El Pais, Sábado, 24/Mar/2018
Ni Washington ni Moscú aprobaron el cambio de rumbo. En marzo de 1978, después de treinta años de enfrentamiento, estaban a punto de entenderse la Democracia Cristiana, empujada por su presidente Aldo Moro hacia una política de “solidaridad nacional”, y el Partido Comunista Italiano, con la estrategia de “compromiso histórico”, ofrecida desde 1973 por Enrico Berlinguer. La primera desaprobación había llegado del bloque soviético en forma de atentado, made in URSS,del camión surgido de improviso, utilizado tiempo atrás contra Togliatti, y que por poco no acaba en Bulgaria con la vida del “querido camarada” Berlinguer. Poco más tarde, Henry Kissinger, secretario de Estado norteamericano, mostraba a Moro su radical desacuerdo con la idea de que el Gobierno de la DC incluyera a los comunistas. Si insiste en el plan, “pagará caro por su obcecación”, advirtió, según atestigua la viuda de Moro.
Los dos antagonistas de la Guerra Fría preferían mantener el statu quo. Apenas aplastada Praga 68, Brezhnev no deseaba más herejías. Y sobre todo, para el actor dominante en la escena política italiana, el Departamento de Estado, la evolución democrática del PCI no contaba, y sí la llegada del comunismo a un Gobierno en Europa occidental, presente en la OTAN. Durante el secuestro por las Brigadas Rojas, Aldo Moro evocará una situación lograda por el Gobierno italiano que “hasta los americanos habían aceptado y tolerado (sic)”, reflejo de una estricta subordinación.Las Brigadas Rojas secuestraron a Aldo Moro el 16 de marzo de 1978, cuando se dirigía a la Cámara de Diputados. Allí esperaba ver aprobado el ingreso del PCI en el área de gobierno. Sus cinco escoltas fueron acribillados, y él trasladado a un recinto preparado en un apartamento, donde permaneció hasta ser asesinado a primera hora del 9 de mayo. Le acribilló Mario Moretti, un extremista que suscita razonables sospechas. Único dirigente en libertad tras la caída de los líderes históricos en 1974, encabezó “el ataque al corazón del Estado”, hasta ser detenido en 1981. En 1998 obtuvo la semilibertad, sin que proporcionara informaciones valiosas, ni en los interrogatorios ni en las entrevistas con una complaciente Rosanna Rosanda. Eso sí, sintió una “pena infinita” ante Aldo Moro. Y concluyó: “Estoy en paz con ese hombre”.
Los años de plomo del terrorismo brigadista desembocaron en la muerte de Aldo Moro, lo cual supuso para Italia el fin de toda expectativa de renovación democrática. Presidía el Gobierno Giulio Andreotti, el oscuro personaje de Il divo, quien en palabras de Moro ocupó “el poder para hacer el mal, como siempre ha hecho el mal en su vida”. La convergencia vencedora fue la surgida entre los poderes enfrentados a todo proceso reformador y los jóvenes dispuestos a envolver en sangre su utopía armada contra la democracia. Aldo Moro y el compromiso histórico eran los obstáculos a derribar.
El terrorismo izquierdista se había desarrollado en la Italia de los años setenta, en parte por el sentimiento de frustración de las minorías activas al canalizarse hacia la democracia la presión del otoño caliente en 1968-1969, y paralelamente por un panorama político marcado por los intereses estratégicos de la OTAN. La hegemonía norteamericana empujaba hacia una posición defensiva a la Democracia Cristiana, flanqueada por un fascismo de vocación terrorista, y por militares de extrema derecha proclives al golpismo. El anticomunismo visceral, el mismo que declaró luego el joven Renzi, era el denominador común. La democracia pagaba cara la defensa del “mundo libre”. Tal vez Aldo Moro lo pagó con su vida, aun cuando el magnicidio lo cometieran las Brigadas Rojas. Fue un “mártir laico”, según el informe de la Comisión parlamentaria sobre su secuestro y muerte, del pasado 6 de diciembre.
En 1981 se descubrió la existencia de una poderosa logia masónica, la P2, dirigida por Licio Gelli, fascista desde su participación juvenil en nuestra guerra hasta la muerte. Tras ser investigada por una comisión parlamentaria fue descrita como “asociación para delinquir con finalidades subversivas”. Entre sus casi mil miembros, tres ministros, doscientos militares, parlamentarios, empresarios (uno de ellos, Berlusconi), altos magistrados y cargos de la Administración. Y como broche de oro, los argentinos Massera y López Rega. Una trama siniestra, empeñada en forzar un giro derechista de la política italiana, al ejercer la protección de atentados neofascistas y golpes militares, apoyada en magistrados y Servicios Secretos. Luego se supo que en el organismo de crisis nombrado por Francesco Cossiga, ministro del Interior, componentes de peso pertenecían a la P2, entre ellos los tres jefes de los Servicios Secretos. Más que para salvarlo, aquello parecía una conspiración anti-Moro.
A la Comisión se incorporó Steve Piaczenik, joven judeo-americano hechura de Kissinger, enviado por el Departamento de Estado para colaborar con Cossiga. Mantiene hasta hoy orgulloso su responsabilidad al impulsar el asesinato. El propio Moro, en sus cartas críticas de la Democracia Cristiana , habría hecho aconsejable interrumpir la revelación. “Soy yo quien preparó —con Cossiga— la manipulación estratégica que llevó a la muerte de Aldo Moro, con el propósito de estabilizar la situación italiana”, escribía en 2008. Al margen del narcisismo del personaje, el relato es verosímil, tanto como su valoración de que en las reuniones de políticos y militares sobre el secuestro, nadie, ni siquiera Cossiga, era solidario con Moro.
La “estabilidad” resultó confirmada al ser asesinado Moro. Con ello se desvaneció la convergencia DC-PCI, hasta que el escándalo de la corrupción —la tangentópolis— provocó la crisis de régimen. La salvó para la derecha Silvio Berlusconi, “aprendiz” en la P2. Antes un juez había forzado en 1990 el descubrimiento del eslabón que faltaba: una estructura paralela, supervisora de los servicios de Seguridad italianos, la red Gladio, actuante en Italia y dirigida desde Washington, como instrumento de la OTAN. Cossiga, gladiador confeso, dio con el diagnóstico adecuado: Italia vivía en situación de “soberanía limitada”. Y según probó la tragedia de Moro, bajo esa dependencia el terror y la razón de Estado podían borrar sin obstáculos la democracia. Cuarenta años después, tras la videocracia de Berlusconi y la herencia perdida de Berlinguer, nada se ha resuelto: la izquierda se autodestruye y triunfa una derecha antisistema.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario