Publicado en EL PAÍS, 16/01/11;
Desde que comencé a leer sus libros y artículos, debe hacer de eso unos 30 años, me pasa con Fernando Savater algo que no me ocurre con ningún otro de los escritores que prefiero: que casi nunca discrepo con sus juicios y críticas. Sus razones, generalmente, me convencen de inmediato, aunque para ello deba rectificar radicalmente lo que hasta entonces creía.
Todo esto viene a cuento de un artículo suyo sobre Wikileaks y Julian Assange que acabo de leer en la revista Tiempo (número del 23 de diciembre de 2010 al 6 de enero de 2011). Ruego encarecidamente a quienes han celebrado la difusión de los miles de documentos confidenciales del Departamento de Estado de los Estados Unidos como una proeza de la libertad, que lean este artículo que rezuma inteligencia, valentía y sensatez. Si no los hace cambiar de opinión, es seguro que por lo menos los llevará a reflexionar y preguntarse si su entusiasmo no era algo precipitado.
Savater comprueba que en esa vasta colección de materiales filtrados no hay prácticamente revelaciones importantes, que las informaciones y opiniones confidenciales que han salido a la luz eran ya sabidas o presumibles por cualquier observador de la actualidad política más o menos informado, y que lo que prevalece en ellas es sobre todo una chismografía destinada a saciar esa frivolidad que, bajo el respetable membrete de transparencia, es en verdad el entronizado “derecho de todos a saberlo todo: que no haya secretos y reservas que puedan contrariar la curiosidad de alguien… caiga quien caiga y perdamos en el camino lo que perdamos”. Ese supuesto “derecho” es, añade, “parte de la actual imbecilización social”. Suscribo esta afirmación con puntos y comas.
La revolución audiovisual de nuestro tiempo ha violentado las barreras que la censura oponía a la libre información y a la disidencia crítica y gracias a ello los regímenes autoritarios tienen muchas menos posibilidades que en el pasado de mantener a sus pueblos en la ignorancia y de manipular a la opinión pública. Eso, desde luego, constituye un gran progreso para la cultura de la libertad y hay que aprovecharlo. Pero de allí a concluir que la prodigiosa transformación de las comunicaciones que ha significado Internet autoriza a los internautas a saberlo todo y divulgar todo lo que ocurre bajo el sol (o bajo la luna), haciendo desaparecer de una vez por todas la demarcación entre lo público y lo privado hay un abismo, que, si lo abolimos, podría significar, no una hazaña libertaria sino pura y simplemente un liberticidio que, además de socavar los cimientos de la democracia, infligiría un rudo golpe a la civilización.
Ninguna democracia podría funcionar si desapareciera la confidencialidad de las comunicaciones entre funcionarios y autoridades ni tendría consistencia ninguna forma de política en los campos de la diplomacia, la defensa, la seguridad, el orden público y hasta la economía si los procesos que determinan esas políticas fueron expuestos totalmente a la luz pública en todas sus instancias. El resultado de semejante exhibicionismo informativo sería la parálisis de las instituciones y facilitaría a las organizaciones anti democráticas el trabar y anular todas las iniciativas reñidas con sus designios autoritarios. El libertinaje informativo no tiene nada que ver con la libertad de expresión y está más bien en sus antípodas.
Este libertinaje es posible sólo en las sociedades abiertas, no en las que están sometidas a un control policíaco vertical que sanciona con ferocidad todo intento de violentar la censura. No es casual que los 250.000 documentos confidenciales que Wikileaks ha obtenido procedan de infidentes de los Estados Unidos y no de Rusia ni de China. Aunque las intenciones del señor Julian Assange respondan, como se ha dicho, al sueño utópico y anarquista de la transparencia total, a donde pueden conducir más bien sus operaciones para poner fin al “secreto” es a que, en las sociedades abiertas, surjan corrientes de opinión que, con el argumento de defender la indispensable confidencialidad en el seno de los Estados, propongan frenos y limitaciones a uno de los derechos más importantes de la vida democrática: el de la libre expresión y la crítica.
