. Así que renté un avión privado. Como buena escorpión prefiero tener las cosas bajo mi control. ¿Valía la pena el gasto? Ni siquiera lo pensé.
Revista
Proceso
# 2054, 12 de marzo de 2016
El día que
conocí a Guzmán Loera/KATE DEL CASTILLO
La
libertad de expresión es un derecho fundamental que toda persona tiene, por
ende, todos podemos informar y ser informados sin ningún tipo de limitante, de
ahí que las investigaciones periodísticas –documentales, escritos, cine, entre
otras– se basan en el principio básico de no revelar la fuente y así poder
obtener un trabajo objetivo. Deseo señalar que a lo largo de este artículo
describo cómo empezó el proyecto para documentar la vida de Joaquín Guzmán
Loera. Quiero aclarar que cuando hago referencia a “el proyecto” o “nuestro
proyecto” me refiero al proyecto que dirigiría, realizaría y ejecutaría
únicamente yo junto con dos productores de Hollywood.
Entendí
todo. Mi cabeza se fue rápidamente a las “fantasías” de periodistas que, años
antes, me preguntaban si El Chapo Guzmán me había contactado a raíz de mi tuit,
algo que en su momento me causaba gracia. Mi corazón se paró por unos segundos
antes de empezar a latir a una velocidad increíble. Creo que de hecho tuve un
miniinfarto. Empecé a sudar, palidecí, mis manos temblaban.
Joaquín
Guzmán Loera fue arrestado el 22 de febrero de 2014, y el correo electrónico de
su abogado fue en septiembre del mismo año. No recuerdo el día. “Si no pueden
venir, entiendo, yo voy. ¿Cuándo?”, les dije.
La
única manera de que yo no faltara a la grabación de la serie era ir y venir el
mismo día. Los vuelos al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México no
eran opción. Así que renté un avión privado. Como buena escorpión prefiero
tener las cosas bajo mi control. ¿Valía la pena el gasto? Ni siquiera lo pensé.
Hice
los arreglos necesarios para salir en mi siguiente día libre. Esa jornada,
recuerdo, me desperté a las 6 de la mañana, pues había programado el vuelo a
las ocho, rumbo a Toluca, Estado de México. En realidad no dormí la noche
previa; si acaso logré pegar los ojos fue por una hora. Me bañé, tomé café; ese
café me supo diferente. No sabía qué me esperaba, mis decisiones eran
robóticas, estaba como hipnotizada, no quería pensar mucho, no me quería
arrepentir. Al llegar al hangar, sentí la necesidad de decirle a alguien que
tomaría un vuelo. Me pregunté: “¿Qué tal si algo me pasa? Nadie va a saber”.
Antes de viajar siempre le llamo a mis padres, pero tampoco era una opción.
Miles
de preguntas me venían a la mente mientras caminaba lentamente hacia el jet. El
calor húmedo de Miami no me ayudaba, ya estaba sudando. Sabía que estaba
poniendo en riesgo muchas cosas. Tomé una foto de la cola del avión y se la
mandé a Jessica, mi amiga casi hermana. Estaba segura que ella no me haría preguntas:
“Amiga, asegúrate que yo regrese hoy mismo, si no, busca este avión, sin
preguntas, por favor, no te preocupes”, a lo que contestó: “Estaré pendiente,
que Dios te acompañe”.
Seguí
caminando, cada vez más cerca del avión, mi familia se me venía a la mente, mi
trabajo. Una vez que los pilotos me dieron la bienvenida a bordo, por alguna
razón dejé de sudar, me sentía en paz. De hecho, entusiasmada. La curiosidad
podía más que yo. El vuelo fue bueno, la turbulencia… estaba en mi cabeza. Al
llegar al aeropuerto internacional de Toluca me aseguré con los pilotos de que
regresaríamos esa misma tarde a Miami. Bajé del avión, era aproximadamente la
una de la tarde.
Al
pisar suelo mexicano sentí algo poco común en mí: una especie de escalofrío que
me hizo temblar. Hacía un poco de frío. Otra vez empezó mi cabeza a dar
vueltas, mi corazón estaba a punto de estallar, no sabía qué iba a encontrar al
otro lado de la pista. Esta vez caminé con prisa, tal vez la taquicardia me dio
otro ritmo. Al entrar al edificio de la terminal para pasar migración, me tomé
un par de fotos con los empleados que me reconocieron.
