ABC, Lunes, 14/Sep/2020
Cada día, cerca de 2.000 millones de personas usamos los servicios de Facebook, Instagram y WhatsApp, una sola empresa con sede en California. En ellos, expresamos sin demasiadas reservas, a veces durante horas, nuestras pasiones, odios y amistades, y preferencias personales de todo tipo. Nos entregamos con mucha facilidad a estas redes, que nos ofrecen una apariencia de gratuidad; dulce ilusión. En realidad, sin darnos cuenta, lo pagamos caro, al proporcionar sin contrapartida nuestros datos personales, que luego se venden a los anunciantes. Como es sabido, estos anunciantes, al abandonar la prensa tradicional, han reducido dolorosamente los recursos de que se disponía antes para una información profesional fiable, controlada por periodistas capacitados y experimentados. Los rumores y la desinformación han alcanzado ahora en Facebook un estatus más o menos comparable al de los hechos verificables. Todo esto, que es más o menos conocido, requeriría un esfuerzo de reflexión en nuestras democracias que hasta ahora está en mantillas. Por supuesto, no olvido los beneficios reales que brindan Facebook y compañía. No soy nostálgico ni reaccionario; asumo mi parte en la comunicación instantánea, no pagadera por adelantado, y en todos los beneficios emocionales y prácticos de las redes sociales.
Pero ¿medimos hasta qué punto nuestros comportamientos personales, económicos y políticos están ahora, conscientemente o no, dictados por las normas que gobiernan estas redes sociales? También sabemos que el Gobierno ruso, y probablemente el chino, se infiltran en estas redes para sembrar la sospecha sobre hechos reales y reemplazarlos por rumores, con el fin de devaluar la democracia. ¿Se ven afectadas las elecciones en Occidente y en qué medida? El efecto es apenas mensurable, pero es absolutamente innegable. Aparte de las elecciones, el riesgo de desinformación afecta hoy, por ejemplo, a la esperada vacuna contra el coronavirus: los adversarios de Occidente y los adversarios del progreso científico no se privan de sembrar la duda en las mentes, a riesgo de promover vacunas ineficaces o incitar a la gente a no utilizar ninguna vacuna. El daño humano podría ser considerable, el equivalente a una guerra, pero no declarada.
Los cortafuegos propuestos por Facebook son hasta ahora insignificantes, y se limitan a algunos vagos compromisos de su presidente Mark Zuckerberg, de 36 años, y con una fortuna estimada en 100.000 millones de dólares, para denunciar o prohibir la propaganda evidentemente pagada en exceso por gobiernos y movimientos ideológicos malintencionados. Pero este escaso filtrado no está en absoluto a la altura de la amenaza, especialmente porque las noticias falsas ahora las escriben experiodistas profesionales contratados entre los escombros de los medios de comunicación clásicos anulados por Facebook. Observemos también que el imperio de Facebook es una cuasi-dictadura en la que el fundador, Mark Zuckerberg, toma todas las decisiones importantes, sin ningún control interno de la empresa, ni externo. He aquí que un solo hombre decide, por 2.000 millones de usuarios, lo que vale la pena publicar y lo que no, si es o no digno de pasar por información precisa o por un rumor completamente inventado. Ningún déspota del mundo tiene semejante poder para influir, sin límite de tiempo ni de espacio. Para proteger su poder absoluto y sus ganancias, Mark Zuckerberg niega que Facebook sea otra cosa que una plataforma, una encrucijada de intercambios democráticos, nos dice; extraña concepción de la democracia, donde la información se ha convertido en el equivalente de la desinformación. El poder de Facebook, y su manera de funcionar, niegan, de hecho, la validez de todas las instituciones verdaderamente democráticas, donde el poder está equilibrado por contrapoderes. Facebook no es una extensión de la democracia, es el colmo de la demagogia: la autoridad sobre las páginas de Facebook recae en quien grita más fuerte y consigue movilizar mejor las pasiones.
¿Qué podemos hacer para proteger nuestras instituciones democráticas? ¿Competir con Facebook, ofrecer opciones? Esta propuesta, que es una cuestión de economía clásica, es atractiva pero poco probable a corto y medio plazo, porque Facebook está comprando a todos sus competidores para consolidar su monopolio durante mucho tiempo. Utilizar las leyes que existen para gravar masivamente a Facebook (la opción elegida en Europa) y desmantelar el monopolio, llevará tiempo, pero es legalmente posible; dependerá del próximo Gobierno de Estados Unidos, que además, podría desmantelar el imperio de Zuckerberg igual que hizo antes con los del petróleo, la telefonía y la aviación, que también habían abusado de su posición dominante.
Imponer, dentro del propio Facebook, contrapoderes a Mark Zuckerberg, sería igualmente beneficioso si los empleados se movilizaran contra el despotismo; esta tendencia empieza a forjarse y sería la más efectiva para censurar inmediatamente la desinformación. ¿Iluminar a la opinión pública? Los usuarios dichosos y algo intoxicados por el uso desenfrenado de las redes sociales deberían ser advertidos con un aviso sonoro cada vez que las utilicen: «¡Atención, si entran aquí, corren un peligro inminente! Hay riesgo de manipulación y amenaza a su vida privada».
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