El
mundo que viene/Javier Rupérez, académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
ABC, 24 de agosto de 2016..
Cuando
ya quedan pocos meses para que Barack Obama abandone la Casa Blanca es de rigor
preguntarse, como viene siendo el rito habitual cuando llega el momento para
que el presidente de los Estados Unidos cumpla con los tiempos
constitucionales, cuál es el estado del mundo tras su gestión. Va en ello
implícita la convicción de que lo que haga o deje de hacer el primer ejecutivo
del país más poderoso del mundo ha tenido algo o mucho que ver con el cuadro de
conjunto que arrojan las relaciones internacionales en el momento de su
partida. Convicción al mismo tiempo necesitada de algún inmediato e
imprescindible correctivo: por mucho que sea el poderío acumulado y claras las
responsabilidades en que sus dirigentes puedan haber incurrido en la
conformación contemporánea de la política, la seguridad o la economía
mundiales, no son los Estados Unidos el único «deus ex machina» de los destinos
de la humanidad. Entre esas dos orillas se mueven algunas constataciones.
La
primera y evidente: ocho años después de que Obama llegara a la Casa Blanca en
olor de multitud varios son los elementos que conforman ahora la existencia de
un mundo más arriesgado e incierto. Con razón se puede mantener que no todas las
culpas corresponden al todavía inquilino de la mansión presidencial e incluso
puede tener su margen de ecuanimidad el cargárselas a sus antecesores, pero la
lista no deja por ello de ser menos llamativa: el grado de inestabilidad
acumulado en Oriente Medio, englobando en ello a una buena mayoría de países
árabes y/o musulmanes, alcanza grados alarmantes hasta el extremo de haber
cristalizado en una forma novedosa del terrorismo de inspiración islamista
concretada en Daesh; por primera vez desde 1938, cuando Hitler incumpliera las
leyes internacionales al anexionarse el territorio de los Sudetes en
Checoslovaquia, se ha producido una apropiación indebida de territorio al
invadir Rusia el territorio ucraniano de Crimea; es patente la voluntad china
de practicar una política de influencia no sin ribetes amenazadores frente a
los países que pueblan la vecindad de las aguas territoriales e internacionales
contiguas; paralelamente a la crisis del Oriente Medio y como consecuencia
directa de ella, Europa y en menor medida los Estados Unidos se han visto
confrontados con el mayor y más dramático desplazamiento de personas producido
desde los comienzos del siglo XX. A todo ello cabe añadir, sin voluntad
exhaustiva, la vertiginosa degradación de la situación política y económica en
Venezuela, la consolidación de regímenes cuasi dictatoriales en Bolivia,
Ecuador y Nicaragua, la continuada presencia de las provocaciones militaristas
norcoreanas y ahora mismo el preocupante giro neo otomano y autoritario de la
Turquía de Erdogan. No le faltarán a Obama y a su administración argumentos
para concentrarse en otras y mejores cuentas: el acuerdo nuclear con Irán, el
restablecimiento de relaciones con la Cuba castrista, la continuada acción
contraterrorista llevada a cabo por los aviones no tripulados en la vasta
extensión que se extiende desde el Mediterráneo oriental hasta las montañas
afganas y paquistaníes. Sería contrario a un elemental análisis de la realidad
el restar mérito o esperanza a esos u otros aspectos, pero en la mejor de las
visiones posibles, quedan sometidas al juicio de los resultados. Y sólo el paso
de un cierto tiempo permitirá juzgar si las dinámicas que con ello se
pretendieron crear han ofrecido los apetecidos.
La
segunda, no menos evidente: aunque no sea sólo atribuible al retraimiento
relativo de los Estados Unidos con respecto a la situación más allá de sus
fronteras, ese elemento, junto a los heredados y acumulados en las sociedades
occidentales y en las que no lo son tantos como consecuencia de cambios
económicos, sociales y valorativos, han contribuido a socavar los elementos en
los que desde el final de la II Guerra Mundial, y más específicamente desde la
desaparición de la URSS en 1991 han venido cimentando el consenso básico de las
relaciones internacionales: el respeto a la ley internacional y el
correspondiente castigo a sus violadores; la solidaridad entre los próximos y
la voluntad explícita de actuar conjuntamente frente al agresor; un
entendimiento difuso y al tiempo realista de los elementos fundamentales de la
estabilidad internacional; una voluntad explícita de reforzar y profundizar en
la unión de los países europeos y de hacerlo en permanente conexión y alianza
con los Estados Unidos. No cabe mostrarse apocalíptico al respecto ni proclamar
que el mundo este próximo a la siguiente catástrofe, pero fenómenos tan
negativos como el malhadado Brexit británico, o el manifiesto alejamiento turco
de los principios que vertebran la participación en la Alianza Atlántica, las
vacilaciones todavía existentes sobre la mejor manera de acabar con la hidra
terrorista de Daesh o las contemporizaciones con la figura neo totalitaria y
corrupta de Vladímir Putin rebasan las exigencias del realismo para asomarse al
peligroso brocal de la sumisión apaciguadora. De la que, como todo el mundo
sabe, después de recordar la experiencia de Neville Chamberlain en Múnich, en
1938, está empedrado el infierno.
No
sería cierto mantener que el mundo actual, el que nos deja Obama, sea peor, más
peligroso o menos justo del que existía hace cuarenta años. No cabría decir lo
mismo con respecto al que solíamos conocer hace diez años. Ha tenido Obama
prodigiosa capacidad oratoria, que sus admiradores calificarán sin ambages de
«churchilliana», pero no siempre la belleza de sus frases se ha visto
correspondida con la voluntad de su cumplimiento. La medida en que ha sido su
política la que ha configurado el mundo o el mundo el que ha configurado su
política es a estas alturas irrelevante. Porque lo que importa es la
constatación del tiempo crítico en que comenzamos a movernos y la necesidad de
poner atajo, con la fuerza de la razón o con la razón de la fuerza si necesario
fuera, a una deriva que podría privar a la humanidad de sus mejores y nunca
conocidos tiempos. Nadie está exento de la necesidad evidente: responder
solidaria y convencidamente al reto común. Que no es otro que el de la
barbarie.
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