En Zacatecas no hay paz ni en el cementerio: los asesinos también están aquí
Familiares de Oscar Ernesto Rojas Alvarado durante su entierro en el panteón de Malpaso, del municipio de Villanueva, Zacatecas.
Familiares de Oscar Ernesto Rojas Alvarado durante su entierro en el panteón de Malpaso, del municipio de Villanueva, Zacatecas. NAYELI CRUZ
ALEJANDRO SANTOS CID
EL PAIS, Malpaso (Zacatecas) - 29 SEPT 2023
Ellos, los asesinos, también están aquí. Los que mataron a Óscar Ernesto y a Diego, a Jorge Alberto y Héctor Alejandro, a Gumaro y Jesús Manuel. Los que abandonaron en un monte de Zacatecas sus cuerpos maltratados. Están aquí, en el cementerio de Malpaso, camuflados entre madres desencajadas y familias retorcidas por la pérdida. Ellos: los “malos”, los hombres armados, los cárteles, el narco. Están aquí para dejar claro un mensaje: son la ley; la mano invisible que todo el pueblo ve; la que dicta, asfixia, aterroriza, ejecuta. En la lógica de sus cabezas enfermas de guerra, no hay paz para el enemigo ni en el día de su entierro. Poco importa que tenga 14, 15, 17, 18 años, y su cara, más rasgos de niño que de hombre.
Malpaso llora con rabia y miedo porque ellos están aquí. Su presencia es un recordatorio al rojo vivo en la piel de que las palabras pueden ser peligrosas y las paredes escuchan. Han enviado a sus halcones a vigilar y tomar nota de quien habla de más, disfrazados de gente normal: la que ha venido este jueves a compartir su dolor frente a ataúdes adolescentes; a repetir con la boca pequeñita —mientras mira por encima del hombro para asegurar que no hay oídos peligrosos al acecho— que no es justo, que esos chicos no se metían en problemas, que nunca hicieron daño a nadie.
Las lágrimas se mezclan con sudor en el cementerio. Las mujeres sujetan paraguas para protegerse de un sol violento que calcina la piel. El polvo se pega a la ropa mientras los enterradores remueven la tierra que pronto cubrirá a Diego Rodríguez Vidales (17 años). La multitud rodea en círculos concéntricos a la madre que, vencida sobre el ataúd, solloza palabras rotas e incomprensibles. Una mujer joven, quizá su hermana, se desmaya. La abuela aúlla una y otra vez: “¡Ay, mi Dieguito!”. Las cámaras de televisión graban, la orquesta de vientos entona una marcha que no consigue ahogar los llantos roncos, los quejidos graves. La misma escena se repetirá minutos después en la tumba de Óscar Ernesto Rojas Alvarado (15 años). Y la trompeta no toca una balada triste, pero aun así, la música suena demoledora.
El hombre está muy nervioso en un rincón del cementerio. Es familiar de uno de los chicos asesinados. Mira constantemente a los lados y pide a los reporteros que escondan la cámara y la libreta. Solo acepta hablar si su nombre no aparece, como casi todos los entrevistados. El miedo aquí es una sustancia espesa, palpable, que se pega a la piel con la misma facilidad que el polvo o el sol. “Está en zona de guerra Malpaso. Cuando está oscuro, hay orden de no salir de casa, no hay ningún policía”. Dice que aquí “el Gobierno son ellos”: el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), en eterna guerra con el Cartel de Sinaloa por el control del territorio, arteria clave en el narcotráfico hacia Estados Unidos. Y hoy, los cárteles están nerviosos. Demasiada exposición, demasiada gente.
—Si no hubiera venido tanta [prensa al funeral], harían una masacre. Después de esto, viene el infierno.