Me
detuve al ver a dos hombres vestidos de traje obscuro. Supe que eran ellos,
porque inmediatamente me dieron la bienvenida con un gesto. Ambos de mediana
edad, muy cordialmente me saludaron de mano y me indicaron que me subiera en la
parte trasera de un vehículo pequeño, nada ostentoso. Eso me hizo sentir más
tranquila. En la película que me había hecho en la cabeza, un convoy de
camionetas blindadas con un escuadrón de hombres armados venía por mí. Nada que
ver.
Me
preguntaron en qué restaurante quería comer. “En el más cercano, unos tacos me
hacen feliz”, les dije. “De ninguna manera”, y aunque estábamos en Toluca
afirmaron: “El señor nos encargó que la lleváramos al mejor restaurante de la
Ciudad de México, si se entera que la llevamos a unos tacos, nos mata”… Dios
mío, dios mío, ¡¡¡DIOS MÍO!!!
Instintivamente
contesté: “¿Cómo? ¿Literal… los mata?”. Parece que les hizo gracia mi tono más
que la pregunta; nos reímos, me dijeron que les parecía muy chistosa y me
relajé. En realidad fue una broma de muy mal gusto de mi parte. Terminamos
yendo a un restaurante cerca del aeropuerto de Toluca. Estaba casi vacío, pero
aun así ellos pidieron que nos dieran una mesa privada. Caballerosamente me
jalaron la silla para que pudiera sentarme.
La
plática fue muy directa. Durante nuestra reunión me mantuve muy atenta. Tenía
la garganta y el estómago cerrados, el hambre se me fue por completo; estaba
sedienta, mi boca estaba seca, pero me parecía que podría malinterpretarse si
no ordenaba algo de comer, así que pedí algo ligero. Ellos me explicaron que el
Sr. Guzmán había recibido varias ofertas de estudios de Hollywood para hacer la
historia de su vida. Estando preso, era un sujeto ideal para “contar” su
historia, sería el único narcotraficante (y el número uno, según la DEA) que en
vida lo haría.
El
Sr. Guzmán se rehusó a darle los derechos a todos… excepto a mí. ¡¿A mí?! Darme
los derechos de su vida… ¡¿A MÍ?! “¿Por qué yo?”, les pregunté. “Porque la
admira, la respeta y confía en usted plenamente. Le tiene respeto porque usted
habla la verdad, no se anda con poses, por ese tuit donde a él lo menciona,
porque es valiente y porque quiere que actúe en su película, ya que le gustó
mucho su trabajo en La Reina del Sur”.
Lo
primero que respondí –después de procesar lo recién escuchado– fue que yo tenía
un nombre, una carrera y una hermosa familia, la cual no estaba dispuesta a
perder haciendo una comedia romántica acerca del Sr. Guzmán. Lo que yo quería
era documentar la vida del hombre a quien la nación más poderosa del mundo
había nombrado enemigo número uno. Quería hacer algo que nadie hasta esa fecha
había logrado, no por falta de ganas, sino por el hermetismo y desconfianza
que, por mí, Guzmán Loera dejó atrás. Les dije que no podría decir mentiras
acerca de quién es él, que esto era algo vital para poder seguir adelante.
Ellos me respondieron: “Quiere decir la VERDAD, dejar las cosas claras acerca
de muchos falsos, quiere hablar de su infancia y del porqué empezó en el
negocio”. Agregaron que mi tuit, donde le pedía varias cosas, lo hizo pensar.
Acepté. Me hicieron muchas preguntas acerca del mundo del cine, estaban muy
interesados. Terminamos de comer, pidieron la cuenta y me llevaron de regreso
al aeropuerto.
Una
vez que me dejaron ahí, y ya mucho más relajada al ver que se despedían de mí
diciéndome adiós con la mano mientras yo cruzaba la pista para subirme al
avión, pude sentir que la garganta se me abría, la taquicardia ya no me
acompañaba. Abracé a los pilotos, y han de haber pensado que las mexicanas
somos muy apasionadas. Me devolvieron el abrazo. Ya en el avión mi cabeza
seguía dando vueltas y trataba de recapitular cada palabra dicha en la reunión.
¡No lo podía creer! El señor Guzmán estaba dispuesto a darme el testimonio de
su vida a mí, Kate del Castillo Negrete Trillo. Todo el vuelo me fui pensando en
la gran responsabilidad que me había echado encima. Al llegar a Estados Unidos,
subieron perros antidrogas al avión, me revisaron todo, y yo, “cara de palo”.
