Musulmanes
europeos/Luz Gómez es profesora de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid.
El
País, Jueves, 25/Ago/2016
El
racismo y la xenofobia, impensables como lugar común hace una década, van
camino de naturalizarse en Europa. Y los 21 millones de musulmanes de la Unión
Europea, tanto de forma individual como colectiva, son la víctima propiciatoria
más a mano. El auge de la islamofobia denota, por sí solo, que los fundamentos
europeos de libertad, igualdad y solidaridad siempre fueron más bien retóricos,
o lo que es lo mismo, que la crisis europea es, ante todo, una crisis de
principios.
Las
legislaciones inclusivas que en su día caracterizaron a la UE están siendo
cuestionadas de forma alarmante por una serie de iniciativas políticas y
legales que segregan a los musulmanes del resto del cuerpo social, y que a la
postre acaban por discriminar al islam en tanto confesión. A su vez, la
xenofobia rampante consuela a una parte creciente de la población, que escupe
en términos identitarios su hastío hacia una Unión que según aumenta el número
de ciudadanos en riesgo de exclusión (ya es una de cada cuatro) cercena el
sueño de progreso social en que se asentaba su legitimidad simbólica. El
resultado es que para demasiados europeos Europa cada vez es menos blanca,
menos cristiana y menos de clase media, y hay que buscar un culpable.
Mucho
ha evolucionado la relación de Europa con el islam desde que hace justo un
siglo Lawrence de Arabia pronunció su fatalista ¡Maktub! (“¡Estaba escrito!”)
con que justificó la traición británica a la promesa de un reino árabe
independiente en Oriente Próximo. Si en la época colonial el islam sirvió como
excusa para hacer del musulmán un sujeto subalterno, necesitado de la luz
europea, hoy el islam forma parte de Europa, y los musulmanes europeos son
ciudadanos tan dueños de su historia como los demás. Se trata de un cambio
radical, si bien se está resolviendo de forma traumática para los musulmanes.
La
sobredimensión de la identidad religiosa del musulmán europeo por parte de la
opinión general le fuerza de continuo a tener que definirse a la defensiva.
Sobre él se arroja la sombra del yihadismo, del burka o de la inmigración,
últimas amenazas a una pax europaea que a estas alturas se sabe a sí misma
inexistente. Hasta los chavales de secundaria se ven inducidos, ante las
preguntas inquisitoriales de compañeros y profesores, a pensarse como
peligrosos musulmanes. ¡Y pobre de aquel que haga valer su derecho a inhibirse!
¡Imposible: el musulmán es siempre musulmán!
Causa
de esta sospecha generalizada que pesa sobre los musulmanes son, en buena
medida, las políticas de los poderes públicos encaminadas a su fiscalización
permanente. Los que más directamente las sufren son los jóvenes, que se ven
sometidos a ellas a cambio de una ciudadanía europea que se les regatea. En
Francia, el más reciente proyecto del Gobierno francés en su “guerra contra el
terrorismo, el yihadismo y el islamismo radical” consiste en internar en
centros de rehabilitación creados ex profeso a los jóvenes “radicales”,
categoría escurridiza donde las haya. En España, la mera sospecha de “haber
entrado en un proceso de radicalización” está en vías de convertirse en delito
tipificado: a finales del año pasado, el Ministerio del Interior puso en marcha
un servicio de denuncias anónimas para identificar a presuntos radicales. Ni el
flamante alcalde de Londres, Sadiq Khan, musulmán entre otros atributos, escapa
al escrutinio: durante la dura campaña electoral, su rival, el conservador Zac
Goldsmith, recurrió al perfil confesional de Khan para cuestionar su patriotismo,
mientras que a nadie se le ocurrió que Goldsmith pudiera ser antipatriota por
su fe (que en este caso es judía). Khan, por el contrario, hizo entonces, y
tras su triunfo, multitud de declaraciones conciliadoras recogidas por todos
los medios.
Europa
y sus musulmanes van en el mismo barco. Los musulmanes se juegan mucho, pero
Europa también. El proyecto europeo, fundado en criterios igualitarios, también
depende de su actitud con los musulmanes. El discurso xenófobo de los partidos
neonacionalistas en auge, que hacen de la islamofobia caladero de sus votos,
cuestiona a diario los más sagrados principios europeos. Su islamofobia no
tiene complejos, es explícita y ufana. El peor exponente es el holandés Geert
Wilders, líder del Partido por la Libertad, que compara el Corán con Mein Kampf
de Adolf Hitler y pide que se prohíba. Pero de forma indirecta y más peligrosa
si cabe, hay otro tipo de islamofobia que hace que se tambaleen los cimientos
de la Europa integrada. Es una islamofobia de tono sutil, de argumentos
ilustrados y nunca proclamada, aunque en ocasiones se descuide y desvele sin
tapujos su carácter discriminador. Es en la que incurre con frecuencia el
primer ministro francés, Manuel Valls, con sus distingos entre el
“islamofascismo” de algunos grupos (que según el momento pueden ser los
Hermanos Musulmanes o el ISIS) y la bonhomía del islam invisible. ¿Sería
posible imaginar que se hablara de “cristianofascismo” o “judeofascismo” o
“budeofascismo”? Ejemplos de violencia religiosa de todo signo no faltan en la
historia reciente… Tampoco, si nos ponemos, del papel de la religión en la
vertebración de una ética del compromiso y la dignidad humana.
Reducirlo
todo a una permanente confrontación de los musulmanes europeos con el resto de
la ciudadanía es el núcleo de la estrategia islamófoba. Hacer de los musulmanes
un grupo aparte, a la defensiva y con oscuras aspiraciones
político-civilizacionales, es un error interesado. Lo que los musulmanes
esperan de Europa es, en esencia, pan, libertad y justicia social. Nada
distinto de las demandas del europeo medio, harto de la supremacía de los
mercados y de que se le escamotee su soberanía. El Brexit ha congelado la
sonrisa de las élites. La tentación de los líderes de la UE es meter las
pelusas debajo de la alfombra. Pero el descontento de los pescadores, los
obreros o los tenderos ingleses es tan legítimo que está por ver si no
asistimos a una reacción en cadena al otro lado del canal de la Mancha. En
Holanda, ya se jalea el Nexit. En España, por lo pronto, las recientes
elecciones legislativas nos han devuelto la imagen de un país más nacionalista
y menos autocrítico de lo que imaginábamos. Pretender solucionarlo con fáciles
acusaciones de populismo tardoimperial en el caso británico, o de manipulación geriátrica
en el caso español, no conduce a nada. Como tampoco la tentación, siempre a
mano, de hacer de los musulmanes el chivo expiatorio de la crisis política y
moral que vive Europa. El problema es ese: falta Europa.
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