En una sociedad libre la acción de los gobiernos está fiscalizada por el Congreso, el Poder Judicial, la prensa independiente y de oposición, los partidos políticos, instituciones que, desde luego, tienen todo el derecho del mundo de denunciar los engaños y mentiras a los que a veces recurren ciertas autoridades para encubrir acciones y tráficos ilegales. Pero lo que ha hecho Wikileaks no es nada de esto, sino destruir brutalmente la privacidad de las comunicaciones en las que los diplomáticos y agregados informan a sus superiores sobre las intimidades políticas, económicas, culturales y sociales de los países donde sirven. Gran parte de ese material está conformado por datos y comentarios cuya difusión, aunque no tenga mayor trascendencia, sí crea situaciones enormemente delicadas a aquellos funcionarios y provoca susceptibilidades, rencores y resentimientos que sólo sirven para dañar las relaciones entre países aliados y desprestigiar a sus gobiernos. No se trata, pues, de combatir una “mentira”, sino, en efecto, de satisfacer esa curiosidad morbosa y malsana de la civilización del espectáculo, que es la de nuestro tiempo, donde el periodismo (como la cultura en general) parece desarrollarse guiado por el designio único de entretener. El señor Julian Assange más que un gran luchador libertario es un exitoso entertainer o animador, el Oprah Winfrey de la información.
Si no existiera, nuestro tiempo lo hubiera creado tarde o temprano, porque este personaje es el símbolo emblemático de una cultura donde el valor supremo de la información ha pasado a ser la de divertir a un público frívolo y superficial, ávido de escándalos que escarban en la intimidad de los famosos, muestran sus debilidades y enredos y los convierten en los bufones de la gran farsa que es la vida pública. Aunque, tal vez, hablar de “vida pública” sea ya inexacto, pues, para que ella exista debería existir también su contrapartida, la “vida privada”, algo que prácticamente ha ido desapareciendo hasta quedar convertido en un concepto vacío y fuera de uso.
¿Qué es lo privado en nuestros días? Una de las involuntarias consecuencias de la revolución informática es haber volatilizado las fronteras que lo separaban de lo público y haber confundido a ambos en una representación en la que todos somos a la vez espectadores y actores, en la que recíprocamente nos lucimos exhibiendo nuestra vida privada y nos divertimos observando la ajena en un strip tease generalizado en el que nada ha quedado ya a salvo de la morbosa curiosidad de un público depravado por la frivolidad.
La desaparición de lo privado, el que nadie respete la intimidad ajena, el que ella se haya convertido en un espectáculo que excita el interés general y haya una industria informativa que alimente sin tregua y sin límites ese voyerismo universal es una manifestación de barbarie. Pues con la desaparición del dominio de lo privado muchas de las mejores creaciones y funciones de lo humano se deterioran y envilecen, empezando por todo aquello que está subordinado al cuidado de ciertas formas, como el erotismo, el amor, la amistad, el pudor, las maneras, la creación artística, lo sagrado y la moral.
Que los gobiernos elegidos en comicios legítimos puedan ser derribados por revoluciones que quieren traer el paraíso a la tierra (aunque a menudo traigan más bien el infierno), qué remedio. O que lleguen a surgir conflictos y hasta guerras sanguinarias entre países que defienden religiones, ideologías o ambiciones incompatibles, qué desgracia. Pero que semejantes tragedias puedan llegar a ocurrir porque nuestros privilegiados contemporáneos se aburren y necesitan diversiones fuertes y un internauta zahorí como Julian Assange les da lo que piden, no, no es posible ni aceptable.
De todo el asunto de Wikileaks, que espero sea por lo menos rentable para sus promocionadores, lo único realmente importante es que remacha la evidente imposibilidad de esconder nada en el mundo actual: hagas lo que hagas siempre habrá una cámara filmándote, escribas lo que escribas (a quién escribas y dónde escribas) siempre terminará por salir a la luz pública. Como los documentos sustraídos pertenecen a la diplomacia americana, nos confirman que los americanos cuidan sus intereses, estudian mejor o peor la realidad de acuerdo con ellos y procuran obtener ventajas de los demás países: supongo que algo semejante habría salido a la luz si los papeles hubieran sido de diplomáticos franceses, rusos… o españoles. Si no, más vale despedirlos.