¡Estaba segura que mis nervios delatarían con quién estuve! Sentía que los
perros me olerían… en fin, mil cosas me pasaron por la mente. Taquicardia de
nuevo. Me hicieron varias preguntas, “cara de palo”, estaba segura de que
alguien de la DEA me había seguido. Paranoia. Ya en mi departamento le mandé un
mensaje a Jessica: “Ya en Miami, amiga, todo bien”.
Al
día siguiente, en mi llamado para Dueños del Paraíso, irónicamente tenía que
hacer una escena en la que mi personaje, Anastasia Cardona, traficaba droga a
Estados Unidos. Nunca me sentí tan “en personaje”. No podía creer cómo la
realidad y la ficción, a veces, no están tan lejanas.
En
Miami conocí a uno de los dos productores que, por su experiencia en la
industria de Hollywood, sería perfecto para presentarlo con los abogados del
Sr. Joaquín Guzmán Loera e iniciar el proyecto.
La
segunda fuga
La
noche del segundo escape de Joaquín Guzmán (el 11 de julio de 2015), me
encontraba en un bar de Los Ángeles celebrando una de las peleas que mi amigo
Oscar de La Hoya patrocina en apoyo de los nuevos boxeadores. Admiro la
disciplina del box, más si se trata de apoyar talentos nuevos. Siempre me han
parecido trágicas y fascinantes las vidas de los pugilistas.
Recibí
una llamada telefónica, y me quedé muda al escuchar que Joaquín Guzmán Loera
había escapado. El techo del lugar –azul celeste– y su barra llena de botellas
de tequila se volvían cada vez más pequeños a pesar de mi cercanía. La mesa de
billar donde mis amigos mostraban su talento se volvía, con cada frase, más
caótica, junto con mi palpitar. Colgué sin que la persona al otro lado de la
línea terminara su reporte. Se me bajó la presión, todo se volvió un mundo de
cristal, frágil, con un ritmo lento, casi en pausa. Mi visión se volvió
borrosa, no escuchaba nada más, el sonar de las bolas de billar me retumbaba en
el vientre. ¿Y ahora? ¿Qué pasaría con el proyecto? Salí corriendo del lugar
sin dar explicaciones.
Una
vez en mi casa abrí mi computadora. El sonido de las bolas de billar y los
golpes secos de los boxeadores todavía me taladraban, esta vez en la parte alta
de mis sienes. Joaquín Guzmán Loera se había escapado, por segunda vez. Me
pareció INCREÍBLE, como a todos (es decir: inverosímil). Un escape de película,
sin duda.
Mientras
estaba preso, yo le pregunté a uno de sus abogados si podría mandarle una nota,
pues quería agradecerle su confianza en mí. La respuesta fue positiva, se la
harían llegar. Él respondió con una carta escrita con su propia letra, se
refería a mí como “amiga” y firmaba “Joaquín Guzmán L”. Me impresionó mucho ver
una carta de su puño y letra, en la que describía, entre otras cosas, su cena
de Año Nuevo: “Amiga, me dieron pavo y una coca de a litro”. No fue sólo una
carta, y todas las guardo aún.
Todo
me daba vueltas. ¿Cómo iba a cumplir con el proyecto? Cuando estaba preso todo
era más fácil. Yo planeaba mandar a un escritor al Altiplano a que se sentara
con él y escuchara la historia de su vida de principio a fin, y así empezar a
darle vida a la película. Sería tan fácil… pero ahora todo estaba acabado.
Reflexioné: ¿qué va a ser de México? Pensaba en las personas que estaban a
cargo de la seguridad de Joaquín Guzmán, ¿qué iba a pasar? ¿Cómo nos va a ver
el resto del mundo?
La
narcopolítica… México, mi doloroso y golpeado México. Me invadió una fuerte
electricidad, me entraba por las manos y los pies… frustración, indignación.
¡¿Una vez más?! No dormí esa noche, aunque es usual en mí, ya que sufro de
insomnio. Pero hay un abismo enorme entre aceptar el insomnio como un amante
que llega en las noches, como dice el libro del escritor Alberto Ruy Sanchez, y
un insomnio por angustia e incertidumbre. Alberto dice en su libro Elogio del
insomnio: “Porque este insomne goza sus insomnios. En medio de la obscuridad,
cada insomnio es felicidad luminosa, la luz que se vuelve el ámbito donde el
inmenso placer de contar y escuchar historias toma existencia”. ¡Cómo te
recordé, querido amigo Alberto! Mi existencia era LA historia y ahora se me
había escapado de las manos.
