Benito, Francisco e Ignacio/Juan Antonio Martínez Camino, Obispo Auxiliar de Madrid y Secretario General de la
Conferencia Episcopal.
ABC | 19 de marzo de 2013
La Iglesia estrena pontificado. El Papa Francisco comienza a ejercer su
servicio de confirmar a los hermanos en la fe con la más absoluta normalidad y
agilidad. Tras la situación excepcional de la renuncia de su predecesor, el
mecanismo de la sucesión ha funcionado a la perfección. Pero las novedades son
muchas: desde el nombre adoptado por el hoy sucesor de Pedro, a su origen
hispanoamericano y su condición de jesuita. Todo ello, junto con determinados
gestos de estos días, puede acentuar la sensación de que con el nuevo Papa se
abre un capítulo completamente distinto de la historia de la Iglesia. Pudiera
ser. Pero es evidente que todavía no se pueden hacer al respecto más que
estimaciones aventuradas. Dios dirá.
Lo cierto
es que el Papa Francisco, igual que hiciera su predecesor, ha tomado también el
nombre de un santo simbólico de la vida de especial consagración a Dios. El
poverello de Asís es el prototipo de la forma de existencia cristiana
radicalmente pendiente de la providencia divina en la pobreza voluntaria en el
mundo, propia de tantos carismas de origen medieval. Benito es el ejemplar de
la dedicación absoluta al Señor en la vida monacal, apartada del mundo,
alumbrada por él y por los suyos en la antigüedad cristiana de Occidente. Al
Papa Benedicto le sucede el Papa Francisco. ¿A qué apunta este gesto del primer
Papa jesuita de la historia, que le sitúa en una continuidad insoslayable con
su predecesor?
El mismo
Papa ha explicado que escogió el nombre de Francisco pensando en los pobres y
en la fraternidad de los hombres entre sí y de los humanos con toda la creación
de Dios, tan maravillosa y hoy tan maltratada. La mencionada continuidad
apunta, según creo, al trasfondo más radical de estos pensamientos: apunta al
primado y la prioridad de Dios, como le gustaba repetir al Papa Benedicto.
El santo
patrono de Europa y del monacato, San Benito, organizó un modo de vida
orientado por la conocida sentencia de su Regla: «Nada debe anteponerse al
culto divino». Todo el magisterio de Benedicto XVI puede ser considerado como
una glosa de estas palabras, comenzando por su impresionante encíclica «Dios es
amor». La vida monástica no es sólo liturgia, es también trabajo, estudio y
vida fraterna. Pero la liturgia, como lugar sacramental de la acción salvadora
de Dios, es la luz que ilumina el trabajo, la lectura y la hermandad. No se
trata de ningún ritualismo pretencioso ni de ningún elitismo intelectual. Está
en juego la adoración verdadera del sagrado misterio de Dios. Una verdad que
Dios mismo nos ofrece en la acción litúrgica como salvación de la vida entera,
de modo que toda la existencia pueda convertirse en glorificación de Dios, en
«culto racional, agradable a Dios».
El Papa
Francisco no ha tenido todavía tiempo de escribir ninguna encíclica. Pero ha
puesto su pontificado desde el primer momento bajo el signo de la bendición de
Dios, inclinando su cabeza ante el Altísimo, delante del Pueblo Santo de Dios y
de todo el mundo, después de haber rogado a los fieles reunidos en la plaza de
San Pedro que rezaran por él.
De nuevo,
la prioridad de Dios. Lo primero no es ni siquiera la bendición del Papa, es
siempre la salvación de Dios. El santo de Asís, despojándose de sus vestidos de
joven rico y pendenciero, ponía de manifiesto que había encontrado el único
verdadero tesoro de la vida, el que no pueden robar los ladrones ni arruinar el
paso del tiempo: el poder salvador del Dios que es amor. Toda su vida iba a ser
desde entonces la de un peregrino descalzo, desembarazado de toda posesión de
este mundo, predicando con su propia imagen la sabiduría de la Cruz.
La vida
de San Francisco, meditada en su lecho de convaleciente en Loyola, puso en el
mismo camino hacia Dios la existencia de Ignacio, otro joven rico y orgulloso:
«Si Francisco hizo aquello, ¿por qué no yo?». Con estos pensamientos, en lucha
con sus contrarios, empezó a forjarse el temple del maestro de los Ejercicios
Espirituales, el gran pedagogo de la estrategia más fina para vencer en la
batalla decisiva, librada en el alma de todo hombre, entre los engaños del
«padre de la mentira», que instila la codicia y la soberbia del mundo, y las
luces del ángel de Dios, que inspira la humildad divina de la Cruz.
El Papa
Francisco, como buen jesuita, es un gran maestro en la escuela de San Ignacio,
un pedagogo de la sabiduría de la Cruz, de la prioridad de Dios, que nos
desconcierta y, al mismo tiempo, nos funda. Lo comprobamos los obispos
españoles cuando nos guió en los Ejercicios Espirituales en enero de 2006. Nos
habló siempre de la acción de Dios, bajo estos grandes epígrafes: «El Señor que
nos funda», «El Señor que nos reprende y nos perdona», «El Señor que nos llama
y nos forma», «El Señor que combate por nosotros y con nosotros», «El Señor que
nos misiona», «El Señor que nos despoja y purifica», «El Señor que nos unge»,
«El Señor, muerte y resurrección nuestra», «El Señor que nos transforma con su
amor».
«La
soberbia —comenzaba diciéndonos el primer día— nos ha llevado algunas veces al
desprecio de los medios humildes del Evangelio. Hay un párrafo de las Constituciones
de la Compañía que se aplica muy bien a toda la Iglesia. Dice San Ignacio: “La
Compañía (la Iglesia), que no se ha instituido con medios humanos, no puede
conservarse ni aumentarse con ellos, sino con la mano omnipotente de Cristo,
Dios y Señor nuestro; es menester en Él solo poner la esperanza de que Él haya
de conservar y llevar adelante lo que se dignó comenzar para su servicio y
alabanza y ayuda de las ánimas”».
«En Él
solo la esperanza»: la prioridad de Dios, de su obra de salvación. Quien no pone
la esperanza sólo en Él la pone indebidamente en cosas del mundo, que, por
santas y buenas que sean, nos hacen soberbios y ricos. Benito, Francisco e
Ignacio son maestros de esperanza verdadera. Sin ella no es posible la
fraternidad entre los hombres, ni de los humanos con la creación.
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