ese cuarto donde puso
sus maletas está durmiendo la siesta el señor García Márquez. Y no se puede
despertar al señor García Márquez.
–¿Él
no va con nosotros?
–Está
durmiendo la siesta, le digo. A él lo llevaremos después en una limusina.
–Entonces
lo despierto pero ya –exclamé–, claro que lo despierto–. Y como el edecán puso
cara de angustia lo tranquilicé: –No se preocupe, Gabriel y yo somos viejos
amigos.
Al
tercer puñetazo en la puerta –no abría, no abría, no abría–, García Márquez se levantó
furioso, en calzoncillos. Ya había empezado a gritar improperios cuando me
reconoció saliendo del aturdimiento.
Lo
atajé para explicarle la filosofía de mi padre sobre las maletas, pero él
estaba crispado. Nada tenía que ver con el García Márquez que esa mañana, en el
lobby del hotel, me saludó afectuoso, contento de encontrarnos después de tanto
tiempo.
–Es
que esto no se le hace a nadie… carajo. A nadie se le corta el sueño por
pendejadas.
–Yo
no puedo viajar sin mis maletas –insistí mientras me metía en el cuarto y
arrojaba en el interior de uno de los velices la ropa que había desempacado
horas antes.
–¿Sabes
que con esto se puede perder una amistad? –me replicó, severísimo. Tenía los
ojos como de película de terror, pero luego sonrió y me dio unas palmaditas en
la espalda antes de meterse de nuevo en el inmenso edredón.
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Miroslava
sin Dominguín
En
1955, a los 29 años de edad, Miroslava Stern decidió quitarse la vida. Sufría
una brutal depresión. Su amante Luis Miguel Dominguín la había abandonado para
casarse con Lucía Bosé.
Sobre
aquella tragedia, Guadalupe Loaeza escribió un cuento en su libro Primero las
damas. Reproducía con datos periodísticos y una buena dosis de imaginación los
dos últimos días de la actriz checoslovaca que huyó de su país a los 12 años,
se enamoró en Estados Unidos de un piloto aviador –muerto en combate durante la
Segunda Guerra Mundial–, se instaló en México y filmó una veintena de
películas; la última con Ernesto Alonso, Ensayo de un crimen, dirigida por Luis
Buñuel.
Entusiasmado
con el cuento de Guadalupe, Ignacio Durán, director del Instituto Mexicano de
Cinematografía en aquel 1992, planeó producir una película. Me llamó para que
escribiera el guión. Lo filmaría Alejandro Pelayo.
Acepté
de inmediato. Desde las primeras películas en las que participó Miroslava, yo
era como tantos su enamorado platónico; por su belleza deslumbrante le
perdonaba –también como tantos– sus carencias como actriz: esa tropezada manera
de hablar con los labios ateridos. Qué importa, ¡es un cuero!
De
Miroslava oí hablar durante años a Ernesto Alonso; además de compañero y amigo,
fue su guía, su consejero, su preceptor. Nadie sabía tanto de los secretos de
Miroslava como Ernesto Alonso. Por eso se me ocurrió incluirlo en el guión como
personaje real: una especie de narrador de la historia y testigo de los
sufrimientos de la atormentada mujer. Pensé que a Ernesto le encantaría hacer
en la película lo que había hecho en la realidad cuidando y aconsejando a
Miroslava. Se lo dije a Pelayo, y lo primero que hizo Pelayo cuando terminé de
escribir el guión fue enviárselo a Ernesto Alonso. Tardó en responder. Lo hizo
por teléfono, luego de un par de semanas, con un ¡no!, seco y tajante.
Más
tajante fue conmigo la mañana en que Pelayo y yo lo sorprendimos en su oficina
de Televisa.
–El
guion funciona más o menos, pero yo no puedo hacer ese papel. No me gusta, no
quiero, ¡no me da la gana! –se exaltó.
Me
sorprendió el tono grosero de su negativa. En los años en que trabajé con él
nunca me trató así. Él se dio cuenta. Se suavizó:
–Aquí
no se puede hablar. Vayan a mi casa mañana en la tarde.
La
invitación de Ernesto Alonso se antojaba alentadora. Le aseguré a Pelayo que
terminaríamos convenciéndolo. No sería difícil. Lo conocía bien. De seguro no
le habían gustado algunas escenas, algunos parlamentos, y yo estaba dispuesto a
hacer todas las modificaciones que me pidiera.
Afable,
enfundado en una bata roja de terciopelo como la que usaba en El maleficio,
Ernesto Alonso nos recibió en su departamento de Polanco. Café, whisky… Nos
sentamos a conversar. Tardó un rato en ir al grano.
No.
Su mayor objeción al guión era que la causa real del suicidio de Miroslava nada
tenía que ver con Dominguín. Esa versión se dio como cierta “oficialmente”; el
propio Ernesto no la quiso desmentir para no causar escándalos. Pero él sabía
la verdad. Y sabiéndola –comprenderíamos nosotros–, no podía actuar en la
película representando el papel de sí mismo porque sería tanto como avalar una
mentira garrafal. El hombre por el que había enloquecido de amor Miroslava era
un mexicano importante. Muy importante. Mil veces le prometió divorciarse para
contraer matrimonio con ella, pero nunca se lo cumplió. Cuando la actriz se dio
cuenta del engaño se hundió en una profunda depresión. Ernesto Alonso hizo todo
por aliviarla. Nunca pensó que Miroslava se decidiría por el suicidio.
–¿Quién
era ese tipo tan importante? –pregunté.
–No
se puede decir. Unos cuantos lo sabemos.
–Se
habló de Alejo Peralta.
–No
es verdad.
–También
de que era lesbiana y andaba con Ninón Sevilla.
–¡Pendejadas!
