25 ago 2016

El mundo que viene/

El mundo que viene/Javier Rupérez, académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
ABC,  24 de agosto de 2016..
Cuando ya quedan pocos meses para que Barack Obama abandone la Casa Blanca es de rigor preguntarse, como viene siendo el rito habitual cuando llega el momento para que el presidente de los Estados Unidos cumpla con los tiempos constitucionales, cuál es el estado del mundo tras su gestión. Va en ello implícita la convicción de que lo que haga o deje de hacer el primer ejecutivo del país más poderoso del mundo ha tenido algo o mucho que ver con el cuadro de conjunto que arrojan las relaciones internacionales en el momento de su partida. Convicción al mismo tiempo necesitada de algún inmediato e imprescindible correctivo: por mucho que sea el poderío acumulado y claras las responsabilidades en que sus dirigentes puedan haber incurrido en la conformación contemporánea de la política, la seguridad o la economía mundiales, no son los Estados Unidos el único «deus ex machina» de los destinos de la humanidad. Entre esas dos orillas se mueven algunas constataciones.

 La primera y evidente: ocho años después de que Obama llegara a la Casa Blanca en olor de multitud varios son los elementos que conforman ahora la existencia de un mundo más arriesgado e incierto. Con razón se puede mantener que no todas las culpas corresponden al todavía inquilino de la mansión presidencial e incluso puede tener su margen de ecuanimidad el cargárselas a sus antecesores, pero la lista no deja por ello de ser menos llamativa: el grado de inestabilidad acumulado en Oriente Medio, englobando en ello a una buena mayoría de países árabes y/o musulmanes, alcanza grados alarmantes hasta el extremo de haber cristalizado en una forma novedosa del terrorismo de inspiración islamista concretada en Daesh; por primera vez desde 1938, cuando Hitler incumpliera las leyes internacionales al anexionarse el territorio de los Sudetes en Checoslovaquia, se ha producido una apropiación indebida de territorio al invadir Rusia el territorio ucraniano de Crimea; es patente la voluntad china de practicar una política de influencia no sin ribetes amenazadores frente a los países que pueblan la vecindad de las aguas territoriales e internacionales contiguas; paralelamente a la crisis del Oriente Medio y como consecuencia directa de ella, Europa y en menor medida los Estados Unidos se han visto confrontados con el mayor y más dramático desplazamiento de personas producido desde los comienzos del siglo XX. A todo ello cabe añadir, sin voluntad exhaustiva, la vertiginosa degradación de la situación política y económica en Venezuela, la consolidación de regímenes cuasi dictatoriales en Bolivia, Ecuador y Nicaragua, la continuada presencia de las provocaciones militaristas norcoreanas y ahora mismo el preocupante giro neo otomano y autoritario de la Turquía de Erdogan. No le faltarán a Obama y a su administración argumentos para concentrarse en otras y mejores cuentas: el acuerdo nuclear con Irán, el restablecimiento de relaciones con la Cuba castrista, la continuada acción contraterrorista llevada a cabo por los aviones no tripulados en la vasta extensión que se extiende desde el Mediterráneo oriental hasta las montañas afganas y paquistaníes. Sería contrario a un elemental análisis de la realidad el restar mérito o esperanza a esos u otros aspectos, pero en la mejor de las visiones posibles, quedan sometidas al juicio de los resultados. Y sólo el paso de un cierto tiempo permitirá juzgar si las dinámicas que con ello se pretendieron crear han ofrecido los apetecidos.
 La segunda, no menos evidente: aunque no sea sólo atribuible al retraimiento relativo de los Estados Unidos con respecto a la situación más allá de sus fronteras, ese elemento, junto a los heredados y acumulados en las sociedades occidentales y en las que no lo son tantos como consecuencia de cambios económicos, sociales y valorativos, han contribuido a socavar los elementos en los que desde el final de la II Guerra Mundial, y más específicamente desde la desaparición de la URSS en 1991 han venido cimentando el consenso básico de las relaciones internacionales: el respeto a la ley internacional y el correspondiente castigo a sus violadores; la solidaridad entre los próximos y la voluntad explícita de actuar conjuntamente frente al agresor; un entendimiento difuso y al tiempo realista de los elementos fundamentales de la estabilidad internacional; una voluntad explícita de reforzar y profundizar en la unión de los países europeos y de hacerlo en permanente conexión y alianza con los Estados Unidos. No cabe mostrarse apocalíptico al respecto ni proclamar que el mundo este próximo a la siguiente catástrofe, pero fenómenos tan negativos como el malhadado Brexit británico, o el manifiesto alejamiento turco de los principios que vertebran la participación en la Alianza Atlántica, las vacilaciones todavía existentes sobre la mejor manera de acabar con la hidra terrorista de Daesh o las contemporizaciones con la figura neo totalitaria y corrupta de Vladímir Putin rebasan las exigencias del realismo para asomarse al peligroso brocal de la sumisión apaciguadora. De la que, como todo el mundo sabe, después de recordar la experiencia de Neville Chamberlain en Múnich, en 1938, está empedrado el infierno.
 No sería cierto mantener que el mundo actual, el que nos deja Obama, sea peor, más peligroso o menos justo del que existía hace cuarenta años. No cabría decir lo mismo con respecto al que solíamos conocer hace diez años. Ha tenido Obama prodigiosa capacidad oratoria, que sus admiradores calificarán sin ambages de «churchilliana», pero no siempre la belleza de sus frases se ha visto correspondida con la voluntad de su cumplimiento. La medida en que ha sido su política la que ha configurado el mundo o el mundo el que ha configurado su política es a estas alturas irrelevante. Porque lo que importa es la constatación del tiempo crítico en que comenzamos a movernos y la necesidad de poner atajo, con la fuerza de la razón o con la razón de la fuerza si necesario fuera, a una deriva que podría privar a la humanidad de sus mejores y nunca conocidos tiempos. Nadie está exento de la necesidad evidente: responder solidaria y convencidamente al reto común. Que no es otro que el de la barbarie.

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