Al
poco tiempo fui a Marbella. Desde hacía años yo no visitaba España, donde había
grabado una de las escenas más fuertes de La Reina del Sur: Teresa Mendoza se
entera de la traición del padre del hijo que espera y, ahí, en Puerto Banús,
zarpan en el Sinaloa, el barco nuevo de Mendoza; una vez en alta mar, El Pote,
perro guardián de La Mexicana, termina con la vida de Teo Aljarafe, padre del
hijo que Teresa lleva en el vientre: “La traición no la perdonan en mi tierra”…
¿Irónico? Sin duda.
En
Marbella me encontré con uno de los productores que colaborarían en la película
sobre El Chapo. No había mucho que decir, sólo nos vimos a los ojos con cariño
y un poco de humor. Al enterarnos de la fuga, cada uno había padecido la
frustración en su respectiva soledad. Nos abrazamos, seguros de que ya no
habría proyecto. Muy en el fondo existía cierta decepción. No lo sé. Nos
despedimos en total desesperanza.
La
llegada de Sean Penn
Pasó
algún tiempo hasta que volvieron a contactarme. Estaba estupefacta. ¿Cómo
podían acercarse cuando todo el mundo estaba buscándolos? El señor quería que
yo siguiera adelante con el proyecto. Me comuniqué con los productores
inmediatamente. Las circunstancias habían cambiado. Uno de ellos me dijo que
Sean Penn quería sentarse a platicar conmigo. En ese instante comencé a
investigar sobre él, no como actor, sino como filántropo, como activista, como
ser humano. Es un hombre consciente de lo que pasa en el mundo y realmente ha
hecho algo para mejorarlo. Acepté.
Nos
vimos en un hotel en Santa Mónica, California. Era el 22 de septiembre, y el
productor ya estaba ahí. A los pocos minutos llegó Sean, en jeans y una
chamarra tipo James Dean. Les advertí que yo no tenía mucho tiempo, ya que ese
día recibiría la ciudadanía estadunidense. Sean paseaba su mirada profunda,
penetrante; mejor aún, limpia, transparente. Al menos eso sentí. Su cabello,
completamente canoso y abundante, su cara con marcas de experiencia, me dieron
total tranquilidad. Confianza absoluta.
Me
sorprendió su manera de dirigirse a mí, cordial pero al grano. Lo que los dos
queríamos era hacerle preguntas al Sr. Guzmán, conocer su historia para poder
documentar, discutir el proyecto y, finalmente, reforzar las palabras de mi
tuit “trafiquemos con amor…”.
Me
disculpé con Sean y el productor y me fui a recibir mi ciudadanía. Le llamé a
mi papá para comentarle los sentimientos encontrados que tenía en ese momento,
no de mi plática con Sean precisamente, sino acerca de convertirme en ciudadana
americana. Fue un debate emocional dentro de mí pero pensé que, votando en
Estados Unidos, puedo ayudar más a mis paisanos inmigrantes que, como yo,
buscan mejores oportunidades de vida y que, con el dolor que eso conlleva,
tienen que salir de nuestro país.
Viajé
a Guadalajara el 25 de septiembre a celebrar el cumpleaños de un gran amigo.
Antes de ir, avisé a los abogados del Sr. Guzmán de mi viaje, pues quería
preguntarles en persona si era posible agendar una reunión con el señor. Los vi
en el restaurante del hotel donde me hospedé con mis amigos. Los abogados y yo
nos pusimos de acuerdo en cómo me iba a comunicar con Joaquín Guzmán: por chat.
No
lo podía creer: entablé comunicación con el hombre más buscado del mundo en ese
momento. Las manos me temblaban, sudaba, no podía expresarme bien. Así es como
planeamos nuestro encuentro. Le dije que me acompañarían los productores
–quienes financiarían el proyecto– y Sean Penn, un famoso actor de Hollywood.
Con Sean a bordo, tendría más credibilidad. Aceptó. Contacté a mis tres acompañantes
y les pregunté si de verdad estarían dispuestos a que nos reuniéramos con él.
Joaquín
Guzmán Loera vive horas extras, consideré. Para él, mientras más pronto nos
juntemos, mejor. Así es que hice arreglos entre nosotros cuatro y su gente;
sería un viaje fuera de la ficción de las películas que Sean, los productores y
yo estábamos acostumbrados a realizar. Me quedó claro que es verdad que entre
actores hay una conexión y un lenguaje mudo entre miradas. Un periplo sin
regreso, no podíamos echarnos para atrás, ya era demasiado tarde, era un hecho.
El
viaje fue organizado y pagado por mí, si bien tiempo después Sean me dio una
parte del dinero que costó. Lo pensé como una inversión para el proyecto, el
cual podría ser una película, pero también un documental, un libro, etc. Tenía
en mis hombros un peso gigante. Estaríamos visitando al prófugo número uno,
gracias a la confianza que depositó en mí. ¡¡¡¡Qué presión tan cabrona!!!!
Cara
a cara
El
día anterior a nuestro viaje, Sean estuvo en mi casa para ultimar detalles. Yo
tenía un par de invitados y el maravilloso mariachi Los Reyes, que me acompaña
cuando la nostalgia por México me gana. Sean y yo nos tomamos una foto con
ellos.
Me
preparé para la partida. Llena de preguntas y temores, pero también decidida y
fuerte, no estaba sola.
Fue
el 2 de octubre del año 2015. Fui la primera en llegar al hangar en la ciudad
de Van Nuys, California. El vuelo estaba programado para las 8 de la mañana.
Calurosa mañana. Me pregunté si mis tres compañeros llegarían o, tal vez,
habían decidido no arriesgarse a última hora. Yo traía puestos unos jeans
negros, botas, una tank-top negra, una chamarra gris y mi cinturón de la Virgen
de Guadalupe, así me sentí más protegida. Le preparé a Joaquín Guzmán un
itaKate con una de mis películas (La misma luna); otra de Sean Penn (21 gramos)
dirigida por el mexicano que nos ha hecho sentir tan orgullosos recientemente,
Alejandro González Iñárritu; mi tequila; el libro que escribí hace tiempo,
Tuya, y un libro de poemas de Jaime Sabines. ¿Por qué? No sé. Siento que en el
fondo quise tocar su corazón, quise tal vez sensibilizarlo con poesía y cine.az comportamiento, podía descubrir su verdadera identidad. No lo
logré. Paranoia.
Al
fin llegaron mis compañeros, con una sonrisa. Respiré. Siempre respiro y me
tranquilizo, pero esta vez no ocurrió así. Los tres me saludaron con un fuerte
y significativo abrazo. Estaba por demás decir algo. Nuestras miradas estaban
ajenas a todo lo que pasaba alrededor. Entendimiento entre camaradas, todos de
diferente nacionalidad, por cierto: Sean, estadunidense nacido en Los Ángeles,
surfer de las playas de Malibú, California; yo, mexicana y ahora también
americana, que había dejado mi país para seguir mi sueño como actriz; los
productores… bueno, de ellos mejor no hablo, diré que son simplemente
productores exitosos de Hollywood que me ayudarían a financiar el proyecto. Me
sentí completa y protegida.
Subimos
al avión autofinanciado, me persigné y volamos al viaje más cabrón que jamás
haya realizado, por lo menos despierta. Siempre dudaré si lo soñé o realmente
lo viví. En el avión se platicó muy poco. Al aterrizar nos esperaba una
camioneta del hotel. Y al llegar ahí nos encontramos con uno de los abogados
del Sr. Guzmán, quien nos pidió que, como medida de seguridad y para que no
supiéramos a dónde íbamos, dejáramos nuestros teléfonos y cualquier otro
aparato electrónico que trajéramos. No nos sorprendió.
A
los pocos minutos nos recogieron un auto y dos camionetas de seguridad. Fue
dentro del automóvil que nos enteramos que quien manejaba era nada más ni nada
menos que uno de los hijos de Joaquín Guzmán. Después de aproximadamente una
hora llegamos a un lugar donde nos esperaban dos avionetas.
Volamos
cerca de dos horas y media. Mis colegas y yo le preguntamos al hijo del Sr.
Guzmán si no nos vendarían los ojos, a lo que contestó: “¿Dónde está la
confianza? Además, si los dejáramos aquí, ¿sabrían dónde están?”. La respuesta
era no. La avioneta se movía demasiado, volábamos bajo. Sean se llevó un par de
mis uñas clavadas en su brazo. Recordé que traía mi tequila, sin dudar le di un
buen trago y lo compartí con mis acompañantes para amenguar los nervios de la
turbulencia. Aterrizamos.
