El plagio y el naufragio/ Guillermo Sheridan
En tiempos de internet, el momento de revisar los trabajos que entregan mis alumnos en la Facultad se ha convertido en algo incómodo. No tanto por la obligación de evaluar correctamente su calidad sino por la ansiedad que me produce que puedan contener material plagiado. La idea de que un pillo pueda ufanarse de haber pasado por mis narices material ajeno y logrado una calificación aprobatoria me irrita tanto como ser plagiado yo mismo.
En todo caso, considero mi obligación evitar que un tramposo se salga con la suya, y más aún que se alce con un título universitario o hasta inicie una carrera académica. Esa cautela hace que, a veces, emplee más tiempo en asegurarme de que no hay plagio que disfrutando (o lamentando) la lectura de un trabajo final. Es una pena incluir ese sesgo precautorio en algo que debería ser el disfrute de comprobar talento y dedicación o, en su defecto, la pena que obliga a abandonar ogni speranza. (Una medida adecuada: pedir a los alumnos un par de veces, durante el curso y sin previo aviso, que improvisen un escrito. El resultado me sirve como referencia; en ellos opera como disuasivo.)
Plagiar, a fin de cuentas, es el contagio al ámbito “académico” de una cultura nacional que ve en hacer trampa no una conducta inmoral sino hasta un encomiable pragmatismo. A diferencia de otras culturas, en las que un pillo se desacredita para siempre, los tramposos suelen quedar impunes entre nosotros. Antes que causar una disminución de su valor moral, la falta multiplica la eficiencia del cinismo: no sólo hace trampa, es intocable. Esto, claro, no es mérito suyo sino reflejo de una indecencia general que en México consagra un apotegma vergonzoso: el que no transa no avanza. Desmontarlo es una labor ardua que sólo puede iniciarse en la educación y en la honestidad intelectual. Por lo mismo, la transa en esos ámbitos es doblemente ofensiva. El hecho es que, entre nosotros, un estudiante, un tutor o un “intelectual” no tiene mayor responsabilidad moral que un político zafio o un empresario pillo: se puede ser un plagiario y seguir impartiendo cátedra, asesorando políticos, dirigiendo instituciones o firmando editoriales. Es explicable: ¿en qué otro país del mundo cien gramos de papel de estraza pueden fingir que son milanesa y hasta quedar sabrosos?
Las escuelas deberían mostrar especial rigor contra el plagio, pero son sus primeras víctimas. Hay países desarrollados en los que el problema ha hecho necesario crear sistemas que ayudan a los tutores a detectar plagiarios con las mismas armas cibernéticas. Hay empresas que les compran a los estudiantes sus trabajos escolares (desde la secundaria hasta el doctorado) para revenderlos a otros; pero las hay también que los adquieren para agrandar las bases de datos que detectan plagios. La compañía iParadigm tiene un programa llamado Turnitin1 que quizás sea el más avanzado. Los trabajos recorren el programa de detección2 que los compara contra una monstruosa base de datos: sesenta millones de trabajos escolares, doce billones de documentos web y diez mil periódicos y revistas académicas.
Durante un tiempo, algunos gobiernos cargaban con los costos (es un servicio caro), interesados en abatir el agravio que la práctica del copy-paste causa a la calidad educativa; ahora el programa se vende sobre todo a escuelas y universidades. Lo utilizan medio millón de maestros en treinta idiomas en cien países del mundo (los chinos, que entienden el valor de la educación, han colaborado para incluir su idioma en el sistema). Todo trabajo que pasa por el sistema va a dar a la base de datos y queda protegido contra los plagiarios potenciales. Los alumnos saben a qué atenerse. Claro, es conjeturable que alguna mente astuta podrá diseñar una forma de truquear los algoritmos de Turnitin u otros programas similares (como el Ferret de la Universidad de Hertfordshire,3 que se puede bajar de forma gratuita y acepta el español). Más difícil sería convertir esos programas en instrumentos de uso necesario en México, donde el uso del copy-paste o la adquisición por internet de trabajos ya escritos debe ser (sospecho) enorme.
El nuestro es, lamentablemente, un país de gesticuladores, en el sentido que le dio a la palabra Rodolfo Usigli en su famosa parábola teatral. Gesticular suma, a la decisión de fingir de un individuo, la disposición social a creer el fingimiento, la mentira como acto de fe; es algo que rebasa el engaño, la mera apropiación de una máscara. Gesticular es imaginar una apariencia y, a la vez, habitarla; usurpar un personaje hasta convertirlo en personalidad, a sabiendas de que se cuenta con una sociedad secuaz, indiferente.
