4 dic 2010

El cementerio de Praga de Eco

El misterio del agente provocador

JUSTO NAVARRO
Babelia; 04/12/2010;
Umberto Eco vuelve con El cementerio de Praga, su mejor novela desde El nombre de la rosa. Una narración histórica y un cuento filosófico-político que habla de asuntos actuales y de imposturas y estafas. Desenmascara la historia de Los protocolos de los sabios de Sión
Se llama Simone Simonini el héroe, por decirlo así, de la nueva novela de Umberto Eco, El cementerio de Praga, treinta años después de El nombre de la rosa. Sus iniciales, SS, parecen aludir al Servicio Secreto, o a las siglas de la Schutzstaffel, la Escuadra de Protección del partido nazi, las SS. Monstruo de Frankenstein, Simonini ha sido compuesto con retazos de varios individuos reales: agentes de los servicios secretos del Piamonte, Francia, Prusia y Rusia, traficantes de propaganda antisemita en la segunda mitad del siglo XIX. Único protagonista imaginario de El cementerio de Praga, resulta ser, nada menos, el germen de Los protocolos de los sabios de Sión. De la historia de Los protocolos ya se había ocupado Eco en El péndulo de Foucault (1988).
Simonini hace memoria en 1897, pero un Narrador poderoso se inmiscuye en su mundo para completar los acontecimientos rememorados confusamente. El falsario Simonini es de esos que necesitan olvidar muchas cosas, aunque un tal doctor Freud, al que abastece de cocaína, lo guíe en la operación de recordar. Ha usado tantas máscaras que le cuesta encontrar su cara. Se ha nombrado a sí mismo capitán, por "vagos lances militares en las filas de los garibaldinos en Sicilia". Y no miente en todo: asistió al combate por la unidad de Italia, agente al servicio de la policía piamontesa. A la sutileza propia del falsificador, Simonini añade su contundente capacidad para ejecutar acciones criminales, definitivas. Si el gran novelista y garibaldino Ippolito Nievo desapareció en 1861 en un naufragio, la fábula de Eco revela sensacionalmente que murió asesinado a la sombra del fatídico Simonini, su amigo íntimo.
Eco ha estudiado durante años el folletín decimonónico y la semiología de la falsificación, y entre esos dos universos imagina ahora a su personaje falsario y folletinesco. Lo sigue desde su Turín natal, aprendiz de un notario especialista en copias de documentos auténticos que por accidente nunca existieron, hasta el exilio glorioso en París, agente de tres imperios, misántropo, impotente y glotón. Fabricará pruebas e información para la policía, montará conspiraciones revolucionarias que provoquen la caída de los conspiradores y el amor del pueblo a los cuerpos represivos. De la mano de Simonini salió, por ejemplo, la carta falsa que sirvió para condenar por espionaje al capitán Dreyfus en 1894. Pero la mayor aventura de Simonini será su aportación al invento del complot judío contra la Europa cristiana.
El peso de la visión folletinesca del mundo lo calibraba Eco en El superhombre de masas (1976), cuando recordaba cómo Antonio Gramsci señaló el origen del superhombre nietzscheano no en el Zaratustra, sino en El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. El folletín se basa en la repetición de clichés, en el plagio, en el plagio del plagio. La aventura principal de El cementerio de Praga tiene su centro en un plagio que acabará convirtiéndose en Los protocolos de los sabios de Sión. Eco parte de un novelón real, Biarritz (1868), donde el autor, Hermann Goedsche, informador de la policía prusiana, imaginó que los rabinos de Europa se conjuraban en el cementerio judío de Praga para adueñarse del mundo. Goedsche plagiaba a Dumas y a Maurice Joly, autor de un libelo contra Napoleón III, en el que denunciaba los métodos bonapartistas para gobernar despóticamente a través del sufragio universal. Joly, a su vez, había plagiado a Eugenio Sue. Eco descubre por fin que el primer plagiario de Dumas y de Joly fue su Simonini, plagiado a su vez por Goedsche. Y no sólo eso: también le atribuye a Simonini el asesinato de Joly, a quien hasta ahora se consideraba un suicida.
Era la época en que la difamación antisemita empezaba a ser un negocio. En la fábrica de propaganda participaban curas, periodistas legitimistas, publicistas anticlericales reconvertidos en milagreros, vendedores de modas ideológicas, espías y estafadores a sueldo del zar y de las potencias europeas, incluido el Vaticano. La invención repugnante del judío deicida y asesino de niños bautizados contaba con la bendición papal. Alimentaba panfletos que, como folletines, cautivaban al público. El modelo de los mensajes políticos rotundos podría ser el folletín, tal como lo analizó Eco (1984) a propósito del Montecristo: apasionante, inmoderado en el uso de adjetivos, con "la fascinación de la desvergüenza". Lo primordial es ofrecer nociones simples y un enemigo al que odiar, porque el odio es el mejor aglutinante de los pueblos unidos.
Como es habitual en el Eco narrador, El cementerio de Praga funde con genio fábula y pensamiento, y humor, un humor de risa sombría y fondo horripilante. Hay páginas en que los documentos históricos se imponen sobre la fantasía, quizá porque se trata de materiales tan fabulosos e inverosímiles que, siendo verdaderos, merecen pertenecer al reino de la imaginación disparatada. La novela, sin embargo, es histórica, aunque sea también un cuento filosófico-político que habla de cosas actuales: agentes provocadores al servicio de los Estados, difusión de información falsa, prejuicios raciales y religiosos. Pensemos que ideas que hoy nos parecen criminales y monstruosas fueron, no hace mucho, ideas de masas, bendecidas y pagadas por los grandes poderes. La traducción de Helena Lozano Miralles es excepcional.

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