–se enojó Ernesto Alonso.
El
viejo y fiel amigo de Miroslava apuró su último trago de whisky.
–Les
puedo decir su nombre, aquí en confianza, si me prometen guardar el secreto.
–Claro,
Ernesto, cuenta con eso, te lo juro –y levanté la derecha al mismo tiempo que
Alejandro Pelayo, tensos ambos por la curiosidad.
–Era
Mario Moreno.
Como
reza el lugar común, nos fuimos de espaldas.
–¿Por
el cabrón de Cantinflas se mató Miroslava?
Ernesto
Alonso agregó datos bochornosos del cómico mexicano y dio por terminada la
conversación. Cuando nos acompañó hasta la puerta de su departamento me detuvo
de un brazo.
–No
se te olvide. Prometiste que nunca vas a revelar esto.
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Dónde
vais Monsiváis
A
sus espaldas vi a Juan Rulfo y a Carlitos Monsiváis salir por el elevador del
restorán del hotel Majestic donde me daban una cena por el premio de cuento
universitario 1958 del que Rulfo había sido jurado. El festejo lo organizaba la
Escuela de periodismo Carlos Septién García dependiente entonces de la Acción
Católica.
Rulfo
oteó sin moverse el paisaje dominado por altos dirigentes de la mochería y
murmuró a Monsiváis:
–Esto
huele a incienso.
–Sí
–dijo Monsiváis–. Vámonos.
Y
pusieron pies en polvorosa sin enterarse de que los escuché.
Aunque
éramos de la misma generación –él cinco años menor que yo–nunca fui amigo de
Monsi, como lo cariñeaba su pandilla de seguidores. En poco tiempo se fue
convirtiendo en un cronista de excepción; escribía dondequiera con sarcasmo,
con valentía, con una prosa emperifollada: la crónica era su fuerte. Octavio
Paz lo calificó de “escritor ocurrente” durante un esgrima de artículos entre
ellos, pero él trataba de ser como Salvador Novo: intelectual y frívolo a la
vez: compartía su presencia con los talentosos picudos lo mismo que con los
protagonistas del espectáculo. Aunque zahería a Azcárraga llamando a la televisión
“la caja idiota”, una noche me lo encontré en casa de Ernesto Alonso durante
una cena, chacoteando con puros televisos.
–¿Tú
aquí?
–Igual
que tú –respondió masticando la risa.
Fue
muy celebrada su actuación como Santaclós en una película sobre los cuentos
defeños de Carballido, y se vanagloriaba de ser una autoridad en el cine
mexicano de la Época de Oro, cuando jugaba trivia con Carlos Fuentes y José
Luis Cuevas ante la admiración de la concurrencia.
De
lo que no sabía era de teatro; sin embargo, eso sí, enviado por Jaime García
Terrés, regañó en la Revista de la Universidad de México a Ibargüengoitia por
haberse burlado de dos obritas de Alfonso Reyes que Juan José Gurrola montó en
la Casa del Lago. Ibargüengoitia lo detestó desde entonces.
Gracias
a su don de ubicuidad era frecuente encontrárselo en mesas redondas, en
inauguraciones, en conferencias. Nos saludábamos de gesto a gesto, nada más;
nunca sostuvimos una conversación.
Por
fin me sorprendió:
–Acabo
de leer Los periodistas –me dijo en las oficinas de Proceso–, qué tal si nos
tomamos un café.
Qué
honor, pensé. Carlos Monsiváis había leído un libro mío y quería comentarlo. Al
cabo de tantos años íbamos a compartir una charla de igual a igual, quizás un
desayuno. Existía yo para él. Qué honor.
Nos
citamos en un Vips de Insurgentes a las 10 de la mañana.
Fui
puntual. Lo esperé en la barra por aquello del desayuno planeado y yo le
pediría elegir mesa: ¿junto a la ventana?, ¿atrás?, ¿dónde nadie nos
interrumpa?, ¿aquí cerca?
Llegó
tarde, desde luego, con la cabeza gacha y mascullando frases que no entendí,
con los labios tropezándose en ruidos.
Prefirió
quedarse en la barra, ¿de momento?, mientras tomábamos el café. Pidió el suyo,
estaba muy caliente.
–Leí
tu libro el otro fin de semana, como te platiqué…
Obvio:
después de un reconocimiento –que aún no aparecía– debía llegar necesariamente
un pero.
–Pero
me pareció muy injusto lo que dices de Benítez.
Al
relatar el golpe a Excélsior que nos hizo abandonar Reforma 18, yo narraba un
episodio que me chismeó Miguel Ángel Granados Chapa porque yo no fui convocado.
Cuando unos días después del atraco, Fernando Benítez consiguió que Echeverría
se reuniera con Julio Scherer y sus más cercanos colaboradores (Becerra Acosta,
García Cantú, Granados Chapa, Hero Rodríguez Toro…) en busca de una imposible
negociación. Describí a Benítez, es cierto, con el sarcasmo que me había
contagiado Miguel Ángel en su relación: un Benítez grandilocuente, petulante,
que ganseaba al avanzar como guía, que no ocultaba en ningún momento su febril
echeverrismo. Eso molestó a Monsi y era el motivo de su regaño.
–No
puedes burlarte así de Benítez –se retorció Monsiváis– después de todo lo que
ha hecho por nosotros, por nuestra generación. No hay derecho.
Me
exalté de inmediato:
–¿Por
nosotros? En mi vida de escritor yo no he tenido nada que agradecerle a
Benítez. Al contrario.
Ahí
empezó y ahí terminó la plática.
Monsi
soltó la cucharita sobre la barra y salió a la calle irritadísimo.
Me
quedé un rato más en el Vips, para terminar mi café y pagar la cuenta.
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