En México se gesticula con enorme impunidad en todos los ámbitos. Las escuelas y universidades no son, desde luego, la excepción, pero es en ellas donde puede comenzar a serlo... ¿Nos suscribimos a Turnitin? ~
1. http://turnitin.com/static/index.html
En todo caso, considero mi obligación evitar que un tramposo se salga con la suya, y más aún que se alce con un título universitario o hasta inicie una carrera académica. Esa cautela hace que, a veces, emplee más tiempo en asegurarme de que no hay plagio que disfrutando (o lamentando) la lectura de un trabajo final. Es una pena incluir ese sesgo precautorio en algo que debería ser el disfrute de comprobar talento y dedicación o, en su defecto, la pena que obliga a abandonar ogni speranza. (Una medida adecuada: pedir a los alumnos un par de veces, durante el curso y sin previo aviso, que improvisen un escrito. El resultado me sirve como referencia; en ellos opera como disuasivo.)
Plagiar, a fin de cuentas, es el contagio al ámbito “académico” de una cultura nacional que ve en hacer trampa no una conducta inmoral sino hasta un encomiable pragmatismo. A diferencia de otras culturas, en las que un pillo se desacredita para siempre, los tramposos suelen quedar impunes entre nosotros. Antes que causar una disminución de su valor moral, la falta multiplica la eficiencia del cinismo: no sólo hace trampa, es intocable. Esto, claro, no es mérito suyo sino reflejo de una indecencia general que en México consagra un apotegma vergonzoso: el que no transa no avanza. Desmontarlo es una labor ardua que sólo puede iniciarse en la educación y en la honestidad intelectual. Por lo mismo, la transa en esos ámbitos es doblemente ofensiva. El hecho es que, entre nosotros, un estudiante, un tutor o un “intelectual” no tiene mayor responsabilidad moral que un político zafio o un empresario pillo: se puede ser un plagiario y seguir impartiendo cátedra, asesorando políticos, dirigiendo instituciones o firmando editoriales. Es explicable: ¿en qué otro país del mundo cien gramos de papel de estraza pueden fingir que son milanesa y hasta quedar sabrosos?
Las escuelas deberían mostrar especial rigor contra el plagio, pero son sus primeras víctimas. Hay países desarrollados en los que el problema ha hecho necesario crear sistemas que ayudan a los tutores a detectar plagiarios con las mismas armas cibernéticas. Hay empresas que les compran a los estudiantes sus trabajos escolares (desde la secundaria hasta el doctorado) para revenderlos a otros; pero las hay también que los adquieren para agrandar las bases de datos que detectan plagios. La compañía iParadigm tiene un programa llamado Turnitin1 que quizás sea el más avanzado. Los trabajos recorren el programa de detección2 que los compara contra una monstruosa base de datos: sesenta millones de trabajos escolares, doce billones de documentos web y diez mil periódicos y revistas académicas.
Durante un tiempo, algunos gobiernos cargaban con los costos (es un servicio caro), interesados en abatir el agravio que la práctica del copy-paste causa a la calidad educativa; ahora el programa se vende sobre todo a escuelas y universidades. Lo utilizan medio millón de maestros en treinta idiomas en cien países del mundo (los chinos, que entienden el valor de la educación, han colaborado para incluir su idioma en el sistema). Todo trabajo que pasa por el sistema va a dar a la base de datos y queda protegido contra los plagiarios potenciales. Los alumnos saben a qué atenerse. Claro, es conjeturable que alguna mente astuta podrá diseñar una forma de truquear los algoritmos de Turnitin u otros programas similares (como el Ferret de la Universidad de Hertfordshire,3 que se puede bajar de forma gratuita y acepta el español). Más difícil sería convertir esos programas en instrumentos de uso necesario en México, donde el uso del copy-paste o la adquisición por internet de trabajos ya escritos debe ser (sospecho) enorme.
El nuestro es, lamentablemente, un país de gesticuladores, en el sentido que le dio a la palabra Rodolfo Usigli en su famosa parábola teatral. Gesticular suma, a la decisión de fingir de un individuo, la disposición social a creer el fingimiento, la mentira como acto de fe; es algo que rebasa el engaño, la mera apropiación de una máscara. Gesticular es imaginar una apariencia y, a la vez, habitarla; usurpar un personaje hasta convertirlo en personalidad, a sabiendas de que se cuenta con una sociedad secuaz, indiferente.
En México se gesticula con enorme impunidad en todos los ámbitos. Las escuelas y universidades no son, desde luego, la excepción, pero es en ellas donde puede comenzar a serlo... ¿Nos suscribimos a Turnitin? ~
1. http://turnitin.com/static/index.html
2. El programa opera sobre bases lingüísticas que se describen aquí: http://quod.lib.umich.edu/cgi/t/text/text-idx?c=plag;view=text;rgn=main;idno=5240451.0001.005
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