Los Papas frente al terrorismo islámico
¿Cómo
reaccionaron y cuáles palabras utilizaron los predecesores de Francisco durante
los últimos 15 años frente al surgimiento de la barbarie yihadista?
Vatican Insider, 18/07/2016/
ANDREA
TORNIELLI
El
mundo cambió después del 11 de septiembre de 2001, después de los feroces
atentados perpetrados en los Estados Unidos por al-Qaeda, la organización
terrorista que guiaba Osama Bin Laden. No porque no hubiera habido antes otras
víctimas inocentes de masacres y atentados terroristas en muchas otras partes
del mundo, sino porque esos cuatro ataques suicidas, que transformaron aviones
de pasajeros en bombas asesinas y que cobraron las vidas de 3 mil personas,
indicaron un salto de cualidad siniestro en el fundamentalismo de inspiración
islamista, y porque golpeó directamente el corazón del Occidente.
Claro,
parece que durante estos quince años no se ha hecho ninguna reflexión seria y
verdadera sobre las causas de este fenómeno. Todavía no se ha hecho ninguna
seria auto-crítica sobre las formas de financiamiento oculto y sobre el tráfico
de armas, como tampoco sobre los resultados catastróficos de ciertas políticas
occidentales que apoyan y arman a grupos organizados por rebeldes para derrocar
a este o a aquel régimen y que luego acaban teniendo que afrontar a los mismos
que armaron y formaron. Así sucedió con al-Qaeda y está sucediendo con el EI y
otros grupos de fundamentalistas islámicos financiados por países que Europa y
los Estados Unidos siguen considerando socios y aliados, con evidentes
desastres relacionados con la democracia: un valor que hay que «exportar» y un
pretexto para desencadenar guerras con consecuencias dramáticas (como en los
casos de Irak y Libia), pero al mismo tiempo representa un valor más que
«negociable» con los países considerados «aliados».
Es
interesante recordar cómo se comportaron san Juan Pablo II, que vivió un cambio
de época con la irrupción del terrorismo fundamentalista a nivel planetario
durante los últimos años de su vida, y su sucesor Benedicto XVI frente a graves
y terribles atentados de fundamentalistas islámicos.
Después
de los atentados del martes 11 de septiembre, Papa Wojtyla se presentó a la
Audiencia general de los miércoles en la Plaza San Pedro: «No puedo comenzar
esta audiencia —dijo— sin expresar profundo dolor por los ataques terroristas
que ayer ensangrentaron Estados Unidos, provocando miles de víctimas y
muchísimos heridos. Al Presidente de los Estados Unidos y a todos los
ciudadanos expreso mi más viva condolencia. Frente a eventos de tan
incalificable horror no es posible no quedar profundamente turbados. Me uno a
todos los que en estas horas han expresado su indignada condena, reafirmando
con vigor que nunca las vías de la violencia conducen a verdaderas soluciones
de los problemas de la humanidad».
«Ayer
fue un día oscuro en la historia de la humanidad —continuó Juan Pablo II—, una
terrible afrenta a la dignidad del hombre. Al enterarme de la noticia, he
seguido con intensa participación la evolución de la situación, elevando al
Señor mi firme oración. ¿Cómo pueden verificarse episodios de tan salvaje
dureza? El corazón del hombre es un abismo del que surgen a veces planes de
inaudita ferocidad, capaces de sacudir en un instante la vida serena y
trabajadora de un pueblo». El Papa rezó por las víctimas y expresó su cercanía a
los familiares, implorando que no prevaleciera «el espiral del odio y de la
violencia». No se refirió a la matriz islámica del atentado.
Pocos
días después, Wojtyla viajó hacia Kazajistán, país de mayoría musulmana. Y el
23 de septiembre, durante el Ángelus con el que concluyó la misa, lanzó «un
ferviente llamado a todos, cristianos y seguidores de otras religiones, para
que cooperen en la construcción de un mundo sin violencia, un mundo que ame la
vida y crezca en la justicia y la solidaridad. No debemos permitir que lo que
ha sucedido lleve a ahondar las divisiones. La religión nunca debe ser
utilizada como motivo de conflicto». E invitó «a cristianos y musulmanes a orar
intensamente al Dios único y todopoderoso, que nos creó a todos, para que reine
en el mundo el bien fundamental de la paz. Que las personas de todos los
lugares, fortalecidas por la sabiduría divina, trabajen por una civilización
del amor, en la que no haya espacio para el odio, la discriminación y la
violencia».
En
la homilía de la misa que celebró en San Pedro el primero de enero de 2002,
para la Jornada Mundial de la Paz, Juan Pablo II renovó su llamado «apremiante
a todos, creyentes y no creyentes, para que el binomio "justicia y
perdón" caracterice siempre las relaciones entre las personas, entre los
grupos sociales y entre los pueblos. Este llamamiento se dirige, ante todo, a
cuantos creen en Dios, en particular a las tres grandes religiones que
descienden de Abraham, judaísmo, cristianismo e islam, llamadas a rechazar
siempre con firmeza y decisión la violencia. Nadie, por ningún motivo, puede
matar en nombre de Dios, único y misericordioso. Dios es vida y fuente de la
vida. Creer en él significa testimoniar su misericordia y su perdón, evitando
instrumentalizar su santo nombre».
