El País Semanal, 13 ABR 2019
Ese amor diferente, como las nuevas familias, es una de las pequeñas alegrías en esta época del neoimperialismo del miedo
YO TAMBIÉN ESTUVE a solas con el Papa. El mismo día en que lo entrevistó Jordi Évole. Es lo que tiene la televisión. Que te puedes colar por el túnel catódico, y católico, en el caso, atravesar la pantalla sin armar ruido y permanecer allí como un furtivo virtual. Hay programas de televisión que juegan a ser cercanos, que te atrapan por esa ley de especias picantes que consiste en condimentar una nadería hasta convertirla en un gran cotilleo nacional. O peor todavía, hipnotizado por la cháchara incesante de tipos expertos en el silencio selectivo. Tenemos más que un Watergate, la ciénaga de la policía patriótica operando para chulear la democracia, pero he ahí que los proveedores de la falsa información siguen cacareando en los lugares del crimen. ¡Ah, lo que echo de menos un Uri Geller que doble cucharas con la mirada!
Así que me fui con el Papa, que es más moderno. Tengo la sensación de que este Papa desacomoda a una parte de la propia Iglesia. No comercia, de entrada, con miedos antiguos. No es el superhéroe que encarnó Wojtyla con kriptonita ortodoxa, enriquecida por la ingeniería neocon. Parece más apesadumbrado que infalible. No se le ve a gusto con la maquinaria pesada de la vieja guardia, acostumbrada a vigilar desde el poder panóptico los vicios y pecados del mundo, siempre que no sean los propios.
Francisco se ha encontrado con el “anticristo” donde solo algunos sospechaban que estaba. En el mejor escondite posible, dentro del establecimiento, como un guardián de las esencias. Los superhéroes, Wojtyla (Juan Pablo II) y Ratzinger (Benedicto XVI), habían sido implacables con la teología de la liberación y la llamada Iglesia de los pobres. Se expulsó o marginó ese cristianismo de base, perseguido a la vez por dictaduras confesionales y tiranos que entraban en los templos bajo palio. Wojtyla se negó a recibir a las Madres de Mayo, pero le dio la comunión y bendijo a Pinochet. Ha sido con Francisco que se canonizó por fin a monseñor Romero, el arzobispo mártir de El Salvador. Aquel hombre inteligente, tartamudo por tímido, tuvo el valor no solo de denunciar la desigualdad extrema, sino también los “escuadrones de la muerte” de oligarcas y militares. Un francotirador le disparó al corazón cuando iba a consagrar la misa. Años después, el esbirro confesó que le habían pagado 114 dólares por matar a san Romero de América.
Mientras todo esto ocurría, las Iglesias evangélicas y neopentecostales ocupaban el vacío católico en Latinoamérica, aprovechando la secesión de la jerarquía y los ricos desentendiéndose de la pobreza y la desesperanza. En realidad, esa secesión social y moral es un movimiento de fondo en todo el orbe. Además, aquel poder vigilante, el gran establecimiento panóptico eclesiástico, se reveló a la manera dantesca como “un maldito sitio triste”. Mantenía oculto un estado de inmoralidad, una realidad de pesadilla criminal, con abusos sistemáticos a menores, explotación de mujeres jóvenes y ventas de niños.
Comprendo la pesadumbre de Francisco. Trata de rehabilitar un establecimiento en ruinas. Da la impresión de que no solo ve cosas, sino cómo funcionan verdaderamente las cosas. Se agradece su preocupación por los refugiados e inmigrantes, y más desde un país donde vuelven a cabalgar los fantasmas del “Santiago y cierra, España”. Se agradece la sensibilidad hacia las víctimas y los desaparecidos del holocausto español, que contrasta con la brutal indiferencia del episcopado autóctono. Se agradece la encíclica Laudato si (Alabado seas), un prodigio de sensibilidad ecológica, donde podemos sentir “un gemido de la hermana Tierra, que se une al gemido de los abandonados del mundo, con un clamor que nos reclama otro rumbo”. Tiene una corriente de simpatía, pero parece mayor fuera que dentro de la Iglesia, con esas jefaturas hieráticas que parecen rostros seriados en gris por Andy Warhol. Lástima de sacerdotisas, eso sí que sería rehabilitación.
Este Papa parece devoto de la vida. Se le ve apasionado hablando de los nuevos pecados, como la depredación de la naturaleza por el capitalismo impaciente. Lástima que, en las ruinas panópticas, se enrede con la misma obsesión punitiva de los carcamales y siga viendo anomalía, desperfecto, avería o enfermedad donde lo que hay es diversidad y diferencia. No, homosexuales o lesbianas no necesitan una cura, Francisco. Ese amor diferente, como las nuevas familias, es una de las pequeñas alegrías en esta época del neoimperialismo del miedo.
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