Un
par de pick-ups ya nos esperaban. Viajamos alrededor de siete horas, entre la
selva. No habíamos comido. Al llegar al lugar donde sería el encuentro me
abrieron la puerta del copiloto y nuestro anfitrión me recibió con un abrazo.
Deduje que era él porque me llamó “amiga”, ya que ni tiempo tuve de ver su cara
en ese momento. Cuando finalmente le vi el rostro no lo podía creer, en verdad
era él. Ya era de noche. De ahí en adelante no pude quitar mi mirada del hombre
que había escapado por segunda vez de un penal de máxima seguridad. Tampoco
quería ver mucho alrededor. “Mientras menos sepa, mejor”, pensé.
Nos
esperaba una cena muy mexicana. A pesar de llevar tantas horas sin comer, el
hambre se me quitó por completo. Yo traducía simultáneamente entre Sean y el
Sr. Guzmán, muy concentrada en no cambiar palabras o ideas. Dentro de las
muchas cosas que se hablaron, Sean preguntó al Sr. Guzmán si podía escribir un
artículo para la revista Rolling Stone, lo cual me sorprendió totalmente. Yo no
tenía conocimiento alguno de esto. También le preguntó si era posible tomarnos
una foto para verificar nuestro encuentro, y él accedió. Cuando nos colocamos
en un espacio donde había una pared blanca, vi por primera vez un arma; yo
nunca vi hombres armados mientras estuve ahí.
Después
de varias horas de plática, el tequila tuvo sus efectos en mí, los cuales no
pasaron inadvertidos por nuestro anfitrión, quien me dijo que sería mejor que
me fuera a dormir. Yo estuve de acuerdo. El Sr. Guzmán dijo que él me
acompañaría. Hubo una pausa en la mesa, mis acompañantes me vieron con
preocupación.
El
Sr. Guzmán respetuosamente jaló mi silla y me acompañó. Caminamos por un
pasillo, él me tomó del brazo. El corazón me latía a una velocidad que no sabía
que era posible. En ese corredor, mientras caminaba llevada del brazo de
Joaquín Guzmán Loera, no sé de dónde me salió valor para hablar. Pensé que si
le molestaba lo que estaba por decirle, tal vez ésas serían mis últimas
palabras: “Amigo, no se te olvide lo que te pedí en mi tuit, tú puedes hacer el
bien, eres un hombre poderoso”. Él me veía con esa mirada penetrante que me
atravesaba el cráneo; muy atento me siguió escuchando, continué con voz firme:
“Y nuestro proyecto también va a servir para resarcir de alguna forma a las
víctimas del crimen organizado, amigo, ¿cómo ves?”.
Tal
vez mi voz estaba firme, pero todo por dentro me temblaba, me sentía una nada.
Su mirada –que no me había quitado de encima– se clavó aún más en la mía.
Miniinfarto, me quería morir. Segundos que me parecieron eternos, hasta que me
contestó: “Amiga, tienes un gran corazón, eso me parece muy bien”. Yo seguía
temblando por dentro, su mano en mi brazo me sirvió para no desvanecerme. El
siguió hablando; me dejó claro que yo dormiría en la cama que estaba separada
de las otras dos por un biombo, para mi privacidad. Después agregó que ya no lo
vería, que él nunca duerme donde sus invitados por seguridad de éstos. Me
abrazó y me agradeció haberle dado unas horas de felicidad. Y se fue.
No
sé cómo caminé hasta el biombo, que me sirvió de bastón. Me acosté
completamente vestida, pensando que si había que correr estaría lista; también
por pudor, siendo la única mujer ahí. Cansada, con la presión del encuentro y
los efectos del tequila, con todo y mi insomnio, me dormí.
Creo
que una hora después nos despertó el abogado y emprendimos el viaje de regreso.
Una tormenta se avecinaba, por lo cual no pudimos tomar las avionetas que nos
habían llevado. Me pidieron que yo manejara de regreso y así lo hice. Llovía
fuertemente. Después de varias horas de camino, llegamos por fin al hotel a
bañarnos y recoger nuestras cosas. En el avión de regreso a Los Ángeles íbamos
sólo Sean y yo, ya que los productores viajarían a diferentes destinos. La
verdadera pesadilla la viví después del viaje. A partir de entonces, me
pregunté: ¿Los productores, Sean y yo tendremos una historia que nos unirá para
siempre? No lo sé. Y eso NO define quién soy. Gracias a Dios. l
No hay comentarios.:
Publicar un comentario