16 sept 2012

Testigos protegidos/Ernesto Villanueva

Testigos protegidos/Ernesto Villanueva
Revista Proceso # 1872, 16 de septiembre de 2012:
Dos teorías del derecho han entrado en colisión con normas del gobierno de Felipe Calderón que ponen en alto riesgo la libertad y la seguridad jurídica de los mexicanos. La reforma calderonista debe desandar el camino recorrido, pues el uso de los instrumentos de procuración de justicia como herramientas políticas, bajo el argumento de que se condena al enemigo, ha dejado un saldo negro. Veamos.
Primero. Entre muchas otras, hay dos grandes posturas doctrinales que explicitan la finalidad del Estado. En 1985, Günther Jakob acuñó la expresión “el derecho del enemigo”, y señaló que mientras al que es estigmatizado como “enemigo” se le neutraliza y aplican leyes especiales, el derecho penal de los ciudadanos entraña tipos penales incidentales.
De la primera clase es la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, que altera los principios básicos de la presunción de inocencia, la amplitud de las penas y las restricciones judiciales bajo el argumento de que, a juicio del Ministerio Público, los acusados son enemigos del Estado y, por lo tanto, quedan reducidos a su mínima expresión sus derechos a un debido proceso.
Por el lado contrario, el neoconstitucionalismo tiene como eje la protección de la dignidad humana, la supremacía constitucional y el objetivo de que la finalidad del Estado no se constriñe a la seguridad, sino que debe procurar también la libertad. En esa línea se inscriben grandes teóricos del derecho como Robert Alexy, Luigi Ferrajoli y Sergio García Ramírez, por citar algunos ejemplos. En el Estado democrático de derecho, toda norma que haga distinciones y restrinja derechos humanos es inconstitucional.
Segundo. En este contexto, la figura del testigo protegido, que se ha vuelto una pieza del gobierno federal para atacar a sus enemigos, es una amenaza no sólo para quienes eventualmente pueden cometer algún delito, sino para la sociedad entera, porque en cualquier momento todos podemos ser objeto de esta vía y estar en plena indefensión frente al poder.
Por un lado, el artículo 40 de la Ley contra la Delincuencia Organizada establece: “Para efectos de la comprobación de los elementos del tipo penal y la responsabilidad del inculpado, el juez valorará prudentemente la imputación que hagan los diversos participantes en el hecho y demás personas involucradas en la averiguación previa”. Con poca afortunada técnica legislativa en su diseño legal, esta disposición es un galimatías, que requiere de otra disposición para ser entendida en sus términos.
Por eso es atendible la tesis que aprobó por unanimidad el Segundo Tribunal Colegiado de Circuito en el sentido de que: “Testigo es toda persona física que manifiesta ante los funcionarios de la justicia lo que le consta, por haberlo percibido a través de los sentidos, en relación con la conducta o hecho investigado; es un órgano de prueba, en cuanto comparece ante el agente del Ministerio Público o ante el órgano jurisdiccional a emitir su declaración. Pero, en tratándose del tema de la valoración de su testimonio, es importante atender a dos aspectos: la forma (que se refiere también a lo relativo a la legalidad de la incorporación y desahogo de la prueba en el proceso) y el contenido del testimonio. Es decir, en términos generales la valoración de un testimonio se hará, en primer lugar, atendiendo a los aspectos de forma previstos en el artículo 289 del Código Federal de Procedimientos Penales. Y si bien es cierto que, tratándose de delitos vinculados con la delincuencia organizada, debe en principio sujetarse al contenido de los artículos 40 y 41 de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada, también lo es que en dichos preceptos no se regulan exhaustivamente los parámetros de valoración del aspecto formal y material del dicho de un testigo protegido; de ahí que al ser el Código Federal de Procedimientos Penales de aplicación supletoria ordenada por el artículo 7o. de la propia ley especial, resulta indiscutible que deberá atenderse a los parámetros que el citado artículo 289 del ordenamiento procesal federal citado establece, en todo lo conducente”. (Amparo en revisión 202/2004. 10 de marzo de 2005. Unanimidad de votos. Ponente: José Nieves Luna Castro. Secretaria: Alma Jeanina Córdoba Díaz.)
Tercero. Como lo sostiene correctamente la resolución anterior, ante la oscuridad de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada se debe remitir al Código Federal de Procedimientos Penales (CFPP), el cual dispone: “Para apreciar la declaración de un testigo, el tribunal tendrá en consideración: I. Que por su edad, capacidad e instrucción, tenga el criterio necesario para juzgar del acto; II. Que por su probidad, la independencia de su posición y antecedentes personales, tenga completa imparcialidad; III. Que el hecho de que se trate sea susceptible de conocerse por medio de los sentidos, y que el testigo lo conozca por sí mismo y no por inducciones ni referencias de otro; IV. Que la declaración sea clara y precisa, sin dudas ni reticencias, ya sobre la sustancia del hecho, ya sobre sus circunstancias esenciales; y V. Que el testigo no haya sido obligado por fuerza o miedo, ni impulsado por engaño, error o soborno”.
¿Qué persona en su sano juicio podría creer que un testigo protegido observe los requerimientos que el CFPP estipula? Si no se expande esta tesis citada, todos seguiremos en el peor de los mundos. El artículo 35 de la Ley contra la Delincuencia Organizada crea generosos incentivos para que el testigo protegido testifique contra quien sea, porque de esta forma tiene frente a sí siete posibles recompensas que pueden llegar a reducir las dos terceras partes de la sanción recibida.
En suma, debemos regresar del derecho penal del enemigo de Felipe Calderón al derecho garantista y neoconstitucionalista. Más todavía, el artículo primero constitucional ubicado en la parte dogmática dispone que “las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia, favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”.
Asimismo, el citado artículo prohíbe cualquier medida que “atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. Quienes sean absueltos deberían iniciar demandas de reparación de daños y perjuicios por lo que dejaron de ganar o perdieron, así como por la afectación de sus derechos al honor y a la propia imagen. Estas demandas deberían ser formuladas contra la institución y contra las personas físicas (agentes del Ministerio Público, directores de Comunicación Social, etcétera), lo que elevaría los costos de los actos de quienes se conduzcan por consigna o colusión o sean parte de la más amplia corrupción.
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