Uso de Razón
PabloHiriart
El Financiero, 4 de marzo de 2020
A estas alturas, cumplido el 20 por ciento de su mandato, pocas dudas hay de que el presidente López Obrador padece una enfermedad que se ha ido agudizando con el ejercicio del poder.
Las decisiones equivocadas, que han costado cientos de miles de millones de pesos al país y, peor aún, la ausencia de autocrítica y correctivos, lo confirman.
El tema del avión con su traslado a California, estacionarlo allá, el afán de venderlo y no poder, más su rifa fraudulenta, la ocurrencia de usarlo para dar conferencias de prensa matutinas, o emplearlo como distractor de la protesta de mujeres del próximo lunes, nos subrayan que el Presidente no está bien.
Tirar a la basura 346 mil millones de pesos en pérdidas de Pemex en 2019 es grave, pero insistir en gastar más ahí (para frenar el acceso de la iniciativa privada al sector energético), lo es más.
Pagar por destruir un aeropuerto ya fondeado, al tiempo que se ahorra en medicinas o se compran y distribuyen algunas sin registro sanitario, son señales preocupantes.
Decir en el día del Ejército que se fraguaba un golpe de Estado y que las Fuerzas Armadas no atendieron el canto de las sirenas, o anunciar, ante la baja de su aceptación en las encuestas, que el día que el pueblo no lo quiera se va a poner a llorar y se va a ir, son signos de inestabilidad emocional.
Que todos los días se ponga, metafóricamente, yelmo y armadura para empezar de madrugada a combatir conservadores del siglo antepasado que “me quieren tumbar”, no es ninguna gracia, sino una expresión del extravío.
¿Paranoia? ¿Narcisismo? ¿Arrogancia? ¿Hubris? Que lo diluciden los especialistas, pero el caso es evidente.
Cuidado si es esto último, porque según los griegos el hubris siempre precede a la caída.
Sabios, como eran los antiguos griegos, en su mitología tenían a la diosa Némesis, que era la encargada de castigar a las personas que sufrían hubris.
Nuestro Presidente carece de esa Némesis, porque no tiene contrapesos a su poder. No hay consejeros ni secretarios que jueguen ese papel: decirle que no y ubicarlo, con respeto y argumentos, pero ubicarlo. Aduladores y oportunistas han desplazado de su entorno a los que tenían la confianza para señalarle sus fallas.
El médico y político británico, Lord David Owen, publicó en septiembre de 2010 el libro En el poder y en la enfermedad (Siruela, 520 páginas), en los que enseña, dividido en cuatro partes, el perfil físico y psicológico de algunos mandatarios en los últimos cien años.
Mi compañero de periódico Raymundo Riva Palacio se refirió al tema hace un par de semanas, y dadas las circunstancias es necesario abundar en el caso.
La revista Foreign Affairs reseñó el libro con gran claridad: “En muchos jefes de Estado, la experiencia del poder les provoca cambios psicológicos que los conducen a la grandiosidad, al narcisismo y al comportamiento irresponsable. Líderes que sufren este síndrome hubris ‘político’ creen que son capaces de grandes obras, que de ellos se esperan grandes hechos, y creen saberlo todo y en todas circunstancias”.
En el libro El síndrome hubris: Bush, Blair y la intoxicación del poder (2012), Owen puntualiza los elementos psiquiátricos de ese síntoma: la soberbia, es el central.
Owen señala que la expresión del hubris en los políticos y otras personas en posiciones de poder está en que desarrollan un conjunto de comportamientos que “tienen el tufillo de la inestabilidad mental”.
Cita al filósofo británico Bertrand Russell, quien menciona que cuando la humildad no está presente en una persona poderosa, ésta se encamina hacia una especie de locura llamada “la embriaguez del poder”.
Explica David Owen que quienes padecen el síndrome de hubris pierden contacto con la realidad. Son propensos a estar inquietos y a cometer actos impulsivos. Permiten que sus consideraciones morales guíen sus decisiones políticas, pese a ser poco prácticas. Desafían la ley, cambiando constituciones o manipulando los poderes del Estado.
Sobre el tratamiento del hubris, Owen nos tiene dos revelaciones: dice que muchas veces basta con que la persona pierda el poder “para que se cure”.
Pero, también advierte que, en muchos casos, el hubrístico trata de mantener el poder de forma indefinida para alimentar su trastorno.
En el caso que nos ocupa –nuestro presidente López Obrador–, la cura para el hubris sólo se encuentra en la humildad.
Y en que asesores, secretarios, dirigentes de partidos, empresarios y periodistas le digan que está equivocado, como es evidente que lo está.
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