En cuanto a la relevancia de tales soplos, pues la misma que garantías tenemos de su autenticidad: nula. Por ejemplo, este gran titular: “EEUU desconfía de la capacidad de Zapatero para gestionar la crisis”. O sea, como usted, como yo, como casi todos los españoles. La noticia hubiera sido que el Departamento del Tesoro americano considerase a Zapatero un genio de las finanzas, capaz de sacar a su país y de paso a media Europa del abismo. Ese sí que sería un documento estremecedor, una amenaza para el mundo libre. Afortunadamente, piensan lo mismo que nosotros. Y en el resto de los temas, piensan lo que cualquier ser dotado de razón podría suponer que pensaban, aunque a veces disimulan. Como cada cual hace en su vida. ¡Bah!
De modo que Wikileaks es tan revelador en el terreno político como el agujero de la cerradura respecto a la higiene íntima de las personas. En cambio nos ha permitido conocer que gente aparentemente razonable es partidaria de lo que llaman “transparencia”, es decir el derecho de todos a saberlo todo: que no haya secretos y reservas que puedan contrariar la curiosidad de alguien… caiga quien caiga y perdamos en el camino lo que perdamos. ¡Asombroso! Ateniéndome a mi experiencia personal: he estado en muchos tribunales universitarios de cátedras o tesis que, al ir a deliberar, invitaban a salir de la sala al público asistente, sin saber que atentábamos contra doña transparencia; he asistido a muchas reuniones editoriales en un gran diario, dando por supuesto la confidencialidad de lo hablado y sin saber que pecaba de antitransparente; por razones de seguridad llevo escolta policial y confío en que no revele mis itinerarios por Internet, aunque me temo que habría interesados en conocerlos… por transparencia, claro.
Pues bien, las cosas claras. Hay dos tipos de transparencia, la de gestión y la de opinión o deliberación. La primera es imprescindible en democracia: queremos saber a qué destinan los gobernantes nuestros impuestos, cómo defienden nuestras garantías y derechos, cuál es la justificación de sus decisiones políticas, etc…; la segunda es una agresión totalitaria contra el buen funcionamiento de las instituciones y la privacidad de las personas, ocupen cargos públicos o sean simples particulares. Confundirlas es parte de la actual imbecilización social, a la que no es ajena la maquinaria espléndida pero a veces devastadora de Internet. Última observación: dejando aparte a Berlusconi, Putin, los hermanos Castro y alguno más, no hay político que me resulte tan sospechoso y tan poco fiable como el señor Julian Assange… y sus partidarios.
Savater comprueba que en esa vasta colección de materiales filtrados no hay prácticamente revelaciones importantes, que las informaciones y opiniones confidenciales que han salido a la luz eran ya sabidas o presumibles por cualquier observador de la actualidad política más o menos informado, y que lo que prevalece en ellas es sobre todo una chismografía destinada a saciar esa frivolidad que, bajo el respetable membrete de transparencia, es en verdad el entronizado “derecho de todos a saberlo todo: que no haya secretos y reservas que puedan contrariar la curiosidad de alguien… caiga quien caiga y perdamos en el camino lo que perdamos”. Ese supuesto “derecho” es, añade, “parte de la actual imbecilización social”. Suscribo esta afirmación con puntos y comas.
La revolución audiovisual de nuestro tiempo ha violentado las barreras que la censura oponía a la libre información y a la disidencia crítica y gracias a ello los regímenes autoritarios tienen muchas menos posibilidades que en el pasado de mantener a sus pueblos en la ignorancia y de manipular a la opinión pública. Eso, desde luego, constituye un gran progreso para la cultura de la libertad y hay que aprovecharlo. Pero de allí a concluir que la prodigiosa transformación de las comunicaciones que ha significado Internet autoriza a los internautas a saberlo todo y divulgar todo lo que ocurre bajo el sol (o bajo la luna), haciendo desaparecer de una vez por todas la demarcación entre lo público y lo privado hay un abismo, que, si lo abolimos, podría significar, no una hazaña libertaria sino pura y simplemente un liberticidio que, además de socavar los cimientos de la democracia, infligiría un rudo golpe a la civilización.