Pocos
días después, al recibir al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede,
Papa Wojtyla dijo que «ante la bárbara agresión y las masacres se planteó no
sólo la cuestión de la legítima defensa, sino también la de los medios más
adecuados para erradicar el terrorismo, la búsqueda de los responsables de
tales acciones, las medidas a tomar para emprender un proceso de
"saneamiento" para vencer el miedo y evitar que un mal se añada a
otro mal, la violencia a la violencia».
Y
nuevamente, el 24 de enero del mismo año, desde Asís, en donde convocó una
nueva y extraordinaria reunión de las religiones para rezar por la paz y contra
la violencia, el Pontífice polaco dijo: «es necesario que las personas y las
comunidades religiosas manifiesten el más neto y radical rechazo de la
violencia, de toda violencia, desde la que pretende disfrazarse de
religiosidad, recurriendo incluso al nombre sacrosanto de Dios para ofender al
hombre. La ofensa al hombre es, en definitiva, ofensa a Dios. No existe ninguna
finalidad religiosa que pueda justificar la práctica de la violencia del hombre
contra el hombre».
El
11 de marzo de 2004, en Madrid, una serie de ataques terroristas en los trenes
provocaron la muerte de 191 personas y más de 2000 heridos. Juan Pablo II, cada
vez más enfermo y «prisionero» del Parkinson, dijo en el Ángelus del domingo 14
de marzo: «Ante tanta barbarie, uno se queda profundamente turbado, y se
pregunta cómo puede la mente humana llegar a concebir delitos tan execrables.
Al reafirmar la absoluta condena de semejantes actos injustificables, expreso
una vez más mi participación en el dolor de los familiares de las víctimas y mi
cercanía en la oración a los heridos y a sus parientes». Tampoco en este caso
se refirió a la matriz islámica de los atentados.
Después
de la muerte de Papa Wojtyla, su sucesor Benedicto XVI se encontró durante los
primeros meses de su Pontificado con una oleada de terror en Europa. El 7 de
julio de 2005, en Londres, una serie de explosiones en el transporte público de
la capital británica durante la hora pico, provocaron 56 muertos y alrededor de
700 heridos. Tres días después, durante el Ángelus, Papa Ratzinger dijo: «Todos
sentimos un profundo dolor por los atroces atentados terroristas del jueves
pasado en Londres. Oremos por las personas asesinadas, por las heridas y por
sus seres queridos. Pero oremos también por los que han perpetrado los
atentados. Que el Señor toque su corazón. A cuantos fomentan sentimientos de
odio y a cuantos llevan a cabo acciones terroristas tan repugnantes les
digo: Dios ama la vida, que ha creado,
no la muerte. En nombre de Dios, ¡deténganse!». Había un nuevo Papa, pero una
vez más, no hubo ninguna alusión a la matriz islámica de los atentados.
Un
año después, como se recordará, Benedicto XVI volvió por segunda vez como Papa
a Alemania, a su Baviera natal. En Regensburg, la universidad en la que
enseñaba antes de ser nombrado (a sus cincuenta años) arzobispo de Múnich de
Baviera, pronunció una «lectio magistralis». Una cita muy dura sobre el
emperador Emanuel Paleólogo sobre Mahoma y la violencia, fuera de contexto, fue
instrumentalizada por algunas televisoras del mundo árabe y provocó fuertes
reacciones y manifestaciones. Se olvidó con prisa que aquel discurso
representaba principalmente una crítica fuerte al Occidente: « En el mundo
occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón
positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales.
Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que
precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón
constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a
lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de
entrar en el diálogo de las culturas».
El
25 de septiembre de 2006, pocos días de aquella «lectio magistralis», Benedicto
XVI recibió en Castel Gandolfo a los embajadores de los países de mayor
musulmana y a los representantes de algunas comunidades islámicas. En aquella
ocasión él mismo ofreció una clave para interpretar el discurso de Regensburg.
Recordó lo que afirma el Concilio Vaticano II, «que para la Iglesia católica
constituye la carta magna del diálogo islámico-cristiano: ‘La Iglesia mira
también con aprecio a los musulmanes, que adoran al único Dios vivo y
subsistente, misericordioso y omnipotente, Creador del cielo y de la tierra,
que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse por
entero, como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica se refiere de
buen grado’».
Benedicto
XVI explicó que «el diálogo interreligioso e intercultural entre cristianos y
musulmanes no puede reducirse a una opción temporal. En efecto, es una
necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro». Y añadió:
«En un mundo caracterizado por el relativismo, y que con demasiada frecuencia
excluye la trascendencia de la universalidad de la razón, necesitamos con
urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que
pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de
colaboración fecunda».
«Queridos
amigos —concluyó Ratzinger—, estoy profundamente convencido de que, en la
situación en que se encuentra hoy el mundo, los cristianos y los musulmanes
tienen el deber de comprometerse para afrontar juntos los numerosos desafíos
que se plantean a la humanidad, especialmente en lo que concierne a la defensa
y la promoción de la dignidad del ser humano, así como a los derechos que de
ella se derivan».
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