‘Nos mandaron videos de cómo los torturan’
El domingo, un grupo de hombres armados irrumpió en un rancho de Malpaso y secuestró a los siete adolescentes. Envió videos a sus familias en los que se ve a los jóvenes desfilando descalzos por el monte. Asesinó a seis de ellos y dejó sus cuerpos en un cerro cerca de La Soledad, una comunidad a apenas cinco kilómetros del lugar donde fueron raptados. Solo uno sobrevivió, Sergio Yobani Acevedo Rodríguez, de 18 años, que fue ingresado en un hospital por heridas en la cabeza. Uno de sus familiares, también en condición de anonimato, asegura que el muchacho no recuerda nada de lo que pasó: “Tiene secuelas, se despierta diciendo: ‘Ya no me pegue, no he hecho nada malo’. No hay palabras para explicarte en qué condiciones lo encontraron”.
El resto de adolescentes han sido velados este jueves en diferentes puntos de Zacatecas. El funeral de Óscar Ernesto y Diego ha sido el más multitudinario; los demás han transcurrido en la intimidad. Los vecinos de Malpaso han acudido poco a poco hasta llenar un salón municipal que ha hecho las veces de capilla. Los dos ataúdes descansaban en el medio, con las fotos enmarcadas de los chicos, rodeados de velas y coronas de flores.
Sus historias, ya antes del secuestro, estaban marcadas por la violencia y la pobreza. Como la de Óscar Ernesto: su padre asesinó a su madre. El niño se encontró a la mujer todavía viva, con una navaja en el cuello. Solo tenía 12 años. “Imagínese ver a su madre en un charco de sangre. Era un sufrir para él, estaba dañado, necesitaba ayuda y no la tuvo. No se merecía la muerte así, no se metía con nadie, no lo debieran de haber acabado así, él había sufrido muchísimo desde que perdió a su mamá”, llora su tía, María de la Luz Caldera, que junto a más familiares se había hecho cargo del adolescente desde entonces.
”Él no era pleitista, simplemente andaba con sus amigos. Llegaron esas personas armadas y se los llevaron descalzos, nos mandaron videos de cómo los torturan. No se vale. Queremos seguridad aquí en Malpaso. Si hubiera sido hijo del gobernador o del presidente habrían mandado hasta drones [a buscarlos]”, abunda la mujer. “[Los cárteles] entran aquí muy seguido, cuántos muchachitos no se han llevado y no han sabido de ellos… Ya uno tiene miedo, llega cierta hora y uno se encierra, no podemos salir porque ya andan aquí”.
Otro familiar relata historias de terror similares: cómo en los últimos meses las desapariciones de los jóvenes de la comunidad se multiplican. “Nunca aparece ni uno vivo, pero suele ser de uno en uno, nunca habían sido tantos”. No tiene duda de que “al que dejaron vivo [Sergio Yobani] fue para que diera el mensaje”, para que contara lo que le hicieron a sus amigos, para que el resto del pueblo supiera de qué nivel de brutalidad son capaces. Sobrevivir, dice, es cuestión de suerte, “de que no les caigas gordo”. La vida, en Malpaso, se parece mucho a una enfermedad crónica.
Durante las horas de velatorio, solo pasa una patrulla, a pesar de que el Gobierno ha anunciado un gran despliegue de seguridad. En la sala reina el silencio. De pronto, un hilo de voz de mujer comienza a brotar. Más gargantas lo siguen. Corean una canción religiosa que tiene algo de efecto reconfortante en el ánimo colectivo. El calor aumenta. Llegan los perros, las moscas. A las 14:30, los hombres cargan los ataúdes en dos coches fúnebres. La banda toca la primera canción, las cámaras ruedan. Una madre grita, con la cara hinchada: “Están grabando esto y, cuando debieron estar, ni uno valió verga, ¡ni uno!”. La comitiva procesiona hacia la Iglesia, donde se celebra una misa en honor de los jóvenes. A los militares solo se los ve al final, custodiando la entrada al cementerio. Tampoco es que los esperaran ya. Mañana, la prensa también se habrá ido. Malpaso volverá a quedarse solo con ellos: los verdugos y los muertos.
Alejandro Santos Cid
Reportero en El País México desde 2021. Es licenciado en Antropología Social y Cultural por la Universidad Autónoma de Madrid y máster por la Escuela de Periodismo UAM-EL PAÍS. Cubre la actualidad mexicana con especial interés por temas migratorios, derechos humanos, violencia política y cultura.
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