Ninguna democracia podría funcionar si desapareciera la confidencialidad de las comunicaciones entre funcionarios y autoridades ni tendría consistencia ninguna forma de política en los campos de la diplomacia, la defensa, la seguridad, el orden público y hasta la economía si los procesos que determinan esas políticas fueron expuestos totalmente a la luz pública en todas sus instancias. El resultado de semejante exhibicionismo informativo sería la parálisis de las instituciones y facilitaría a las organizaciones anti democráticas el trabar y anular todas las iniciativas reñidas con sus designios autoritarios. El libertinaje informativo no tiene nada que ver con la libertad de expresión y está más bien en sus antípodas.
Este libertinaje es posible sólo en las sociedades abiertas, no en las que están sometidas a un control policíaco vertical que sanciona con ferocidad todo intento de violentar la censura. No es casual que los 250.000 documentos confidenciales que Wikileaks ha obtenido procedan de infidentes de los Estados Unidos y no de Rusia ni de China. Aunque las intenciones del señor Julian Assange respondan, como se ha dicho, al sueño utópico y anarquista de la transparencia total, a donde pueden conducir más bien sus operaciones para poner fin al “secreto” es a que, en las sociedades abiertas, surjan corrientes de opinión que, con el argumento de defender la indispensable confidencialidad en el seno de los Estados, propongan frenos y limitaciones a uno de los derechos más importantes de la vida democrática: el de la libre expresión y la crítica.
En una sociedad libre la acción de los gobiernos está fiscalizada por el Congreso, el Poder Judicial, la prensa independiente y de oposición, los partidos políticos, instituciones que, desde luego, tienen todo el derecho del mundo de denunciar los engaños y mentiras a los que a veces recurren ciertas autoridades para encubrir acciones y tráficos ilegales. Pero lo que ha hecho Wikileaks no es nada de esto, sino destruir brutalmente la privacidad de las comunicaciones en las que los diplomáticos y agregados informan a sus superiores sobre las intimidades políticas, económicas, culturales y sociales de los países donde sirven. Gran parte de ese material está conformado por datos y comentarios cuya difusión, aunque no tenga mayor trascendencia, sí crea situaciones enormemente delicadas a aquellos funcionarios y provoca susceptibilidades, rencores y resentimientos que sólo sirven para dañar las relaciones entre países aliados y desprestigiar a sus gobiernos. No se trata, pues, de combatir una “mentira”, sino, en efecto, de satisfacer esa curiosidad morbosa y malsana de la civilización del espectáculo, que es la de nuestro tiempo, donde el periodismo (como la cultura en general) parece desarrollarse guiado por el designio único de entretener. El señor Julian Assange más que un gran luchador libertario es un exitoso entertainer o animador, el Oprah Winfrey de la información.
Si no existiera, nuestro tiempo lo hubiera creado tarde o temprano, porque este personaje es el símbolo emblemático de una cultura donde el valor supremo de la información ha pasado a ser la de divertir a un público frívolo y superficial, ávido de escándalos que escarban en la intimidad de los famosos, muestran sus debilidades y enredos y los convierten en los bufones de la gran farsa que es la vida pública. Aunque, tal vez, hablar de “vida pública” sea ya inexacto, pues, para que ella exista debería existir también su contrapartida, la “vida privada”, algo que prácticamente ha ido desapareciendo hasta quedar convertido en un concepto vacío y fuera de uso.
¿Qué es lo privado en nuestros días? Una de las involuntarias consecuencias de la revolución informática es haber volatilizado las fronteras que lo separaban de lo público y haber confundido a ambos en una representación en la que todos somos a la vez espectadores y actores, en la que recíprocamente nos lucimos exhibiendo nuestra vida privada y nos divertimos observando la ajena en un strip tease generalizado en el que nada ha quedado ya a salvo de la morbosa curiosidad de un público depravado por la frivolidad.
La desaparición de lo privado, el que nadie respete la intimidad ajena, el que ella se haya convertido en un espectáculo que excita el interés general y haya una industria informativa que alimente sin tregua y sin límites ese voyerismo universal es una manifestación de barbarie. Pues con la desaparición del dominio de lo privado muchas de las mejores creaciones y funciones de lo humano se deterioran y envilecen, empezando por todo aquello que está subordinado al cuidado de ciertas formas, como el erotismo, el amor, la amistad, el pudor, las maneras, la creación artística, lo sagrado y la moral.
Que los gobiernos elegidos en comicios legítimos puedan ser derribados por revoluciones que quieren traer el paraíso a la tierra (aunque a menudo traigan más bien el infierno), qué remedio. O que lleguen a surgir conflictos y hasta guerras sanguinarias entre países que defienden religiones, ideologías o ambiciones incompatibles, qué desgracia. Pero que semejantes tragedias puedan llegar a ocurrir porque nuestros privilegiados contemporáneos se aburren y necesitan diversiones fuertes y un internauta zahorí como Julian Assange les da lo que piden, no, no es posible ni aceptable.
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Artículo de Fernando Savater al que hace referencia Mario Vargas Llosa:De todo el asunto de Wikileaks, que espero sea por lo menos rentable para sus promocionadores, lo único realmente importante es que remacha la evidente imposibilidad de esconder nada en el mundo actual: hagas lo que hagas siempre habrá una cámara filmándote, escribas lo que escribas (a quién escribas y dónde escribas) siempre terminará por salir a la luz pública. Como los documentos sustraídos pertenecen a la diplomacia americana, nos confirman que los americanos cuidan sus intereses, estudian mejor o peor la realidad de acuerdo con ellos y procuran obtener ventajas de los demás países: supongo que algo semejante habría salido a la luz si los papeles hubieran sido de diplomáticos franceses, rusos… o españoles. Si no, más vale despedirlos.
En cuanto a la relevancia de tales soplos, pues la misma que garantías tenemos de su autenticidad: nula. Por ejemplo, este gran titular: “EEUU desconfía de la capacidad de Zapatero para gestionar la crisis”. O sea, como usted, como yo, como casi todos los españoles. La noticia hubiera sido que el Departamento del Tesoro americano considerase a Zapatero un genio de las finanzas, capaz de sacar a su país y de paso a media Europa del abismo. Ese sí que sería un documento estremecedor, una amenaza para el mundo libre. Afortunadamente, piensan lo mismo que nosotros. Y en el resto de los temas, piensan lo que cualquier ser dotado de razón podría suponer que pensaban, aunque a veces disimulan. Como cada cual hace en su vida. ¡Bah!
De modo que Wikileaks es tan revelador en el terreno político como el agujero de la cerradura respecto a la higiene íntima de las personas. En cambio nos ha permitido conocer que gente aparentemente razonable es partidaria de lo que llaman “transparencia”, es decir el derecho de todos a saberlo todo: que no haya secretos y reservas que puedan contrariar la curiosidad de alguien… caiga quien caiga y perdamos en el camino lo que perdamos. ¡Asombroso! Ateniéndome a mi experiencia personal: he estado en muchos tribunales universitarios de cátedras o tesis que, al ir a deliberar, invitaban a salir de la sala al público asistente, sin saber que atentábamos contra doña transparencia; he asistido a muchas reuniones editoriales en un gran diario, dando por supuesto la confidencialidad de lo hablado y sin saber que pecaba de antitransparente; por razones de seguridad llevo escolta policial y confío en que no revele mis itinerarios por Internet, aunque me temo que habría interesados en conocerlos… por transparencia, claro.
Pues bien, las cosas claras. Hay dos tipos de transparencia, la de gestión y la de opinión o deliberación. La primera es imprescindible en democracia: queremos saber a qué destinan los gobernantes nuestros impuestos, cómo defienden nuestras garantías y derechos, cuál es la justificación de sus decisiones políticas, etc…; la segunda es una agresión totalitaria contra el buen funcionamiento de las instituciones y la privacidad de las personas, ocupen cargos públicos o sean simples particulares. Confundirlas es parte de la actual imbecilización social, a la que no es ajena la maquinaria espléndida pero a veces devastadora de Internet. Última observación: dejando aparte a Berlusconi, Putin, los hermanos Castro y alguno más, no hay político que me resulte tan sospechoso y tan poco fiable como el señor Julian Assange… y sus partidarios.
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